LUIS PRADOS
México DF 18 NOV 2012 - 03:13 CET
"Con España presente en el recuerdo / con México presente en la
esperanza”, escribió el poeta Pedro Garfias
a bordo del vapor Sinaia, uno de los primeros barcos que en junio de
1939 atracaban en el puerto de Veracruz con más de mil refugiados republicanos
españoles tras la Guerra Civil. Atrás quedaban cientos de miles de exiliados
atrapados la mayoría en los campos de concentración franceses. Anticipando el
final del conflicto, el Gobierno del general Lázaro
Cárdenas había puesto en marcha la mayor operación de solidaridad
internacional que probablemente se haya visto nunca. México estaba dispuesto a
dar pan, hogar y trabajo a todos aquellos para los que nunca habría paz ni
piedad ni perdón en la España de Franco. En la oscuridad de los barracones,
entre el hacinamiento, el hambre, la enfermedad y la desolación de quienes
habían perdido familia, amigos, trabajo y posición, México brillaba como un
sueño.
Las voces, las súplicas, de aquellos miles de personas derrotadas que
querían escapar de la pesadilla quedaron registradas en las cartas que enviaron
en 1939 y 1940 a la Embajada de México en París solicitando emigrar. Un
material inédito, conservado en el Archivo
Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana,
al que ha tenido acceso EL PAÍS y del que emerge un relato colectivo de hombres
y mujeres de todos los oficios y profesiones en cuya peripecia vital se mezclan
la desesperación y el orgullo, la ternura y el valor.
Más de 7.000 cartas, correspondientes a muchas más vidas interrumpidas,
escritas a lápiz y a pluma, con todo tipo de letra y clase de papel, redactadas
por quienes en el invierno de 1939 cruzaron la frontera “a pie, sin fortuna,
con las manos limpias”, como escribe el 14 de febrero de ese año el refugiado
Fernando Pintado cerca de Perpiñán. En muchas de ellas, el autor añade el
nombre de sus familiares, amigos del trabajo, compañeros de armas o de
barracón.
La mayoría dieron con sus huesos en los campos de internamiento, como era
su nombre oficial, del sur de Francia, vigilados por gendarmes franceses y
soldados senegaleses. En las cartas dan testimonio de las penalidades que
sufren allí. José Pomés, redactor de Diario Gráfico y La Noche,
de Barcelona, cuenta desde el campo de Bram el 12 de junio de 1939: “Me
encuentro en el más lamentable estado, sin ropa, ni salud, ni dinero francés…
va para tres meses tirado en un montón de paja sin ni siquiera una manta”. Manuel
Guiú Macía, que solicita “ingresar voluntariamente en el Ejército mexicano o en
su legión”, exclama desde el pabellón 27 del campo de Septfonds: “Los días aquí
transcurren lentos, eternos, y ¡¡¡la aurora de esa tenebrosidad tarda tanto en
descubrirse!!!”.
Tres milicianos de la República firman el 2 de julio de ese año y desde ese
mismo campo esta joya de humildad literaria: “No dudando de que la voz y los
ruegos de estos sin patria suplicantes serán atendidos con la justicia que
nuestro caso requiere. Nuestra profesión es la campesina”. A las lamentables
condiciones materiales de los exiliados había que añadir unas circunstancias
políticas completamente desfavorables que solo la tenacidad en el mantenimiento
de sus principios por parte del Gobierno mexicano y la habilidad de su cuerpo
diplomático pudieron salvar.
Entre los documentos, ahora desempolvados, se encuentra este mensaje
cifrado enviado el 27 de enero de 1939 por el embajador mexicano en París,
Narciso Bassols, al presidente Cárdenas: “Política Francia seguirá invariable.
Stop. Relaciones díceme no podremos recibir excombatientes ni refugiados
políticos. Stop. Comprendiendo problemas únicamente me permito pedirle que
México sostenga su ofrecimiento conocido universalmente de abrir puertas a republicanos
españoles. Stop. Creo que tratándose personas filiación política bien definida
estamos obligados recibirlos”.
Hubo más dificultades, como la rivalidad de las organizaciones españolas
que competían por ayudar a los refugiados, las diferencias de criterio en la
selección de los asilados por parte del Gobierno mexicano e, incluso, la
conveniencia o no de sacar de España a hombres en edad militar antes del fin de
la guerra. El embajador Bassols expone este último problema con crudeza en otro
telegrama ahora reencontrado, fechado el 1 de marzo de 1939 y dirigido a la
cancillería mexicana: “Como lucha española no ha terminado trabajadores útiles
no puedan alejarse definitivamente debilitando resistencia. Stop. En general
todavía no llegan solicitudes de buena calidad excepción ancianos y niños.
Stop. Hasta hoy gran mayoría corresponde gente derrotista sin sentido lucha
social y con mezquino egoísmo. Stop”.
A la angustia de los exiliados se sumó el pavor ante un inminente
reconocimiento de Franco por Francia e Inglaterra, con las consiguientes
deportaciones y el estallido de la II Guerra Mundial, como reflejan las cartas
de los republicanos, conscientes de que ya no podrían volver a su país. Juan del
Hoyo escribe en septiembre de 1939 desde Burdeos: “Por mi cualidad de
magistrado no puedo ni pensar en regresar a España; la policía francesa me
apremia por tantas prórrogas de estancia que he solicitado”. Ramón Infante
Varela, desde el hospital Civil-Asilo de Montauban, expone: “Debo decirle que
la actuación política de mi esposa (Maruja Lafuente, de 25 años, de Gijón) en
España ha sido muy significada, por haber ostentado cargos de responsabilidad
máxima en el Partido Comunista de la Región Asturiana, pues se trata de la
hermana de la heroína del Movimiento de Octubre de Asturias, Aída Lafuente, y
por este motivo, bajo ningún concepto puedo volver a España”. Juan Ponsivell,
de la Brigada de Carpinteros del campo de Barcarès, asegura: “Nada hay en mi
actuación durante la guerra ni antes de ella de que pueda avergonzarme, pero no
quiero volver a la tierra que ha hollado el fascismo extranjero con la ayuda de
unos hombres que imitando al conde don Julián han traicionado a su patria y
asesinado a sus hermanos”.
Los motivos varían, pero la urgencia por huir a México es la misma. El
capitán de infantería Antonio Pascual Arnao, de 34 años, casado, de Barcelona,
explica el 20 de abril de 1939 que “principalmente por ser francmasón es
evidente que mi vuelta a España es absolutamente imposible sin exponerme a una
cierta e irreparable represión (…) hay que tener presente que Franco ha jurado
exterminar a los masones, cosa que cumple con inaudita crueldad”. Ese mismo
día, el mecánico José Puig Bosch afirma desde el campo de
concentración de Argelès-sur-Mer: “Renuncio a volver a mi patria,
según noticias de mis familiares, en un registro en mi casa han quemado más de
cien libros (…) por el solo hecho de ser republicanos-federales toda nuestra
vida y el no haber bautizado a nadie de dos generaciones”. Otros alegan
“incompatibilidad moral” con el régimen franquista, y otros, como Carmelo
Perdigó Casanovas, de Esquerra Republicana de Cataluña, razones más concretas:
“Siéndome imposible el regreso a España por haber pertenecido al Cuerpo de
Seguridad (policía secreta) de Cataluña desde el año 34…”.
La situación internacional continuaría empeorando con la caída de París en
junio de 1940, la ocupación alemana de Francia y la constitución del régimen de
Vichy del mariscal Pétain. La acción solidaria del presidente Cárdenas se
complicaría extraordinariamente. México, sin recursos ni marina, trataba el
problema de una población de desterrados sin Estado con otro país ocupado
militarmente y con soberanía limitada.
Además, la guerra pronto se extendería al Atlántico haciendo casi imposible
la travesía, y la evacuación de españoles cesaría durante meses o se
ralentizaría ese año, como muestran las cartas. Solo las dotes de persuasión
del diplomático mexicano Luis I. Rodríguez permitirían relanzar el traslado de
refugiados. En una memorable entrevista celebrada el 8 de julio de 1940 en
Vichy, Rodríguez convenció a Pétain para que autorizase la operación, no sin
antes tener que oír del mariscal preguntas como esta: “¿Por qué esa noble
intención que tiende a favorecer a gente indeseable?”, o afirmar que los
republicanos tenían que afrontar la suerte reservada “a las ratas en las
grandes miserias”.
La esgrima verbal de Luis I. Rodríguez prevaleció, y tras el acuerdo del 22
de agosto de ese año, México aceptaba, bajo la protección de su bandera, a
todos los españoles refugiados en Francia y costear parte de su sustento, que
sobre todo corría a cuenta de las organizaciones republicanas de ayuda. Tras la
derrota de la República, unos 450.000 españoles huyeron a Francia. Dos tercios
de ellos acabarían volviendo a España después. A partir de 1939, cerca de
20.000 encontrarían un nuevo hogar en México. Ese año llegaron a este país
6.236 refugiados, y en 1940, tan solo 1.746. Las cartas demuestran que el
número de solicitudes de asilo fue muy superior al de las personas que
finalmente cumplieron su sueño.
Las misivas, escritas por hombres en su mayoría entre los 25 y los 45 años
y procedentes sobre todo de Cataluña, Levante, Asturias, Andalucía y Madrid,
siguen una pauta: agradecimiento a México, enumeración de méritos antifascistas
y profesionales, exposición de su futura contribución a la nación de acogida y
relato de la desgracia caída sobre sus vidas.
Aun siendo un exilio en gran parte de profesionales y técnicos
cualificados, muchas cartas sorprenden por su estilo elevado –“No deseamos
regalo para nuestras vidas. Pedimos calor para nuestras aspiraciones”; “México,
insignia liberal de la América hispana, hoy hacemos promesa de nuestro
sacrificio”; “Que han tenido que huir de su tierra ante el fantasma negro de la
reacción, sostenido por los militares perjuros, hijos de aquellos mercaderes de
la espada que, en años remotos, solo tenían por oficio el robo, el asesinato y
la befa de vuestras costumbres en sus aventuras coloniales”–, no exento a veces
de pedantería: “Mi objetividad, que será anhelo de muchos, no dejará de ser
estudiada por ese negociado que tan dignamente representa…”.
Tampoco falta, dadas las condiciones de extrema necesidad en que se
encuentran, cierta picaresca para conseguir el objetivo de emigrar. Desde
quienes afirman hablar varios idiomas hasta el caso del periodista madrileño
Ezequiel Enderiz Olaverri, de 49 años, quien asegura que “actualmente preparaba
la biografía del presidente de México señor Lázaro Cárdenas”, o del abogado sevillano
Ricardo Calderón, de 40 años, quien, entre sus méritos literarios, destaca “un
poema titulado Sac…Nicte, que pudiera ser de extraordinario interés para
el indio maya”.
Ni un punto de resentimiento por ver embarcar a otros antes. El chapista
socialista madrileño Federico Antonio de la Huerta, agente de policía durante
la guerra, escribe al embajador mexicano desde el campo de Bram: “Usted fue
sorprendido en su buena fe en el envío de emigrados con muchos señoritos, que
no tienen oficio ni beneficio y máxime que donde se encuentran los verdaderos
trabajadores, revolucionarios y honrados, es en los campos de concentración…”.
Buena parte de los refugiados exponen, a veces con dibujos y esquemas, cómo
México podría aprovechar su experiencia profesional en la industria, la
agricultura, el Ejército, la enseñanza, la academia, la prensa, el teatro e,
incluso, en el mundo de los negocios. Algunos casos poseen una cómica ternura.
Vitaliano Gómez, desde el barracón 44 del campo de Septfonds, propone a las
autoridades mexicanas “crear una granja de 250 gallinas ponedoras y 20 conejos
reproductores”, para lo que necesitaría “un crédito de 2.500 pesos a reintegrar
en cuatro o cinco años”. Antonio Martínez, agricultor de Murcia, se ofrece para
mejorar la calidad del pimiento en el país del picante, y Mariano Potó, de
Barcelona, sugiere que “sería interesante la creación de una cátedra para
difundir entre los intelectuales mexicanos la concepción sinóptica de la cultura…”.
Pero las cartas cuentan sobre todo la tragedia de miles de vidas rotas.
Carmen Planet expone así su caso: “… habiendo perdido a mi esposo en Madrid el
7 de noviembre de 1936 habiendo ido voluntario a luchar siendo militar retirado
y a una hija de 17 años habiendo ido también a luchar voluntaria y murió el 20
de octubre de 1936 en el frente de Sigüenza y los tres varones que me quedan,
también voluntarios y el de 18 años inútil de guerra y el de 22 años teniente
de Sanidad de Líster que actualmente se encuentra en el campo de
Argelès-sur-Mer…”.
Las cinco hermanas Pla Palleja, de Rubí (Barcelona), con edades entre los
20 y los 34 años, refugiadas en el campo de Berck Plage, dicen contar con 3.600
pesetas para el viaje “y “dos relojes de pulsera y uno de bolsillo, un anillo
grande de oro y dos monedas argentinas de oro”. Como son sus únicas
pertenencias y temen no poder pagar el pasaje, piden al embajador “que aunque
sea en un rincón del barco y sin comer nos deje ir a México”. Antonio Paños
Garrigues, madrileño, de 36 años, radiotelegrafista, encerrado en el campo de
Bram, informa de que todos sus familiares han muerto “víctimas de la aviación
durante la guerra” menos su hermano Pedro, “que murió fusilado por los
fascistas en Málaga en 1937”.
Durante décadas, la cancillería mexicana ha guardado en estas páginas los
gritos de auxilio de los miles de españoles –sastres, camareros, profesores,
militares, campesinos, mecánicos, actores, periodistas, contables,
funcionarios, médicos, electricistas, ingenieros, estudiantes…– que encontraron
una nueva patria en México. Hoy son por fin rescatados, como escribió Juan
Rejano, de la “férrea corona del olvido”.
[A lo largo de la próxima semana EL PAÍS publicará más
historias relacionadas con las cartas de este archivo]
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