Madrid, y sobre todo la zona de Aravaca, estaba infestada de carteles y
pintadas con lemas tan xenófobos como Stop a la inmigración, primero los españoles,
Defenderse contra la contra la invasión, Fuera negros. En aquellos meses de
1992 se había ido creando un caldo de cultivo, un clima tóxico y enrarecido, en
contra de los inmigrantes.
Entonces residían legalmente en España 550.000 extranjeros, la mitad de los
cuales procedían de Europa y el resto eran mayoritariamente suramericanos y
africanos. ONG calculaban entonces que había otros 300.000 que habían entrado
irregularmente. La llegada masiva de inmigrantes había comenzado poco antes,
forzando al Gobierno a poner en marcha un proceso para regularizar a todos
aquellos que hubieran entrado en España antes del 10 de mayo de 1991. Ese
proceso culminó con la regularización de 110.000 extranjeros.
Ante el fenómeno inmigratorio, grupos ultraderechistas y grupúsculos
neonazis desataron una feroz ofensiva contra estas personas, con la excusa de
que ellas quitaban trabajo a los españoles. No era cierto, puesto que
marroquíes, colombianos y subsaharianos ocupaban generalmente los empleos más
duros y peor remunerados, aquellos que ya no querían los españoles.
Lucrecia Pérez salió de la República Dominicana en busca de una vida mejor
para ella y su familia. Consiguió un empleo precario como asistenta doméstica,
del que fue despedida al poco tiempo por su patrona. Se refugió en una vieja
discoteca, Four Roses, del distrito de Aravaca, donde compartía su miseria con
otras decenas de inmigrantes.
La fría noche del 13 de noviembre de 1992, Lucrecia estaba en un cuartucho
cenando, a la luz de una vela, un escuálido sopicaldo con tres compañeros de
desgracia. De improviso, cuatro enmascarados vestidos de negro irrumpieron en
el local. Uno de ellos pegó una patada a la endeble puerta del cuartucho y
abrió fuego sin piedad. Dos balas mataron a Lucrecia. El joven guardia civil Luis
Merino Pérez y tres amigos neonazis fueron detenidos un mes después del crimen
y condenados en 2001.
Tras el sangriento episodio de Aravaca, el Ministerio del Interior tuvo que
admitir que estaban aflorando grupos cuya “ideología ultra y de odio u hostilidad
hacia determinadas etnias o grupos de extranjeros” se estaba traduciendo en
frecuentes incidentes y agresiones contra inmigrantes.
La muerte de Lucrecia Pérez fue, sin duda, el primer
asesinato racista ocurrido en España. La repulsa social y ciudadana contra este
hecho fue de tal calibre y de tal contundencia que incluso los grupúsculos
políticos de claro tinte ultraderechista se vieron obligados a suavizar su
discurso xenófobo. Muy posiblemente la sangre de Lucrecia sirvió como antídoto
contra el veneno que hace 20 años había empezado a expandirse peligrosamente
por España. Y tal vez evitó su propagación.
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