Louis-George Tin ha dirigido el trabajo de 76 especialistas en distintas
áreas para analizar el problema de la violencia física o moral que los
homosexuales han sufrido a lo largo de siglos. El diccionario pasa revista a
las personalidades que se han distinguido por sus conductas homófobas, la
influencia de las grandes ideologías políticas, su presencia en el cine o la
literatura y la situación en distintos países. El libro ha sido editado por Ediciones Akal.
eldiario.es 09/11/2012 - 20:00h
Según una opinión muy extendida, la homosexualidad sería hoy más libre que
nunca: presente y visible en todas partes, en la calle, en los periódicos, en
la televisión, en el cine, incluso estaría completamente aceptada;
aparentemente, los recientes avances legislativos en América del Norte y Europa
en materia de reconocimiento de la pareja homosexual dan testimonio de ello
(Vermont, Quebec, Países Bajos, Dinamarca, Bélgica, Francia, Suecia, Alemania,
Finlandia, Suiza, Inglaterra, España, Portugal...). En realidad, son necesarios
algunos ajustes para erradicar las últimas discriminaciones, pero con la
evolución de las ideas esto no sería en definitiva más que una simple cuestión
de tiempo, el tiempo de llevar a buen término un movimiento de fondo puesto en
marcha hace ya varias décadas.
Puede que sí. Puede que no, pues para el observador un poco más atento la
situación global es muy distinta, y a decir verdad, en general, el siglo XX ha
sido sin duda el periodo más violentamente homófobo de la historia: deportación
a los campos de concentración bajo el régimen nazi, gulags en la Unión
Soviética, chantajes y persecuciones en Estados Unidos en la época de
McCarthy...
Evidentemente, todo esto parece muy lejano. Pero con frecuencia las
condiciones de vida en el mundo actual son muy difíciles. La homosexualidad
está ampliamente discriminada; en más de 75 estados los actos homosexuales
están castigados por la ley (Argelia, Senegal, Camerún, Etiopía, Líbano,
Jordania, Kuwait...); en numerosos países esta condena puede ser superior a
nueve años (Malasia, Jamaica, Franja de Gaza, Sri Lanka...); en otros la ley
prevé cadena perpetua (Barbados, Bangladesh, Uganda, Tanzania), y al menos en
cinco naciones (Arabia Saudí, Irán, Yemen, Mauritania y Sudán, más algunas
partes de Nigeria y Somalia) puede ser aplicada la pena de muerte.
Recientemente, varios jefes de Estado africanos han reafirmado brutalmente
su voluntad de luchar personalmente contra esta plaga, según ellos,
«antiafricana». Incluso en otros países donde la homosexualidad no está
contemplada en el Código Penal se multiplican las persecuciones: en Brasil, por
ejemplo, los Escuadrones de la Muerte y los skinheads siembran el terror:
durante los últimos treinta años se han contabilizado unos 3.000 homicidios
homófobos sin que las autoridades policiales o judiciales se hayan empleado a
fondo para impedirlo. En estas condiciones no se puede pensar que la
«tolerancia» gana terreno. Por el contrario, en la mayoría de estos países, la
homofobia es hoy más violenta que antes. La tendencia no es, por tanto, de
mejoría general, ni mucho menos.
Esta breve panorámica puede parecer más siniestra en la medida que
desmiente la idea ingenua de los que quieren creer que todo está bien o que, al
menos, está algo mejor. En general, el pesimismo deprimido y el optimismo
complaciente constituyen dos escollos simétricos para el pensamiento y para la
acción en la medida en que ambas actitudes se basan en presupuestos
completamente ilusorios: la homofobia ha existido y existirá siempre, es una
constante en las sociedades humanas; o por el contrario: la homofobia proviene
del pasado, o de las sociedades arcaicas, pero tiende a ser absorbida por la evolución
de las costumbres y el constante progreso de los derechos humanos en el mundo.
En realidad, la homofobia no es ni una fatalidad transhistórica, imposible
de combatir, ni un residuo de la historia destinado a desaparecer por sí mismo
con el tiempo. Es un problema humano, grave y complejo, de múltiples
resonancias, que necesita una reacción concertada y una reflexión previa.
¿Qué es la homofobia? Para responder a esta pregunta hay que seguir la
evolución de la palabra en la medida en que la investigación lexicológica
permite que salgan a la luz algunas problemáticas inherentes al propio
concepto. Aparentemente este término se utilizaba ya en la década de 1960, pero
el primer testimonio escrito le correspondería a K. T. Smith, autor de un
artículo, en 1971, titulado «Homophobia: A Tentative Personality Profile». En
lengua francesa esta palabra hizo su aparición a través de la pluma de Claude
Courouve, pero hasta 1994 no fue incluida en el diccionario. Es, por tanto, un
vocablo muy reciente, que, sin embargo, cuenta ya con una rica historia.
Efectivamente, con el transcurso de los años, el espectro semántico de la
palabra no ha dejado de evolucionar con sucesivas ampliaciones. En 1972,
Weinberg definía la homofobia como «el miedo a estar con un homosexual en un
espacio cerrado». Esta definición muy restrictiva fue muy pronto desbordada por
el uso común, de lo que da testimonio la denominación común del Pequeño
Larousse: «Rechazo de la homosexualidad, hostilidad sistemática con respecto a
los homosexuales».
Ahora bien, Didier Éribon ha propuesto ampliar el concepto introduciendo en
él la idea del continuum homófobo «que va desde la palabra dicha en la calle
–cualquier gay o lesbiana puede oír "marica asqueroso" o
"bollera asquerosa"– hasta palabras que están implícitamente
inscritas en la puerta de entrada de las salas de bodas de los ayuntamientos:
"Prohibido a los homosexuales"».
En este sentido, se integran plenamente en el registro de la homofobia
común los discursos teóricos de obediencia jurídica, psicoanalítica o
antropológica, que tienden a confirmar o justificar la desigualdad establecida
entre homos y heterosexuales.
Impulsando también el análisis, Daniel Welzer-Lang ha sugerido una nueva
definición. Para él, la homofobia es «de manera más bien amplia, la denigración
de las cualidades consideradas femeninas entre los hombres y, en cierta medida,
las cualidades consideradas masculinas entre las mujeres». De este modo
intentaba conectar entre ellas «la homofobia particular que se ejerce en contra
de los gays y de las lesbianas, y la homofobia general, que tiene su raíz en la
jerarquización de los géneros masculino y femenino», fenómeno que puede dañar a
cualquier tipo de persona, lo que explica que el insulto «marica» puede
aplicarse también a personas heterosexuales, en la medida que, más allá de la
orientación sexual, denuncia sobre todo una carencia de la «perfecta» virilidad
que supone la construcción social de lo masculino.
Evidentemente, el concepto se ha ido ampliando progresivamente a medida que
las investigaciones realizadas han permitido comprender que los actos, palabras
o actitudes claramente homófobos no eran más que el epifenómeno de una
construcción cultural mucho más general, cuyos efectos habituales conforman una
violencia que atraviesa a toda la sociedad. En resumen, que la extensión
semántica de la palabra ha obedecido a una lógica metonímica que ha permitido
vincular la homofobia de hecho con sus fundamentos ideológicos e
institucionales, igualmente denunciados bajo este mismo vocablo.
Paralelamente a esta expansión semántica se ha operado en el seno del
concepto homofobia, un movimiento inverso de diferenciación relativo al léxico.
En razón de la especificidad de las actitudes contra la homosexualidad en su
vertiente femenina, se ha introducido en los discursos teóricos el término
lesbofobia, que permite que afloren mecanismos muy concretos que el concepto
genérico de homofobia tiende a ocultar. Por esto, esta distinción justifica sin
duda el término gayfobia, pues, a decir verdad, muchos discursos homófobos sólo
se refieren de hecho a la sexualidad masculina.
Desde esta perspectiva, se ha propuesto también el concepto de bifobia para
destacar la situación particular de las personas bisexuales, estigmatizadas
tanto por los heteros como por los homosexuales. Por otra parte, hay que tener
en cuenta también la problemática muy diferente de los transexuales, travestis
y personas que han cambiado de sexo, lo que permite pensar también en el
concepto de transfobia.
Ha propuesto, asimismo, otra distinción con el fin de clarificar la
utilización política del concepto homofobia. Según Éric Fassin, «el uso actual
duda entre dos definiciones muy distintas. La primera entiende la fobia en la
homofobia: se trata del rechazo a los homosexuales y a la homosexualidad. Nos
encontramos en el registro individual de una psicología. La segunda ve en la
homofobia un heterosexismo: se trata, en esta ocasión, de la desigualdad de las
sexualidades. La jerarquía entre heterosexualidad y homosexualidad remite,
pues, más bien al registro colectivo de la ideología». Desde ese momento, añade
la sociología, «quizá en este caso, igual que la distinción entre misoginia y
sexismo, sería mejor hacer la distinción entre "homofobia" y
"homosexismo", para evitar la confusión entre las acepciones
psicológica e ideológica: es lo que, por mi parte, he hecho yo».
En estas condiciones, en lo que se refiere a cuestiones como el matrimonio
o la adopción, las personas que no se consideran muy homófobas, rechazando
totalmente la igualdad de derechos en nombre de algún privilegio religioso,
moral, antropológico o psicoanalítico reservado únicamente a los
heterosexuales, deberían reconocer al menos que se trata, técnicamente
hablando, de una actitud heterosexista, lo que podría constituir ya un primer
paso.
En consecuencia, todas estas evoluciones, extensiones o distinciones
semánticas enriquecen pero aumentan considerablemente la complejidad de este
debate teórico cuyos envites políticos en Francia son claramente manifiestos,
ya que cada vez más ciudadanos, asociaciones, hombres y mujeres políticos han
tomado conciencia, sobre todo durante la batalla de la ley de uniones civiles
(el PACS), de la necesidad de combatir e incluso penalizar la homofobia, igual
que el racismo, por ejemplo, o el antisemitismo.
En resumen, una vez que la homosexualidad abandonó el Código Penal para
entrar en el Civil, la homofobia, a la inversa, pasó de la sociedad civil,
donde siempre está, al Código Penal. Sin duda alguna, desplazar la mirada de la
homosexualidad a la homofobia constituye, como señala Daniel Borrillo con toda
justicia, «un cambio tanto epistemológico como político».
Ahora bien, para combatir la homofobia hay que determinar cuáles son sus
causas verdaderas. De hecho, el origen profundo de la homofobia está sin duda
en buscar el heterosexismo, que es el reino de la heterosexualidad obligatoria
que criticaba Adrienne Rich. En efecto, esta concepción tiende a conformar la
heterosexualidad como la única experiencia sexual legítima, posible, e incluso
pensable, lo que explica que mucha gente pase por la vida sin haber soñado
jamás con esta realidad homosexual, que, sin embargo, está presente en todas
partes y mucho menos oculta de lo que se podría pensar en un primer momento.
Mejor que una norma, que supondría una explicitación, la heterosexualidad
se convierte, para las personas a las que condiciona, en lo impecable de su
construcción psíquica particular y en el a priori de toda sexualidad humana en
general. En efecto, lejos de ser una evidencia palpable, esa transparencia en
sí misma, que de alguna forma es una exclusión del otro, constituye uno de los
fundamentos de los aprendizajes sociales, y termina, al hacerse rígida, en
convertirse, para los heterosexuales y no sólo para ellos, en un esquema de
percepción del mundo, de los seres y de los sexos.
En estas condiciones, se hace difícil pensar no sólo en la homosexualidad,
cuya simple existencia amenaza con sacudir todo un universo de creencias y de
valores, sino también en la heterosexualidad que, para ser el punto de vista
común sobre el mundo, representa el punto ciego de este punto de vista.
De hecho, no calibrar todo el horror que la homosexualidad representa para
algunas personas nos expone a no entender la homofobia, sólo lo más
intransigente de ella. El sentimiento general y convulsivo de odio que suscitó
Copérnico cuando osó hacer caer a la Tierra del pedestal epistemológico en el
que estaba hasta entonces podría darnos una idea aproximada, en la medida en
que, en materia de geocentrismo, el heterocentrismo podría ser descrito como
una visión del mundo alrededor de un centro de referencia autoproclamado; en
este sentido, en el caso de la heterosexualidad, las otras sexualidades no
pueden ser más que galaxias extrañas, oscuras nebulosas, formas de vida en el
límite, extraterrestres. Desde luego que, fuera o no la Tierra el centro del
universo, no cambiaba nada en la vida cotidiana, pero la necesidad objetiva de
repensar el orden de Dios, y lo que era de hecho el orden de los hombres,
suscitó subjetivamente un auténtico furor cuyas razones exceden a la estricta
creencia religiosa, que, por otra parte, nunca habría cuestionado, en sus
fundamentos reales, las tesis de Copérnico ni las de Galileo.
Asimismo, para las personas más condicionadas por el heterosexismo, la
simple existencia de homosexuales, que objetivamente no representan ninguna
amenaza para ellas, constituye subjetivamente una amenaza para el edificio
psíquico que, precisamente, habían construido con esfuerzo y durante mucho
tiempo sobre esta exclusión, lo que permite explicar que el miedo, y más aún el
odio que resulta de él, puede conducir a la violencia más brutal. Claro está
que este miedo no debería ser una circunstancia atenuante ni una justificación
para los homicidios homófobos. Frecuentemente se alega en los tribunales
norteamericanos, a veces con éxito, por parte de individuos que se acercan a
los lugares de ligues, armados con bates de béisbol para «cazar al marica»,
este concepto de sex panic, que es el colmo de la mala fe y de la
crueldad cínica. Sin embargo, tiene el mismo origen profundo que las reacciones
extremas que sostienen de hecho los condicionamientos heterosexistas que
propugnan que la identidad masculina se basa en el dominio más o menos «suave»
sobre la mujer, y en la represión más o menos dura sobre el homosexual.
Por lo demás, las teorías teológicas, morales, jurídicas, médicas,
biológicas, psicoanalíticas, antropológicas, etc., no son otra cosa que razones
inventadas para justificar a posteriori una íntima convicción, evidentemente
injustificable, de acuerdo con las creencias predominantes en el momento. Así,
durante la batalla del PACS, en la medida que la teología y la moral religiosa
eran discursos poco válidos, la Iglesia católica no dudó en recurrir al
psicoanálisis, a todas luces mucho más de moda, y cuyas tesis generales había
condenado no hace mucho por obscenas y permisivas. Por idénticas razones, en
general es inútil demostrar a los que ven en la homosexualidad una especie de
tara o de patología que su creencia obsoleta ha sido invalidada desde hace
tiempo por la propia medicina: lejos de ser la causa de su homofobia, este
discurso médico, históricamente datado, no es más que la forma ocasional y, a
lo sumo, la confirmación accesoria de ella. Por esto, en la medida en que los
precedía, la creencia sobrevivió obstinadamente a las teorías que parecían
fundarla y que, de hecho, sólo eran una formulación y una justificación
contextuales.
A decir verdad, las teorías en sí mismas importan poco: a menudo son
intercambiables. Así, el orden divino, el orden natural, moral, público,
simbólico o antropológico no son más que la declinación de un único y mismo
concepto según diversas construcciones, invocadas de acuerdo con las
necesidades de la época para legitimar una situación de hecho profundamente
desigual. Hay que hacer leña de todo el bosque: hoy, el orden moral es molesto,
el orden natural, un poco anticuado; sería mejor hablar de orden simbólico a
fin de eufemizar, endureciéndose de hecho, una posición homófoba que se arriesga
a ser entendida como tal.
Evidentemente, las teorías o argumentos avanzados no son más que medios
coyunturales puestos en práctica por la homofobia común cuyo origen más o menos
consciente se debe buscar en el fondo de este pensamiento, o más bien este impensable
heterosexista, que contiene el germen de la estigmatización de cualquier
persona homosexual. Pero este heterosexismo de buena ley no llega siempre,
felizmente, a violencias homicidas; nos queda, por tanto, saber por qué la
homofobia surge o resurge más violentamente en una época o en un lugar de esta
forma precisa.
Ahora bien, más allá de manifestaciones comunes, parece que las grandes
oleadas de homofobia obedecen en general a motivaciones oportunistas. La
historia es rica en enseñanzas en este sentido. En los primeros tiempos de la
revolución comunista, la homosexualidad fue relativamente «tolerada». En la
Unión Soviética, una vez abolido el Código de 1832, no se volvió a introducir
en los códigos de 1922 y 1926 el crimen de sodomía; y en la primera edición de
la Enciclopedia soviética se afirmaba claramente que la homosexualidad no era
ni un crimen ni una enfermedad. También en Cuba, al comienzo de la nueva
revolución, los homosexuales pudieron gozar de una corta pero real libertad,
según el testimonio de Reinaldo Arenas. Pero desde que aparecieron las primeras
dificultades políticas fueron sistemáticamente perseguidos y encerrados en
campos. Del mismo modo, en la Unión Soviética, los sinsabores del régimen y la
llegada de Stalin contribuyeron a endurecer las condiciones de vida. En 1933 se
penalizó de nuevo la homosexualidad y muy pronto se convirtió en un crimen
contra el Estado, un símbolo de decadencia burguesa, y más aún, una perversión
fascista, muy castigada. Pero, como dice Daniel Borrillo, «por una triste
ironía de la historia, la Alemania nazi en la misma época puso en práctica un
plan de persecución y exterminio de los homosexuales asimilándolos a los
comunistas».
Estos ejemplos muestran con claridad que la homofobia latente e inherente al
heterosexismo puede ser bruscamente reactivada por una crisis grave que
justifique la búsqueda de un chivo expiatorio. Cargada con todos los males, la
homosexualidad se convierte entonces en razón suficiente de purgas que se
consideran necesarias. Por ello, según el momento histórico del que se trate,
la homosexualidad será acoplada a la situación concreta y lanzada contra el
enemigo principal a estigmatizar o eliminar. Así, igual que la herejía búlgara
durante la Edad Media, de donde procede el término bougre (*), la
sodomía fue utilizada habitualmente como causa de inculpación en la lucha
contra las «desviaciones» religiosas, contra los templarios, por ejemplo.
De la misma manera, durante las guerras de religión, la homosexualidad se
convirtió en un vicio católico según los hugonotes, y en un vicio hugonote
según los católicos; en la misma época se asoció a las costumbres italianas, en
la medida en que la Corte de Francia estaba impregnada de la cultura italiana;
más adelante, a las costumbres inglesas, cuando el Imperio británico alcanzó su
máximo apogeo; a las costumbres alemanas, cuando la rivalidad franco-alemana
estaba en su punto álgido; al cosmopolitismo judío, cuyas supuestas intenciones
eran tan inquietantes para la nación; al comunitarismo norteamericano, hoy,
porque se dice que sus principios ponen en peligro a la República francesa.
Vicio burgués para los proletarios del siglo XIX, para la burguesía de aquella
época era obra de las clases trabajadoras, siempre inmorales, o de la
aristocracia, necesariamente decadente. Todavía hoy día en Oriente Próximo,
India, China o Japón se la considera una práctica occidental; en el África
negra se atribuye a los blancos.
En resumen, por encima de la eventual realidad de los hechos, la
homosexualidad es un componente simbólico proteiforme completamente
característico a priori del adversario o del enemigo del que se trate, sea la
nación rival, un grupo social determinado o una persona a la que se insulta en
la calle. Es el método de descalificación más simple y también el más seguro;
por eso encuentra un terreno tan favorable en los medios en los que el odio
social, religioso, racista, xenófobo o antisemita está muy arraigado. De cierta
forma, es el extraño denominador común de los diferentes rencores a los que agrupa
en torno a una misma causa. Es decir, en una cultura heterosexista, las crisis
y dificultades coyunturales favorecen la eclosión de sentimientos y prácticas
homófobas, que de forma oportunista puede poner a su servicio cualquier líder
«carismático» que trate de ganar más audiencia.
Por ello no es extraño que la homosexualidad sea tan a menudo el blanco
escogido por regímenes que son muy diferentes, a veces incluso opuestos, por lo
menos a simple vista: a poco que las nubes ensombrezcan el cielo, la movilización
de discursos homófobos puede ser un instrumento muy útil para desviar la
atención de muchos problemas, dando a las buenas costumbres la prenda que
reclaman. Y con mucha frecuencia lo que no debería ser más que un pretexto
oportuno se convierte en un fin en sí mismo, justificado por las teorías mejor
recibidas por el público: la necesaria virtud.
Nos queda todavía analizar los medios puestos en práctica por la homofobia.
No se trata tanto, seguramente, de hacer un catálogo razonado, tarea siniestra
y molesta, como de estudiar los complejos mecanismos. En este sentido, los
numerosos modos de actuar suelen ser ambiguos, y es difícil clasificar las
diferentes violencias, aunque sean formales, es decir, ejercidas bajo el
control del Estado (pena de muerte, trabajos forzados, latigazos, castración,
química o no, clitoridectomía, encarcelamiento, internamiento...), o, sobre
todo, informales (atentados terroristas, asesinatos, violaciones, palizas,
agresiones físicas o verbales, novatadas, hostigamiento...).
Además, hay que poner en tela de juicio esta distinción ya que, en algunos
países, la violencia informal se beneficia ampliamente de la aprobación, es
decir, complicidad, de las autoridades que se supone deberían castigarla.
Incluso cuando las prácticas homosexuales no están penalizadas se utilizan
recovecos jurídicos con objeto de incriminarlas bajo otras formas de
inculpación, por fantasiosas que sean: reunión ilícita, conspiración,
blasfemia, agresiones mutuas, alteración del orden público, aunque se realicen
en un domicilio privado... Es muy difícil de trazar, por su ambigüedad, la
línea divisoria entre lo formal y lo informal del papel de las autoridades.
Más allá de esta homofobia de Estado, más o menos afirmada, la homofobia
social, más difusa, se ejerce en todos los ámbitos: en la familia, en la
escuela, en el Ejército, en el trabajo, en el mundo político, en los medios de
comunicación, en el deporte, en las prisiones, etc. Estas violencias físicas y
morales, y a menudo las dos a la vez, son tanto menos conocidas en cuanto que
los y las que las sufren renuncian muchas veces a denunciarlas: el miedo a que
se conozca su homosexualidad, y también el miedo a las represalias, sobre todo
cuando son actos realizados en un grupo, en un equipo, fuerzan al silencio a
las víctimas más vulnerables.
En este orden simbólico es donde se practica la mejor homofobia. Por encima
incluso de actos, hay actitudes y comportamientos homófobos, los marcos
establecidos de la organización social constituyen una estructura cuya
violencia cotidiana es muy difícil de imaginar para aquéllos cuya experiencia
está organizada de acuerdo a estos marcos. En efecto, como señala Didier
Éribon, por racista que sea el medio donde uno nace, un niño negro tiene al
menos todas las oportunidades de crecer en una familia que le permita construir
su imagen con un sentimiento de relativa legitimidad. Ahora bien, en las
familias heterosexuales en las que crecen la mayoría de los chicos y chicas
homosexuales, la conciencia progresiva de este deseo es generalmente una
difícil prueba y debe mantenerse en secreto. La vergüenza, la soledad, la
desesperación de no ser nunca amado, el pánico a ser descubierto encierran el
espíritu en una prisión interior que lleva al individuo a sobrevalorar a veces
la actitud negativa que puede desarrollar su entorno. Podemos ver también a
padres desconsolados, incapaces de comprender el suicidio de su hijo
homosexual: claro está que ellos lo hubieran aceptado en su diferencia y nunca
habrían dicho nada en contra de la homosexualidad. No lo comprenden, pero el
silencio general sobre este tabú, la ausencia de imágenes y palabras, ha sido
lo peor para sus hijos e hijas.
Estos casos, mucho más numerosos de lo que se puede suponer, dan la medida
de la mayor violencia simbólica de la homofobia: no necesita expresarse para
ser ejercida. El silencio es su sitio. El anatema y las condenas suelen ser
inútiles. Los padres, los amigos, los vecinos y los otros, la televisión, el
cine, los libros de la infancia, las revistas de adultos, todo festeja e invita
a la pareja heterosexual. Sin que se diga nada, a medida que uno crece,
cualquier niño comprende muy bien, de forma más o menos consciente, que la
alternativa es imposible: la homosexualidad no está en el lenguaje, está fuera
de la ley. Sólo figura en los insultos más bajos, «marica», «culero» y otras
lindezas por el estilo, cuya carga homófoba ni siquiera es percibida por los
que los usan, relegando de hecho la homosexualidad masculina al reino de lo
innoble, y quedando la homosexualidad femenina casi como una desconocida.
Aunque partamos del silencio, esta violencia simbólica, aparentemente
eufemizada pero generalizada de hecho, se impone en el espíritu de aquéllos
contra los que se ejerce. Lejos de provocar su rebelión, consigue muchas veces
su colaboración a cambio de una eventual tolerancia concertada. Como explica
justamente Erving Goffman, «se les pide, pues, con educación, a los
estigmatizados que demuestren su saber vivir y que no se aprovechen de su
situación. No conviene que experimenten los límites de la aceptación acordada
no sea que vengan con nuevas exigencias. La tolerancia se utiliza casi siempre
como una mercancía».
De esta forma, cuantas más pruebas de buena conducta dé la persona
homosexual, más aceptación de los demás piensa que obtendrá. Esta homofobia de
aire liberal, tolerante y condescendiente, lleva, en consecuencia, a
multiplicar las falsas apariencias y las mentiras honorables, que, incluso
aunque no engañen a nadie, son los prerrequisitos para un reconocimiento
precario, cuyos límites, rápidamente sobrepasados, sorprenden siempre a los que
ingenuamente habían creído en una «integración» definitiva.
Esta lógica de aceptación social ha conducido a los que se someten a ella,
con un alto coste, a adoptar en su situación de dominados el punto de vista de
los dominantes, fuente de numerosos desgarros internos y de trastornos
psíquicos. Les provoca un sentimiento de homofobia interiorizado, auténtico
odio de sí mismo, que puede ser la causa de muchas violencias. La necesidad de
demostrar su perfecta «normalidad» lleva a algunas de estas personas a agredir
o perseguir a los que les consideran homosexuales.
La historia contemporánea nos proporciona un ejemplo muy claro de esto. Se
ignora con frecuencia que la «caza de brujas», además del comunismo, se dirigió
especialmente contra la homosexualidad. Pero se ignora también que uno de sus
principales responsables, John Hoover, director del FBI, era homo o bisexual;
su política norteamericana, homófoba, patriótica y musculosa estaba sin duda
dirigida a demostrar a los demás, y en primer lugar a él mismo, su infalible
virilidad. Esta disposición mental, profundamente enquistada entre el deseo del
otro y la negación de sí mismo, puede conducir también a la violación.
Con mucha frecuencia, en los lugares no mixtos, donde se exacerba la
masculinidad día a día, en las prisiones, en los cuarteles o en los internados,
por ejemplo, esta práctica ejemplar –en cuanto que se propone dar una lección a
una víctima considerada menos «viril»– ofrece la doble ventaja de satisfacer
una libido secretamente homosexual dando a los demás la prueba irrefutable de
un poder sexual manifiesto y, en consecuencia en esta lógica paradójica, de una
completa heterosexualidad.
Sea como fuere, esta homofobia interiorizada, cuya violencia se ejerce
contra otros homosexuales o contra uno mismo, es sin lugar a dudas uno de los
aspectos más odiosos de este orden simbólico, ya que actúa de hecho sin tener
que actuar. Los efectos de la vergüenza que el homosexual suscita y siente le
impiden toda acción visible, de tal forma que muchas personas, incluso de buena
fe, no creen que la homofobia esté tan extendida, al menos en Francia, y ni
siquiera llegan a sospechar una estructura paranoica en algunos que parecen
rechazar la homosexualidad.
Así, al no querer ver que lo propio de la violencia simbólica es
precisamente que se ejerce sin coacción aparente, se convierten en aliados
objetivos de un mecanismo que prefieren ignorar. De este modo, la homofobia del
orden simbólico, máquina implacable, anónima y colectiva, es particularmente
temible: los que se someten a ella interiorizando más o menos sus principios
contribuyen implícitamente a legitimarla; los que la denuncian acusando su
violencia se desacreditan tanto más cuanto que parecen batirse contra
invisibles quimeras, como Don Quijote.
Por ello, la lucha contra la homofobia,
cuyas causas son muy profundas y cuyos medios son muy eficaces, es una difícil
empresa. En la medida en que las leyes que condenan o discriminan la homosexualidad
son el efecto más que la causa de la homofobia ambiente, el simple hecho de
abolirlas parece una medida necesaria, pero seguramente no suficiente. Habría
que ir mucho más lejos para crear las condiciones que posibiliten de verdad una
revolución de los espíritus. Pero las mentalidades no se cambian tan
fácilmente. El trabajo necesario requiere tiempo, energía y lucidez.
Para contribuir a este trabajo de tan larga duración, parece útil realizar
una obra de síntesis con el fin de proponer un mosaico de las problemáticas
ligadas a este concepto. Y para hacerlo me ha parecido oportuno renovar la
tradición de los diccionarios críticos del Siglo de las Luces: en otro tiempo,
Bayle, Diderot, D'Alembert, Voltaire habrían recurrido a esta fórmula para combatir
otras formas de intolerancia. Así pudieron reseñar las ideas de su época y
combatir los prejuicios. El diccionario proporciona, y éste es su mérito,
artículos que aciertan en todos los aspectos de cada tema, que son elementos
autónomos, segregables, reutilizables y susceptibles de desarrollarse
nuevamente. Reafirmando con claridad su doble vocación científica y política,
este diccionario de la homofobia es, pues, al mismo tiempo una obra de
conocimiento y de combate.
Los artículos tratados, presentados en orden alfabético como se debe hacer
en cualquier diccionario, pueden ser, a pesar de todo, distribuidos en cinco
categorías cuyos títulos son también los principios generadores para la
definición de las distintas entradas. En primer lugar, se han tenido en cuenta
las teorías que han podido ser utilizadas para justificar los actos, actitudes
o discursos homófobos, desde la teología al psicoanálisis pasando por la
medicina, la biología y la antropología. También se han evocado algunas figuras
que han sido grandes agentes históricos de la homofobia, McCarthy y Christine
Boutin, por ejemplo, y otros que, por el contrario, han sido víctimas
históricas de la homofobia, como Radclyffe Hall u Oscar Wilde. Después se han
dedicado varios artículos a diversos países (Francia, Alemania, India, China,
etc.) o regiones (Magreb, Oriente Próximo, sureste asiático, América Latina...)
que conforman también un panorama que, sin pretender ser exhaustivo, permite
como mínimo realizar un recorrido geográfico e histórico por el mundo sobre la
homofobia. Además, una cuarta clase de artículos se refiere a medios e
instituciones como la familia, la escuela, el ejército, el mundo del trabajo,
donde la homofobia social genera prácticas y discursos completamente
específicos e interesantes de estudiar. Finalmente, los temas normales de la
retórica homófoba, desenfreno, esterilidad, proselitismo, sida, etc.,
justifican también un último grupo de artículos.
En total, más de 70 personas provenientes de una quincena de países
diferentes han trabajado en este volumen que se presenta de hecho como un texto
polifónico, no sólo por deseo de pluralidad, sino también, y sobre todo, porque
la homofobia es una violencia colectiva. Cuando apunta a un individuo, le
apunta siempre en tanto que elemento de un grupo al que trata de estigmatizar a
través suyo. En consecuencia, frente a esta violencia colectiva, hay que dar
una respuesta colectiva. Por otro lado, la reunión de estos artículos en un
solo volumen no significa un pensamiento unificado, que de alguna manera sería
la lección del conjunto. Si hay en este libro alguna lección, no puede ser otra
que la de combatir la homofobia. Esto es lo principal.
Por lo demás, la complejidad del tema y la diversidad de sus elementos no
permiten apenas sacar conclusiones generales. La homofobia, de la que
evidentemente se habla en todos los artículos, no tiene siempre el mismo
rostro. Es decir, es problemático utilizarla respecto a culturas donde la
homosexualidad no existe hablando con propiedad. Pero a decir verdad, no es
necesario plantear la existencia de un dispositivo social y sexual como el
nuestro para utilizar el concepto de homofobia. Exista o no como categoría en
las diversas sociedades que se han considerado, la homosexualidad puede ser
pensada como un instrumento de análisis, y definida a minima como el conjunto
de violencias físicas, morales o simbólicas contra las relaciones sexuales
entre personas del mismo sexo, cualquiera que sea, por otro lado, la
significación de estas relaciones. Se conforma cada vez según diversas
modalidades que los autores, muy conscientes de los límites de este término,
han intentado evidenciar, evitando en todo momento los peligros del anacronismo
y del etnocentrismo. También esta palabra se ha tratado con precaución a lo largo
de toda la obra.
Sin embargo, aunque los autores han trabajado de forma autónoma, es claro
que los diversos artículos se mezclan, se complementan y responden, invitando
también al lector a circular de acuerdo con su propia curiosidad. Con el fin de
facilitar el uso de la obra, al final de cada artículo figuran algunas palabras
clave a las que cada uno se puede remitir. Por otro lado, los asteriscos que
aparecen en una frase indican las palabras a las que se ha dedicado una entrada
específica. Estos signos son suficientes para una obra que no tiene más
vocación que la de aportar algunas aclaraciones generales a una problemática
reciente, pero cuya actualidad muestra por desgracia, cada día, una importancia
crucial. También se puede considerar este diccionario como una síntesis y no
como una suma. Necesariamente les parecerá incompleto a quienes deseen
profundizar en tal o cual aspecto de cada tema. Para ellos, las indicaciones
bibliográficas les señalan pistas suplementarias. Para todos los demás,
constituirá sin duda una auténtica base de reflexión, y, por qué no, de acción.
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(*): Para la Inquisición, los homosexuales eran iguales
que los herejes. El término bougre deriva de la herejía búlgara; es el
nombre antiguo de los búlgaros y de los que eran considerados sodomitas. Este
término se utilizó en Francia para designar a los homosexuales hasta el siglo
xviii. [N. de los T.]
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