Un grupo de subsaharianos malvive en el monte Gurugú, en territorio marroquí,
a la espera de una oportunidad para saltar la valla que les permitiría entrar
en España
Denuncian que la policía de Marruecos se ensaña con ellos: "Nos pegan,
nos levantan por las noches a golpes y nos queman los plásticos que tenemos
para protegernos de las lluvias"
Susana Hidalgo / Pedro Armestre -
Marruecos. eldiario.es
Oussman tiene 15 años, es de Costa de Marfil y hace cinco meses que no
habla con su familia. "Es el mismo tiempo que llevo atrapado aquí, en
Marruecos, sin poder entrar a España", cuenta desesperado este chico, uno
de los centenares de subsaharianos que malviven en el monte Gurugú, en
territorio marroquí, a la espera de una oportunidad para saltar la valla que
les haría poner pie en Melilla. Muchos de ellos son adolescentes asustados que
denuncian que los militares marroquíes se ensañan con ellos cada vez que hay
una redada o que les capturan camino del muro que separa África de Europa.
Las historias que cuentan son espeluznantes, y hay asociaciones como
Prodein y Médicos sin Fronteras que las corroboran. Bari, también un
adolescente de Costa de Marfil, está lloroso. Una cicatriz tapada por una venda
la cruza la mejilla. "Vale que nos repatrien, pero que no nos
peguen", se queja Oussman, muy enfadado por ver las lesiones de su amigo,
que apenas habla. "Nos pegan, nos levantan por las noches a golpes y nos
queman los plásticos que tenemos para protegernos de las lluvias",
prosigue este marfileño.
Los relatos de agresiones se repiten a lo largo del monte Gurugú, donde los
subsaharianos tienen organizado el campamento por países. Un hombre enseña una
cicatriz en la barriga y otro, con radiografía incluida, un pie roto.
"Tenemos constancia de que los golpes son frecuentes, están bloqueados en
el monte, sólo recibiendo maltrato", denuncia por su parte José Luis Palazón,
portavoz de Prodein.
Los subsaharianos celebraron este jueves la fiesta del cordero gracias a la
comida que les regalaron dos vecinos marroquíes que se acercaron a saludarles
con el coche. Pero el acercamiento a los grupos tiene que hacerse con mucho
cuidado y a escondidas de la policía y los militares marroquíes. El cordero
quedó repartido entre las distintas nacionalidades y a los de Mali y Costa de
Marfil les tocó la cabeza del animal, que uno de los hombres cocinó a fuego
lento con esmero. La repartieron entre más de 20. Eso, y unas patatas cocidas.
No hay nada más para comer.
"Esta es la única cosa buena de que estemos aquí, la amistad que hemos
hecho entre nosotros, somos como hermanos", cuentan. No hay peleas entre
ellos, solo un sueño común: cruzar la valla. Para eso se organizan, aunque por
culpa de los golpes cada vez están más mermados físicamente. "Yo salté
hace dos semanas y ahora estoy cojo, no podré intentarlo hasta dentro de un
tiempo", explica un hombre. Otros los han intentado cuatro, cinco veces.
"Los que lo intentaron conmigo lo consiguieron, seguro que ya están en
Barcelona", se lamenta otro, nombrando una de las ciudades más deseadas
por el grupo.
Después de comer, la tarde discurre de manera plácida. Algunos rezan en un
rincón del bosque al que llaman "la mezquita", otros juegan a las
cartas, otros hablan de fútbol y se meten con un maliense que lleva una
camiseta del Real Madrid con el nombre de "Raúl" a la espalda. Pero
también hay mucho hastío y desesperación.
Ahmed Traobulé, de República Centroafricana, lleva tres años
atrapado en el monte Gurugú. En su país trabajaba arreglando aires
acondicionados, pero un día decidió poner camino a Europa. "Ya no puedo más,
esto es insoportable", exclama y gesticula. Su dedo señala a Melilla:
"Nuestra esperanza está allí, aquí no tenemos nada". Todos están bien
informados de la crisis económica en Europa, pero vienen de países donde una
crisis significa no comer. "Me da igual que no haya trabajo, los europeos
se podrán quejar, pero no es comparable con lo mal que está África",
apunta Soumodo. La noche empieza a cerrarse y los chicos se acomodan en el
campamento para, si pueden, intentar dormir.
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