El Vaticano II puso en evidencia la estrecha relación de
los prelados españoles con la dictadura, con gran desprestigió para los
protagonistas
“Cuando los obispos españoles
intervenían en el aula conciliar, los padres conciliares aprovechaban para
salir al baño”, escribió el dominico francés Yves Congar, uno de los grandes
artífices intelectuales del Vaticano II por encargo del papa Juan XXIII. Creado
cardenal a los 91 años (en 1994) por Juan Pablo II, podría pensarse que
apreciación tan dura de Congar estuvo guiada por su proverbial dureza de trato,
cargada de razones contra todo totalitarismo fascista por los cinco años que
estuvo prisionero en un campo de concentración nazi. Que gran parte de los
prelados españoles “vendiesen la figura de un dictador como el gran salvador
del Cristianismo” (así escribió), le parecía execrable. Europa, librada
sangrientamente de la infamia nazi-fascista y en plena guerra fría contra el totalitarismo
comunista soviético, llevaba dos décadas en la dirección opuesta.
Los obispos españoles vivieron el Concilio Vaticano II ( 1962 a 1965)
perplejos o avergonzados. Sin comprender gran parte de los documentos del
concilio. Resistentes, la inmensa mayoría, a los cambios ordenados por el
Vaticano. Preocupados por la reacción del jefe del Estado, el dictador
Francisco Franco, al que debían, muchos de ellos, el rango episcopal.
Comprometidos a cumplir lo mandado por el Papa, pero sin idea de cómo compaginarlo
con el patriotismo católico (nacionalcatólico) surgido de un golpe de Estado
criminal que seguían bendiciendo como una gloriosa cruzada cristiana.
Si la convocatoria del Vaticano II supuso una sorpresa para la mayoría de
los 2.540 obispos de todo el mundo con derecho a ser padres conciliares (hoy
son casi el doble), fue, en cambio, un mazazo para los jerarcas del catolicismo
español. Su papel en Roma, entre 1962 y 1965, no iba ser muy brillante,
sentados con mucha improvisación y mucha ignorancia teológica en los escaños
del graderío central de la basílica de San Pedro. Ante los ojos del mundo, por
primera vez mediante la televisión, allí oyeron hablar en positivo de libertad
religiosa como uno de los derechos humanos, de tolerancia, de misericordia ante
el error y de la iglesia del pueblo. Era justo lo contrario de lo que
predicaban en sus diócesis, bien por convicción personal, bien forzados por el
régimen militar que les había aupado y los trataba como a príncipes,
colmándoles de privilegios a cambio de fidelidad. Salvo muy contadas
excepciones, su papel en el Vaticano fue irrelevante, a veces incluso
extravagante. Eran seis cardenales, un patriarca, 10 arzobispos y 69 obispos,
muchos por encima de los 80 años de edad y con un gran complejo de inferioridad
pese a llegar cargados de un mesianismo nacionalcatólico. Muchos creían tener
una misión nacional, como sus antecesores en Trento, y estaban dispuestos a
cumplirla sin contemplaciones. Pronto bebieron del cáliz de la amargura, cuando
toparon con el desprecio de muchos de sus colegas o, como mucho, con la
curiosidad infantil del resto, que creía que la España de Franco era como “la
Rusia de Stalin pero con muchos curas”.
El famoso obispo de Chiapas, Samuel Ruiz, que llegó al concilio con
apenas 35 años, contó cómo impresionó en el aula conciliar un documento sin
firma en el que se denunciaba que en España había curas en las cárceles por
hablar vasco y catalán, y torturas terribles, y persecuciones y fusilamientos
por razones puramente políticas. “Pensamos que era una calumnia. Franco se nos
presentaba como una especie de libertador ante el comunismo. Pero supimos que
algunos obispos habían suspendido su estancia en Roma para volver a España, se
dijo que para ver a Franco antes de actuar”.
Muchos vinieron a ver a Franco, efectivamente: los arzobispos
Casimiro Morcillo (Madrid) o Pedro Cantero Cuadrado (Zaragoza), ex capellán de
Caballería y procurador en Cortes por designación de Franco en el momento del
concilio, entre los principales. El dictador les advirtió sobre las
“calamidades” que ocasionaría a España la inminente proclamación conciliar de
la dignidad humana y la libertad religiosa como derechos humanos irrenunciable.
En la España nacionalcatólica se había fusilado a protestantes, judíos y
masones, y muchas personas seguían encarceladas por sus creencias religiosas.
Franco también les dijo que era inasumible la anunciada separación
Estado-Iglesia.
Cuenta en sus memorias el fallecido arzobispo de Pamplona, José María
Cirarda, que cuando los padres conciliares entraban en la basílica de San Pedro
para votar la declaración Dignitatis Humanae se encontró al obispo de Canarias,
Antonio Pildain y Zapiain. Estaba pálido. Rezaba "para que Dios intervenga
para impedir la aprobación de dicha declaración". ¿Cómo podrá hacer Dios
tal cosa? Pildain contestó a Cirarda: "Utinam ruat cuppula Santi Petri
super nos", haciendo caer sobre los presentes la cúpula de San Pedro.
Eran tiempos en los que los obispos sabían latín. Cirarda había sido antes
obispo de Bilbao y Santander, y fue objeto del insólito y brutal
anticlericalismo de derechas de la época. Fue también el prelado encargado por
la Curia vaticana de comparecer ante la prensa en español para contar cómo iba
el concilio.
Desprestigios o irrelevancias aparte, es un lugar común que el
Vaticano II fue un amargo trago para buena parte del episcopado español. Esto
escribió otro gran teólogo en aquel concilio, el jesuita alemán Karl Ranher:
“La mayoría de los obispos españoles piensan que solo venimos a abolir el
Vaticano I. Son una suerte de monofisitas papales que nos consideran a nosotros
(los partidarios de una reforma) como nestorianos episcopalistas”.
También son críticos algunos protagonistas españoles. Esto dijo el cardenal
Vicente Enrique y Tarancón, que tenía entonces 55 años y reconoció más tarde
que en las dos primeras sesiones conciliares estuvo “un poco desconcertado”.
“En el episcopado había un grupo que era claramente carca. Estaban en contra de
todo lo que oliese a novedad. Creían que todo aquello desautorizaba al Estado
español. Cuando en la primera sesión del concilio (1962), alguien, no se supo
quién, distribuyó en el aula una especie de panfleto antifranquista, se
molestaron mucho e incluso llegaron a preparar un documento de réplica en el
que se defendía a Franco. No llegó a prosperar. Entonces era Fraga ministro de
Información y esperaba aquel documento para difundirlo a todo tambor. Hubiera
sido tremendo que la impresión de nuestro pueblo fuera la de que los obispos
habíamos ido al concilio para defender a Franco”.
Tarancón remacha la idea incluyéndose a sí mismo. “La unidad católica
era para nosotros como la base de la realidad de España. Era casi un dogma
católico-patriótico. Confundíamos el régimen con España. Criticar a Franco era
criticar a España”. Habían aprendido la consigna por boca del responsable de
propaganda del régimen en aquel momento, Manuel Fraga Iribarne, que, para que
lucieran como se merecía España en la Roma del concilio, les abrió a los
obispos una lujosa oficina de dos pisos en la avenida Gregorio VII, a tiro
piedra del Vaticano. Incluso les recomendó un director de oficina, el sacerdote
Jesús Iribarren. Duró poco en el cardo.
Cuenta en sus memorias el arzobispo Cirarda: “Todo marchó bien el año
62, pero en la primavera del 63, don Jesús publicó en Ecclesia (la
revista de los obispos) un artículo que molestó al ministro. Informaba sobre un
congreso de periodistas católicos en Paría, en el que se denunció abiertamente
la falta de libertad de la prensa en España”. Fraga se juró entonces que el tal
Iribarren nunca llegaría a obispos. En realidad, el temperamental ministro de
Información y Turismo de Franco se jactaba con frecuencia de dar o quitar él
mismo tan preciado rango eclesiástico. Iribarren, por tanto, nunca fue obispo.
Pero Fraga no pudo cortarle las alas. Al contrario, en 1968 fue elegido
secretario general de la Unión Católica Internacional de la Prensa y vivió en
París, sede del organismo, hasta que en 1972 los obispos lo eligieron
secretario general de la Conferencia Episcopal Española, a instancias del
cardenal Tarancón, su presidente. Ocupó ese cargo hasta 1982.
Quien peor lo pasó en Roma los tres años del Vaticano II fue el
cardenal primado de Toledo, Enrique Pla i Deniel (Barcelona, 1876 - Toledo,
1968). Franquista empedernido, inmisericorde con los vencidos, fue el primero
que bendijo el criminal golpe militar de 1936 como una cruzada de “los hijos de
Dios contra la España de los sin Dios, de los hijos de Caín, contra la no España”.
Lo hizo bien temprano, el 30 de septiembre de 1936, en Salamanca, de donde era
obispo diocesano, con una pastoral de título agustiniano: ‘Las dos
ciudades’. Fue en su palacio episcopal donde el golpista general Franco
instaló el cuartel general en los primeros meses de la guerra, hasta su
traslado a Burgos.
Pla i Deniel volvió a la carga con una interpretación teológica y
moral del resultado de una guerra ganada por los suyos con la inestimable ayuda
de la Alemania de Hitler (nazismo), la Italia de Mussolini (fascismo) y miles
de soldados moro-musulmanes. ‘El triunfo de la ciudad de Dios y la
resurrección de España”, tituló en 1939 la nueva pastoral. Aprovechaba sin
pudor para pasar la cuenta al nuevo régimen, con exigencias nada baratas:
sostenimiento del culto y el clero mediante el Presupuesto del Estado, la
pronta recristianización de España y la inmediata restauración del fuero
eclesiástico. No hizo un gesto de disgusto cuando Franco prohibió publicar en
España la encíclica ‘Mit brennender Sorge’ (en alemán ‘Con ardiente
inquietud’), de Pío XI contra el nazismo.
Solo incumplió la orden el obispo de Calahorra-Logroño, Fidel García,
y lo pagaría bien caro. Fue uno de los pocos prelados españoles que lucieron en
el concilio, al que llegó desde su retiro con los jesuitas en la Universidad de
Deusto (Bilbao). Por enfrentarse a Franco, la policía secreta le montó un
simulacro de pendencia, con un doble del prelado que, con sotana episcopal,
recorría los prostíbulo de Barcelona e, incluso, los de París. Asqueado por la
falta de apoyo de sus colegas (el arzobispo Modrego, de Barcelona, llegó a
creer la patraña policial), abandonó su cargo y se recluyó en Deusto. La revancha
la tomó en el concilio, donde brilló muy por encima de sus hermanos antiguos
colegas, sobre todo en defensa de la libertad de conciencia y contra la
persecución de las otras religiones.
Sobre los calvarios del obispo Fidel García con el régimen franquista
hay ya varios libros, entre otros el escrito por un magistrado del Tribunal
Superior de Madrid, Antonio Arizmendi, junto al historiador Patricio de Blas.
Se titula Conspiración contra el obispo de Calahorra. Denuncia y crónica de
una canallada (Editorial Edaf). Arizmendi es hijo del abogado de la
diócesis de Calahorra cuando Fidel García decidió dimitir. Su queja principal
es que los obispos actuales tampoco están interesados en la verdad ni en
rehabilitar el buen nombre de su ilustre predecesor. Franco, remordido años
después, ordenó a su ministro de Justicia que ofreciese una reparación moral al
prelado. Pero las disculpas tenían que quedarse en privado. El obispo rechazó
el insólito ofrecimiento, de nuevo asqueado. Quien peor se portó fue el
cardenal Tarancón, “un amigo fiel de Franco”, según Arizmendi. En carta de 14
de febrero de 1982, el cardenal le dice a éste: “Monseñor Fidel García fue un
gran obispo, pero la verdad es que no sé cómo se pueden encauzar las cosas para
reivindicar su memoria”.
Tampoco se solidarizó Pla con el cardenal Isidro Gomá, primado de
Toledo, censurado también por el dictador cuando, en un gesto de
arrepentimiento, quiso publicar en enero de 1940 la pastoral ‘Lecciones de
la guerra y deberes de la paz’. “La guerra civil ha sido un castigo; ahora
es indispensable llegar a una reconciliación si queremos evitar los daños que
el odio ha producido”, escribía Gomá. Murió meses después, completamente
abatido, y Franco firmó su esquela a media página en el Boletín Oficial del
Estado del 24 de agosto ordenando que se le tributasen “los honores fúnebres
que las ordenanzas señalan para el Capital General que muere en plaza donde
tiene mando en jefe”. Su sustituto en la primatura episcopal fue Pla i Deniel.
Se supone la cara de pasmo que debió poner Pla cuando en visita al
Vaticano, siendo ya primado de Toledo y cardenal, el arzobispo Giovanni
Battista Montini, la mano derecha de Pío XII en política exterior y futuro papa
Pablo VI, le dijo que su petición de acabar en España “con los hijos de Caín”
(según Pla, la otra España que partía en mitades), era “poco cristiana” y debía
ser “rectificada de inmediato”. Pla se defendió. Según él, Franco salvó a la
Iglesia; Franco paga la reconstrucción de templos y nos construye seminarios
(5.106 millones en ese apartado, ofrece el dato); Franco paga salarios, Franco
ha entregado a los obispos la enseñanza primaria y secundaria...
El futuro Papa corta: “Bien, entiendo. Pero la cizaña no puede extirparse.
La cizaña ha de convivir con el trigo para que la bondad de este sobresalga”.
El Vaticano aspiraba a la reconciliación de los españoles y está
suficientemente demostrado que el objetivo del franquismo y de la jerarquía de
la Iglesia católica del momento fue impedir esa reconciliación. Es a partir de
esa visita de Pla al Vaticano, cree Tarancón, cuando Juan XXIII y su cardenal
preferido, Montini, al que ya ve como su sucesor en la silla de Pedro, deciden
que hay que preparar un golpe de mano en el episcopado español, poniendo al
frente a personas que, poco a poco, vayan separando a la Iglesia católica de
dictadura tan poco cristiana. El liderazgo lo asumirá Tarancón, que cumplirá en
encargo con habilidad vaticana. “Franco no tiene futuro. La Iglesia española,
si quiere sobrevivir a su régimen y a su muerte, deberá irse separando poco a
poco, pero completamente”, le dice Montini, textualmente. Cuando el régimen franquista
percibe la operación, hay un debate en presencia de Franco sobre cómo
reaccionar. Franco se desespera por lo que escucha. Le dice más tarde a su
ministro de información y propaganda, Manuel Fraga: “¿Cree que no me doy cuenta
de lo que pasa? ¿Acaso cree que soy un payaso de circo?” Pronto el régimen
abrirá una cárcel en Zamora solo para curas, condenados por predicar en
euskera, catalán o gallego, por homilías contra la tortura, o por que exigir
libertades para sus fieles.
Había otro factor que explica la proverbial incompetencia intelectual de
buena parte del episcopado español. Es que no formaron equipo ni se prepararon
para tan especial acontecimiento eclesial. Lo subraya Martín Descalzo. “Cada
cual presenta el voto que Dios le inspira, sin tratarlo con nadie, mirando no
sólo al bien de la Iglesia, sino también al efecto psicológico en la propia
Diócesis. No tienen contacto. No planifican las tareas, ni hacen la
distribución de temas”.
Era un episcopado sin cabeza. Escribe en sus Memorias uno de los
obispos asistentes, Jacinto Argaya, prelado de Mondoñedo-Ferrol. “Hemos venido
sin dirección, especialmente porque, siguiendo una costumbre jerárquica
inveterada se suponía que el líder tenía que ser el obispo más anciano y, en
este caso, su situación era casi senil”. Se refiere al cardenal Pla y Deniel,
de 88 años.
Añade el obispo Argaya: “El Episcopado español, colectivamente, no se
mueve ni se prepara. Falta dirección, está prácticamente acéfalo por la extrema
ancianidad del Primado. Habremos de actuar en francotiradores. Pla está
decrépito. Me ha dado pena ver que cargo de tanta responsabilidad esté en manos
tan débiles y en tan envejecida cabeza. Realmente, entre cardenales de curia, arzobispos
y obispos, con cargos de altísima responsabilidad, hay algunos decrépitos y
casi acabados por los años -dignos por otra parte, de toda veneración- a
quienes en el mundo civil, político o económico, no se les confiarían,
ciertamente, cargos de dirección o de mando. Es evidente que hay que
rejuvenecer y hacer más vigorosa la dirección de grandes diócesis y
congregaciones romanas. No debe estar la Iglesia posconciliar regida por una
gerontocracia”.
Antes de abrirse el concilio, el episcopado español ya había
presentado sus credenciales de recelo al proyecto de aggiornamento’de
Juan XXIII. El Vaticano, por orden del Papa, les había consultado (como a todos
los obispos del mundo) sobre qué temas debería tratar el Concilio. Casi todos
se limitaron a pedir la condena solemne del comunismo y la intensificación de
la devoción a la Virgen.
Los obispos españoles llegaron también a Roma muy huérfanos de
asesores y peritos en teología. Escribe Argaya: “Regreso del Vaticano con el
eclesíologo padre Salaverri, S.J. Reunión vespertina de los obispos españoles,
bajo la presidencia de los cardenales. No he observado en la deliberación ni
criterio único ni peso en la dirección. Los consultores Jiménez Urresti y
Peinador han leído dos estudios, contradictorios entre si. En general, hemos
vivido físicamente aislados del Episcopado mundial. Este alejamiento ha sido
debido a que, ordinariamente, no poseemos más idiomas fuera del patrio y del
latín… Hay que atribuir este relativo aislamiento al complejo de inferioridad
que los españoles, incluidos los obispos, llevamos en la masa de la sangre”.
Enfrente, se alzaban los episcopados de la Europa
católica de los años 60, rodeados de teólogos de alto renombre: Rahner,
Schilleebec, Von Baltasar, Yves Congar, De Lubac, Chenou, incluso los más
jóvenes Hans Küng y Joseph Ratzinger, que llegaban juntos (jerarquía y
pensadores) curtidos ya en palabras como renovación y aggiornamento,
decididos a hacer la Reforma de la Contrarreforma.
Ningún comentario:
Publicar un comentario