La capital de Corea del Norte ha sido levantada con el
'trabajo voluntario' de los ciudadanos
Pyongyang se alza como la gloria de la única dinastía
comunista del mundo
Hotel Ryugyong |
Corea del Norte es el país más impenetrable del planeta. Su capital,
Pyongyang, es casi
imposible de visitar, pero tiene el mayor arco de triunfo del mundo
y un hotel que iba a ser el más alto del planeta cuando se empezó a construir
hace más de dos décadas. Aunque solo por fuera, se ha terminado para celebrar
el centenario del nacimiento del Querido Líder Kim Jong-il. Su vacío interior
es un símbolo en una de las ciudades del globo con menor afluencia de turistas.
Con todo, los 24 millones de norcoreanos conocen bien las construcciones de su
país. Ellos mismos han levantado con su trabajo voluntario muchos de los
bloques de viviendas con los que se reconstruyó una nación arrasada por una
guerra fratricida y aislada luego por una dictadura hereditaria.
Durante medio siglo, Kim Il-sung y su hijo Kim Jong-il supervisaron el
urbanismo de su nación. Nunca en la historia se había producido una tutela tan
estricta de un mandatario sobre la construcción de un país entero. Así, en las
cinco últimas décadas, los norcoreanos han asumido las ideas de su líder a
favor del “bien común” y reacias a la gloria individual. Se han casado frente a
la colosal estatua del líder y le han quitado diariamente el polvo a su retrato
(el único ornamento permitido en las paredes de las casas). En la única
dinastía comunista del planeta nada quedó al azar. Pero la caída de los países
del bloque socialista, a finales del siglo pasado, cerró la puerta de las
ayudas y abrió la de una
hambruna que diezmó dramáticamente la población e incrementó las
huidas. Así, la muerte el pasado diciembre de Kim Jong-il ha despertado de
nuevo las apuestas. ¿Cuánto puede durar el aislamiento de 24 millones de
personas uniformadas y desnutridas que se vigilan unas a otras? ¿Cómo ha podido
construirse el monumental escenario que es la capital de este “paraíso
socialista” en un país pobre?
La arquitecta serbia Jelena Prokopljevic se hizo esa pregunta. Ella nació
en la Yugoslavia de Tito, un régimen comunista más blando que el norcoreano, y
quiso conocer el “viejo” sistema en funcionamiento. Por eso viajó a Pyongyang
con el periodista catalán Roger Mateos. Ambos han explicado la construcción de
esa ciudad-escenario en el libro Corea del Norte,
utopía de hormigón. La vida en ese país la contó otra
periodista, Barbara Demik, en el volumen Querido Líder.
Vivir en Corea del Norte. La conclusión de ambos coincide. Y es
difícil que no se convierta en una bomba de relojería: la población, que parece
más dispuesta a aguantar que a protestar, ha tenido que ver morir de hambre a
sus familias para cuestionar, temerosa y clandestinamente, al Querido Líder.
La historia se remonta a finales de los años cuarenta, cuando el
guerrillero Kim Il-sung se enfrentó a la dominación japonesa y se convirtió en
el nuevo mandatario de Corea del Norte. Durante años consolidó su poder
manejando toneladas de hormigón y librándose del mínimo atisbo de oposición.
Fue un líder que empezó de cero y eso lo hizo creíble ante quienes vieron la
reconstrucción de un país arrasado y ante los que no habían aprendido otra cosa
en la escuela.
El Gran Líder comenzó redistribuyendo tierras y nacionalizando la
industria. Stalin era su modelo, y el arroz de los campesinos agradecidos pagó
los primeros edificios monumentales, por eso en la fachada de la universidad se
cincelaron espigas de arroz. La idea era consolidar Pyongyang como la nueva
capital para arrastrar la revolución hacia el sur, por todo el país. Así, el 25
de junio de 1950, 90.000 soldados norcoreanos lo hicieron. En tres años de
guerra murieron 1,5 millones. También 415.000 surcoreanos y 33.000
norteamericanos. Cuando se firmó el armisticio se estableció una frontera de
cuatro kilómetros de ancho, una zona de seguridad desmilitarizada que, en
realidad, esconde uno de los mayores arsenales del planeta.
La obsesión por los
misiles está en la mente de la familia Kim desde que, durante su
guerra civil, Corea del Norte recibiera 428.400 bombas de aviones
norteamericanos, casi una por habitante. Cuando cesaron los bombardeos, en el
verano de 1953, no quedó rastro de la universidad levantada con el dinero de
los campesinos arroceros, y los pocos supervivientes (un cuarto de la
población) se habían habituado a vivir en túneles bajo tierra. Bajo las
explosiones, en una casa blindada, el propio Kim Il-sung diseñaba la ciudad que
surgiría de las ruinas. “Quería que la capital de la revolución renaciese en un
tiempo récord”, explican Roger Mateos y Jelena Prokopljevic. Hoy, la capital de
Corea del Norte es un escenario monumental. El hormigón ha sustituido al polvo,
pero el Gobierno norcoreano mantiene un ejército de un millón de personas (el
cuarto mayor del mundo). En 2006, el fallecido Kim Jong-il hizo detonar su
primera bomba atómica. Quiso disuadir al Pentágono de intentar derrocar su
régimen por la fuerza. Ingenuos, o iluminados, para abandonar su armamento
nuclear ponen la condición de que Estados Unidos abandone también el suyo.
Así lo declaró Kim Jong-un el pasado 15 de abril durante su
primer discurso televisado. El nieto del antiguo líder guerrillero
Kim Il-sung subió al trono cuando falleció inesperadamente su padre, Kim
Jong-il, el pasado diciembre. Al contrario que el primer dictador, que
adoctrinó y acostumbró a trabajar a su hijo, Kim Jong-il no tuvo tiempo de
formar a su vástago. Se sabe poco de Kim Jong-un, ni siquiera si tiene 28 o 29
años. Pero aun educado en Suiza y trilingüe, mantiene inalterada la voluntad de
no ceder un palmo del terreno conquistado por su abuelo y su padre. La
sensación es que el abuelo construyó y el hijo resistió. Por eso las miradas
están puestas en el nieto.
Desmesura y pulcritud conviven entre los monumentos de hormigón y las
amplias avenidas vacías que forman Pyongyang, una capital “como de futuro
atrapado en el pasado”, explica Roger Mateos. ¿Cómo puede atesorar semejante
fortuna arquitectónica uno de los países que más ayuda humanitaria recibió
durante los noventa cuando millones de personas murieron de desnutrición? Esa
pregunta les llevó a él y a Prokopljevic a escribir. Mateos ya había publicado
El país del presidente eterno y, obsesionado con la idea de la dinastía Kim de
“construir el escenario perfecto para la sociedad perfecta”, decidió analizar
la arquitectura del país más enigmático del planeta.
Si entrar en Pyongyang es complicado, moverse sin un “ayudante norcoreano”
es imposible. Barbara Demick, durante años corresponsal de Los Angeles Times
en Seúl, describe su última visita con chicas fingiendo leer libros por la
calle y un grupo de soldados pulcramente uniformados que llevan flores a la
estatua de Kim Il-sung. “Uno tarda un rato en percibir lo anómalo. Cuando los
soldados se inclinaron con reverencia, vimos que no llevaban calcetines”,
detalla. “Para quedarte boquiabierto en Corea del Norte basta con que te
muestren aquello que quieren enseñar: la absoluta idolatría hacia los líderes,
el adoctrinamiento permanente de las masas, la omnipresente propaganda política
y la magnitud de las construcciones en Pyongyang”, sostiene Mateos, que viajó
acompañado del tarraconense Alejandro Cao de Benós, único delegado especial del
Gobierno norcoreano que no ha nacido allí.
Para convertir Pyongyang en una ciudad majestuosa, brigadas infantiles
recogieron ladrillos entre las ruinas. Los métodos de prefabricación soviéticos
ayudaron a construir con rapidez. También la amistad con China facilitó
transferencias tecnológicas, envío de alimentos, subvenciones, créditos y hasta
la cancelación de deudas. Mateos y Prokopljevic cuentan que la República
Democrática Alemana aportó el 1% de su PIB durante una década y envió al hijo
del primer ministro Otto Grotewohl a formar a los constructores. Todos los
hermanos de la familia comunista mundial colaboraron hasta que algunos
comenzaron a mostrar signos de apertura.
Kim II-sung hizo demoler bloques de viviendas levantados con el trabajo
voluntario (un mínimo de tres horas al día) de los ciudadanos para criticar el
aperturismo de Jruschov cuando este puso en duda el costoso monumentalismo
estalinista. Lo hizo personalmente. Se presentó en un edificio y denunció el
frío que pasaban los inquilinos. “No se pueden aplicar mecánicamente métodos de
otros países”, denunció. Y buscó un estilo Ju-che, genuinamente coreano,
inequívocamente socialista e inexportable. Lo Ju-che –que defiende que el
hombre debe confiar en sí mismo– se convirtió en una formidable máquina
propagandística para un país que obligó a su población a levantarse inventando
una capital.
“A Choe Jae Ha, un obrero de la construcción, ascendido a primer ministro,
se le atribuye el milagro de haber completado 20.839 pisos con los materiales
para 7.000 viviendas en el año 1958”, explican Mateos y Prokopljevic. Kim
Jong-il, el hijo del dictador, describió en el manual El arte arquitectónico la
función agitadora de la arquitectura: cómo aplicar la escenográfica para
estimular la furia revolucionaria en la gente. El objetivo era “dar a conocer
la superioridad y el poderío invencible del régimen socialista, infundir
orgullo y dignidad nacional y ayudar en la educación en la infinita fidelidad
al partido, al líder y a la patria socialista”. El exhibicionismo constructivo
ciertamente movilizó a las masas, convirtiéndolas en obreros, pero dedicó sus
principales obras a la glorificación de su líder.
Algunos recuerdan a Kim Jong-il recogiendo ladrillos. Tal vez por eso
obligaba a los intelectuales a oxigenarse con pico y pala. El trabajo forzado
era la manera de reeducar a los díscolos. El arquitecto modélico debía tener
desinterés por la fama: su nombre jamás aparecería como autor. “Se busca el
bien común, no la fama individual”, explica Prokopljevic. Por eso, las
actitudes vanidosas se denuncian. Al igual que sucede en las comunidades de vecinos,
en Corea del Norte también los arquitectos se vigilan, y acusan, unos a otros.
En 1972, Pyongyang inauguró su primera línea de metro decorada con frescos
sobre las hazañas de Kim Il-sung. Y hasta 1990 se levantaron las mayores obras.
Una pista de patinaje cubierta plagia la catedral que Oscar Niemeyer levantó en
Brasilia, y el restaurante Los Manantiales, que Félix Candela firmó en
Xochimilco (México), renació en el estadio Primero de Mayo de Pyongyang. Las
grandes obras tejieron una ciudad monumental en la que los ciudadanos se morían
de hambre. “El problema alimentario está llevando a la anarquía”, declaró el
propio Kim Jong-il en la universidad que lleva el nombre de su padre en
diciembre de 1996. Y la periodista Barbara Demick lo corrobora: en el mercado
de Chongjin, las mujeres jóvenes organizaron manifestaciones cuando les
prohibieron vender: “Dadnos comida o dejadnos comerciar”. La anarquía que temía
Kim Jong-il tiene que ver con la información, con el creciente número de
norcoreanos que logran atravesar el río Tumen –que separa el país de China– y
con la multiplicación del número de personas que logran la ciudadanía
surcoreana (de 71, en 1998, a 3.000 anuales, hoy). Pero, como constató el
líder, la fuerza para desobedecer aumenta con el hambre.
Los informadores infiltrados en los bloques de viviendas y los vigilantes
que pueden entrar en los pisos por la noche –para comprobar que nadie duerme
fuera de su casa– siguen trabajando. Pero el hambre ha hecho que algunos
vigilantes hagan la vista gorda y compren en el mercado negro el arroz que la ayuda
internacional envía a Corea del Norte y monopolizan unos pocos. Ver
morir a la mitad de los niños de desnutrición ha dado rabia y energía a muchos
ciudadanos.
En 1989, mientras caía el muro de Berlín continuaban las obras en
Pyongyang. Kim Jong-il hizo embalsamar el cuerpo de su padre cuando este murió
en 1994, y sustituyó el calendario gregoriano por el nuevo Juche, que empieza a
contar en 1912, año del nacimiento del Gran Líder, convertido en presidente
eterno. Tras tres años de luto oficial, fue designado secretario del partido en
1997. Del Gran Líder al Querido Dirigente, y de este al Brillante Camarada, en
la tercera generación de la dinastía Kim, el país que arrasó la guerra es hoy
un escenario de aparente ciencia ficción. Con grandes avenidas desiertas,
monumentales construcciones de hormigón y hoteles de lujo que nadie ocupa tiene
el mayor número de monumentos por habitante que cualquier ciudad del globo. En
las agencias de viajes de Corea del Sur anuncian el destino con una frase
reveladora “Pyongyang, visítelo mientras dura”. Si va a ser el turismo la
fuente de ingresos, la bomba de relojería está en marcha.
La separación entre
Norte y Sur sigue siendo un drama en Corea. Miles de familias
quedaron incomunicadas en 1953. Algunos norcoreanos refugiados en el Sur
atestiguan que Kim Il-sung gozó de mucha popularidad. El efecto del
adoctrinamiento desde la cuna ayudó a forjar una sociedad fiel, pero la
tremenda hambruna de los noventa minó la legitimidad de sus sucesores. Con
todo, Roger Mateos y Jelena Prokopljevic creen que la construcción continúa
porque “el régimen la considera fundamental para legitimarse ante sus
ciudadanos y proyectarse al exterior como gran potencia”. Es evidente que deja
de invertirse en otras áreas para destinar recursos a la arquitectura, pero las
inversiones no son inocentes. Fue la compañía egipcia Orascom la que puso el
dinero para terminar la fachada del abandonado rascacielos del hotel Ryugyong.
Hoy es la adjudicataria de la primera red de telefonía móvil en Corea del
Norte.
Kim Il-sung, el fundador, repetía una triple promesa:
sopa de arroz y carne, ropa de seda y casas con cubiertas de tejas. No hay
carne, ni seda, ni tejas. Y durante una década no hubo ni siquiera arroz.
Generaciones criadas con la duda y la memoria de esa hambruna podrían cambiar
las cosas. La propia arquitectura revela cambios. El palacio Kumsusan, un
portento de mármoles y columnas para impresionar a los dignatarios extranjeros
donde trabajaba Kim Il-sung, es hoy su mausoleo.
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