El periodismo mantiene vivo lo que la historia
embalsama, como demuestra la antología de crónicas sobre la posguerra ‘Europa
en ruinas’. Tras el horror de 1939-1945, todo sigue igual: Alemania vuelve a
unificar Europa
Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso
de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna,
en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de
tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario
es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar
al margen. C’est la faute a l’Histoire, repetimos. Así que recordamos
perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a
ello nosotros somos inocentes.
Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad
es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos
entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de 70 millones de muertos. Diez
millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores
como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.
Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de
historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo
podría ser filosófica, pero por desdicha quizá la filosofía ya no tenga base
suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas
ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura
de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es
solo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha
perdido por completo.
No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha
ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es
ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan
muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso
no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque
quizá hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.
La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una
sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La
II Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan solo la sustitución
de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de
concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de
podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones
enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en
trance de desaparecer de nuestra memoria.
Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien
nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se
acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo
habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus
muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es
convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo
nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los
cuente Tolstói. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la
tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros.
Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los
cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no
sabemos qué hacer con las novelas.
Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima
a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El
periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la
urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito
de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra,
robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es
tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en
la Historia.
Solo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que
permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la
posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de
intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar
la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un
conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y
1948.
¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de
cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945?
Trató de hablar con los supervivientes, pero solo consiguió que le dijeran
mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi.
“Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas
bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de
las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000
muertos, un cuarto de la población de la ciudad”. Uno de cada cuatro, a los que
hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.
En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un
príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando
que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le
permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía
tal institución exclamó “A pity” y se retiró muy contrariado. En
Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber
un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido
en una leprosería.
La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund
Wilson le llevó a exclamar que “se parecía a Moscú”, el horror de un continente
en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la
industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos
de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información
americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R. Thompson
Pell, Fránc-fort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados
en Núremberg) tenían la certeza de que el Gobierno americano los necesitaba para
reconstruir la industria alemana.
Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro
el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio
de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella
Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente.
¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al
cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen
el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los
italianos o los franceses!
En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo
general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por
los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales
o el Sacro Imperio, los Caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo
es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo
de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en
la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos 50 años.
A los pies del Ángel, 70 millones de cadáveres observan estupefactos el
presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera
igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz
no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.
Félix de Azúa es escritor.
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