Cuando se cumplen cien años del cataclismo bélico que
arrancó en 1914, una nueva generación de historiadores sacude la antigua imagen de este
conflicto bélico de la responsabilidad del mismo
“In Flanders fields the poppies blow / Between the crosses, row on row,
/That mark our place; and in the sky / The larks, still bravely singing, fly
/Scarce heard amid the guns below”.
(“En los campos de Flandes florecen las amapolas / entre las cruces que,
una hilera tras otra, / marcan nuestra posición; y en el cielo / vuelan las
alondras, todavía cantando valerosas, / sin que apenas se las oiga abajo entre
la artillería”.)
In Flanders
Fields es uno de los poemas más conocidos sobre la Primera Guerra Mundial, un
canto transido de tristeza y obstinación. Pero también instaura un sentido,
porque al final los muertos, dispuestos en “una hilera tras otra”, exhortan a
los vivos a tomar la antorcha y proseguir la lucha: de lo contrario “no
dormiremos aunque crezcan las amapolas / en los campos de Flandes”.
Estas líneas esbozan realmente bien el recuerdo inglés de ese incendio que
asoló Europa entre 1914 y 1918; aunque, como es natural, los años heroicos de
1940 y 1941, cuando la Inglaterra de Winston
Churchill se enfrentó en solitario al contundente poder del imperio
nazi, están mucho más presentes. Ambas guerras mundiales aparecen como etapas
de una misma lucha por la libertad y la democracia frente al enemigo que se
opone a ellas: el imperio alemán. Así es como se presentan los vencedores, así
quieren verse a sí mismos y al pasado, volviendo la vista atrás con la
convicción de haber servido a una buena causa.
Sin embargo, Alemania fue la gran perdedora de la Primera Guerra Mundial.
Fue derrotada y obligada a aceptar la humillante paz de Versalles
de 1919, y tuvo que asumir la culpa de la guerra con todas sus
consecuencias. En este país, después de la fractura del mundo civilizado que
supuso la época nazi, después del Holocausto y de la guerra de exterminio,
después de las tumbas de Oradour y Lidice,
es natural que resulte mucho más difícil recordar guerras lejanas.
En este año conmemorativo de los acontecimientos de 1914, la República
Federal de Alemania también se muestra muy discreta a nivel oficial, como pone
de manifiesto el que, con el año ya comenzado, autores de éxitos de ventas,
simposios de historiadores y grandes emisoras de radio y televisión de todo el
mundo lleven meses tratando el tema de la guerra mundial, mientras que en el
Gobierno federal, una mano no sabe a ciencia cierta lo que hace la otra ni
tampoco se discierne qué es lo que se debe hacer realmente.
El verdadero significado que tiene actualmente la Primera Guerra Mundial,
“esa catástrofe primigenia de Europa”, para la nación y su identidad es síntoma
de una inseguridad que no se supera nunca. Es evidente que, ahora, a los
políticos alemanes les resulta mucho más fácil conmemorar junto a los
estadounidenses y los británicos el día D del año 1944, la fecha del desembarco
aliado en Normandía que, dicho sea de paso, es el segundo gran acontecimiento
que se conmemora en 2014 al cumplirse su 70º aniversario. Porque,
afortunadamente, en ese caso los alemanes han encontrado su papel: como nación
regenerada que comparte valores y alianzas con los enemigos y libertadores del
pasado; un país que incluso envía conjuntamente con ellos soldados a misiones
de paz para proteger aquellos ideales y libertades que pisotearon las botas
militares de sus abuelos.
Pero con la Primera Guerra Mundial esto resulta mucho más difícil. No
encaja con el modo de pensar a que estamos acostumbrados ni con los habituales
debates políticos sobre la historia que aquí se viven con pasión y no pocas
veces con fanatismo. Desde hace al menos un cuarto de siglo, apenas se plantea
la cuestión de si hay que recordar o no los crímenes inconcebibles, cometidos
por tantos alemanes en la época nazi; el interrogante es cómo hay que
recordarlos. La propia posición al respecto se considera un modelo de moral
antifascista y de aprendizaje de las lecciones de la historia, tal como
atestiguan tristemente las interminables polémicas en torno a los monumentos
conmemorativos. Imposible olvidar las voces cada vez más altisonantes que
rechazaron el monumento al
Holocausto en Berlín calificándolo de “descargadero de coronas”. Hoy
en día es uno de los lugares consagrados a la memoria más impresionantes de la
república.
Pero ¿y 1914? Una guerra de un horror inconcebible y, sin embargo, sin el
odio de las ideologías. Hasta los ejércitos de Alemania, culpable de la guerra
según el Tratado de Versalles y la teoría dominante durante mucho tiempo, se
comportaron casi siempre con mucha más moderación que los hitlerianos. Podría
incluso ser motivo de orgullo republicano el hecho de que en 1918 los
trabajadores y los soldados se liberaran del yugo y pusieran fin a la guerra;
pero el aprecio hacia los propios luchadores por la libertad nunca ha sido el
punto fuerte del pensamiento histórico alemán.
La efímera República de
Weimar arruinó desde el principio la cuestión del lugar histórico
que ocupa la Primera Guerra Mundial. La joven democracia surgida de la guerra
en 1918 era tan débil que permitió a sus enemigos una sensacional distorsión de
la historia. Según la “leyenda de la puñalada por la espalda”, demócratas,
socialistas y judíos dejaron en la estacada a las tropas combatientes. Esta
tesis se convirtió en el arma propagandística más contundente de aquellos que
habían empujado a la guerra, habían apostado insensatamente por la victoria y
finalmente la habían perdido: los militares reunidos en torno a Ludendorff
y Hindenburg,
los nacionalistas alemanes y las antiguas élites políticas y económicas. La novela
de Erich Maria
Remarque Sin novedad en el frente, que fue un éxito en todo
el mundo, describe cómo fue realmente la guerra. En ella, los soldados
destacados en el frente “están embrutecidos de un modo extraño y melancólico”,
vegetan entre “el fuego graneado, la desesperación y los burdeles de la tropa”,
se envilecen hasta convertirse en “animales humanos” y al final les espera la
muerte. En 1933 los nazis hicieron quemar el libro. Y después de 1945, de la
Primera Guerra Mundial quedó solo una vaga imagen de horror y culpa.
Pero ahora, cuando se cumplen cien años del estallido de la guerra, una
nueva generación de historiadores sacude la antigua imagen de este conflicto
bélico y de la responsabilidad del mismo, sobre todo el británico Christopher
Clark con el libro Los sonámbulos y el profesor de política
berlinés Herfried Münkler.
Al igual que otros autores, ellos también consideran la cuestión de la culpa de
forma muy diferenciada y más allá de modelos explicativos simples. En sus obras
todos los implicados tienen su parte de responsabilidad en el hecho de que la
clásica política imperialista, la sobrevaloración de las propias capacidades,
las contradicciones internas, la falta de transparencia en la toma de
decisiones, por ejemplo en la maquinaria de la política exterior, eclosionaran
de forma tan mortífera en el año 1914.
Ahora bien, el recuerdo de que en 1914 hubo muchas potencias y fuerzas,
aparte del imperio, que empujaron a la guerra no debe ser un nuevo motivo de
autosatisfacción para los alemanes de hoy en día: el hecho de que Alemania no
tenga que asumir la culpa en solitario no significa, por conclusión inversa,
que sea inocente. Pero eso es justamente lo que los apologetas conservadores
han querido decir realmente hasta bien entrados los años setenta. Si en 1914
Alemania solo “se vio envuelta” en la guerra debido a circunstancias
desafortunadas, eso hace que resulte más fácil presentar la dictadura
nacionalsocialista y la guerra de extermino iniciada en 1939 como “accidente de
trabajo de la historia alemana”, que en realidad no tiene nada que ver con la
historia de la nación. En 1961, el historiador hamburgués Fritz Fischer
destruyó esta cómoda explicación con su libro Griff nach der Weltmacht
["La toma del poder mundial”]. Su tesis fundamental: el Estado autoritario
del imperio buscaba el ascenso de Alemania a potencia mundial a cualquier
precio y solo así se explican los acontecimientos de 1914; ese sería su
verdadero núcleo.
Paradójicamente, Fischer era una antiguo nazi, miembro del NSDAP y de las
SA y autor de textos antisemitas. Pero precisamente él se convirtió en el
salvador de un enfoque histórico crítico de izquierdas y eso otorgó a su
mensaje el carácter de exorcismo vivido en carne propia. Más tarde, el
movimiento de Mayo del 68 no será el único que considerará tanto la
primera como la segunda guerra mundial una obra de la odiada sociedad burguesa
y del capitalismo maquinador que la sustenta.
Por tanto, el recuerdo del año 1914 ha seguido siendo terreno de la
inseguridad histórica en un país al que tanto le gusta medir el mundo con sus
propios patrones morales. ¿Qué deben decir sus representantes con motivo de
este centenario? ¿Que nos alegramos de las conclusiones de estos historiadores
según los cuales Alemania no es la única culpable sino que también
contribuyeron al desastre el rumbo bélico del imperio ruso y el ansia de
revancha de los diplomáticos franceses por la derrota de 1871? Eso sería una
estupidez, por decirlo suavemente.
El 3 de agosto, Joachim Gauck
junto con el presidente francés François Hollande
recordará a todos los caídos en el antiguo campo de batalla del Hartmannsweiler
Kopf en Alsacia. Y quizá lo mejor que podrían hacer tanto el presidente federal
como todos los políticos alemanes es mostrarse humildes. No, 1914 no fue 1939,
los ejércitos de la Alemania imperial no irrumpieron como las Wehrmacht
de Hitler en un mundo que no anhelaba nada más que la paz siguiendo un plan
general impulsado por el odio, la codicia y un orgullo desmesurado. Pero hace
100 años, Alemania contribuyó por sí misma lo suficiente al estallido de la
guerra como para hacer ahora profesión de humildad y no andar pidiendo compensaciones
por las décadas pasadas.
El emperador, el canciller, el Gobierno, el ejército: durante la crisis de
julio de 1914 tuvieron en todo momento en sus manos la posibilidad de no apoyar
incondicionalmente las intenciones belicosas del aliado austriaco contra
Serbia. La megalomanía, el nacionalismo exacerbado y una política dependiente
del Ejército empujaron al imperio a un enfrentamiento armado del que no podía
salir victorioso. En 1914 Alemania desaprovechó o quiso desaprovechar todas las
oportunidades, y hubo algunas, para evitar el incendio que inflamó a la antigua
Europa y la hizo extinguirse lentamente de manera irrevocable.
Lo único que podemos aprender de este horror es a no menospreciar las
instituciones de la UE, como está de moda ahora, a no concebir la Europa común
como un constructo hueco, sino como una patria; a ser solidarios con los
miembros más débiles y a no denigrar a los nuevos Estados que solicitan su
admisión tachándolos de nidos de parásitos sociales. Tal como expone el
historiador Jörn Leonhard
en un libro que aparecerá próximamente, la guerra de 1918 “abrió la caja de
Pandora” en Europa, ese horrible recipiente de la mitología antigua del que
escaparon todos las desgracias y los vicios del mundo cuando el hombre levantó
la tapa en contra de la voluntad de los dioses. Odio entre los pueblos, deseo
de revancha, conflictos fronterizos, ideologías totalitarias e irracionalismo
político fueron las consecuencias entre las cuales prácticamente quedó olvidada
la antigua Europa de la Belle Époque, que parecía tan bien ensamblada,
con sus fronteras abiertas, rica vida cultural y rebosante del optimismo del
progreso. Esa Europa se quebró en 1914 en el transcurso de unas pocas semanas.
No perder nunca de vista este hecho es también el mensaje de los
historiadores actuales que, a diferencia de sus predecesores, no tienen la
menor intención de atribuir culpas según sus simpatías, nacionalidad o ideología.
Cien años después y a ojos de los lectores jóvenes, puede que la Primera Guerra
Mundial parezca tan lejana como las expediciones militares de Atila, el rey de
los hunos (a todo esto, hay que decir que en las guerras los británicos
llamaban “hunos” a sus enemigos alemanes), pero realmente nos es mucho más
próxima por todo lo que significa. “Desde el final de la Guerra Fría, el
sistema de estabilidad global bipolar ha sido reemplazado por un entramado de
fuerzas mucho más complejo e impredecible”, escribe Clark, unas condiciones
“que realmente invitan a hacer comparaciones con la situación de Europa en
1914”.
Esto supone un claro llamamiento a cuidar de las instituciones comunitarias
europeas, porque solo ellas proporcionan una mediación pacífica en las
situaciones conflictivas. Para Alemania esto significa comportarse con
precaución en un momento en que la Unión Europea goza de menos estima que
nunca, y no provocar el miedo ante una potencia real o supuesta en el centro de
Europa, aunque se trate tan solo de un dominio económico. Y también significa
mantener la moderación y el justo medio en política exterior. La desafortunada
intervención militar en Irak llevada a cabo por los estadounidenses en 2003
junto con su “coalición de serviciales socios” demuestra en buena medida la
facilidad con que los Estados entran en una guerra más allá de toda razón, una
guerra nacida de supuestas necesidades imperiosas, antiguas alianzas y nuevos
miedos.
Erich Maria Remarque dijo en una ocasión: “Yo siempre pensé que todo el
mundo es contrario a la guerra hasta que descubrí que hay quienes están a
favor, sobre todo aquellos que no tienen que luchar en ella”.
Traducido del alemán por Newsclips.
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