venres, 24 de xaneiro de 2014

Una sola patria para Europa


Cuando se cumplen cien años del cataclismo bélico que arrancó en 1914, una nueva generación de historiadores sacude la antigua imagen de este conflicto bélico de la responsabilidad del mismo

“In Flanders fields the poppies blow / Between the crosses, row on row, /That mark our place; and in the sky / The larks, still bravely singing, fly /Scarce heard amid the guns below”.
(“En los campos de Flandes florecen las amapolas / entre las cruces que, una hilera tras otra, / marcan nuestra posición; y en el cielo / vuelan las alondras, todavía cantando valerosas, / sin que apenas se las oiga abajo entre la artillería”.)
In Flanders Fields es uno de los poemas más conocidos sobre la Primera Guerra Mundial, un canto transido de tristeza y obstinación. Pero también instaura un sentido, porque al final los muertos, dispuestos en “una hilera tras otra”, exhortan a los vivos a tomar la antorcha y proseguir la lucha: de lo contrario “no dormiremos aunque crezcan las amapolas / en los campos de Flandes”.
Estas líneas esbozan realmente bien el recuerdo inglés de ese incendio que asoló Europa entre 1914 y 1918; aunque, como es natural, los años heroicos de 1940 y 1941, cuando la Inglaterra de Winston Churchill se enfrentó en solitario al contundente poder del imperio nazi, están mucho más presentes. Ambas guerras mundiales aparecen como etapas de una misma lucha por la libertad y la democracia frente al enemigo que se opone a ellas: el imperio alemán. Así es como se presentan los vencedores, así quieren verse a sí mismos y al pasado, volviendo la vista atrás con la convicción de haber servido a una buena causa.
Sin embargo, Alemania fue la gran perdedora de la Primera Guerra Mundial. Fue derrotada y obligada a aceptar la humillante paz de Versalles de 1919, y tuvo que asumir la culpa de la guerra con todas sus consecuencias. En este país, después de la fractura del mundo civilizado que supuso la época nazi, después del Holocausto y de la guerra de exterminio, después de las tumbas de Oradour y Lidice, es natural que resulte mucho más difícil recordar guerras lejanas.
En este año conmemorativo de los acontecimientos de 1914, la República Federal de Alemania también se muestra muy discreta a nivel oficial, como pone de manifiesto el que, con el año ya comenzado, autores de éxitos de ventas, simposios de historiadores y grandes emisoras de radio y televisión de todo el mundo lleven meses tratando el tema de la guerra mundial, mientras que en el Gobierno federal, una mano no sabe a ciencia cierta lo que hace la otra ni tampoco se discierne qué es lo que se debe hacer realmente.
El verdadero significado que tiene actualmente la Primera Guerra Mundial, “esa catástrofe primigenia de Europa”, para la nación y su identidad es síntoma de una inseguridad que no se supera nunca. Es evidente que, ahora, a los políticos alemanes les resulta mucho más fácil conmemorar junto a los estadounidenses y los británicos el día D del año 1944, la fecha del desembarco aliado en Normandía que, dicho sea de paso, es el segundo gran acontecimiento que se conmemora en 2014 al cumplirse su 70º aniversario. Porque, afortunadamente, en ese caso los alemanes han encontrado su papel: como nación regenerada que comparte valores y alianzas con los enemigos y libertadores del pasado; un país que incluso envía conjuntamente con ellos soldados a misiones de paz para proteger aquellos ideales y libertades que pisotearon las botas militares de sus abuelos.
Pero con la Primera Guerra Mundial esto resulta mucho más difícil. No encaja con el modo de pensar a que estamos acostumbrados ni con los habituales debates políticos sobre la historia que aquí se viven con pasión y no pocas veces con fanatismo. Desde hace al menos un cuarto de siglo, apenas se plantea la cuestión de si hay que recordar o no los crímenes inconcebibles, cometidos por tantos alemanes en la época nazi; el interrogante es cómo hay que recordarlos. La propia posición al respecto se considera un modelo de moral antifascista y de aprendizaje de las lecciones de la historia, tal como atestiguan tristemente las interminables polémicas en torno a los monumentos conmemorativos. Imposible olvidar las voces cada vez más altisonantes que rechazaron el monumento al Holocausto en Berlín calificándolo de “descargadero de coronas”. Hoy en día es uno de los lugares consagrados a la memoria más impresionantes de la república.
Pero ¿y 1914? Una guerra de un horror inconcebible y, sin embargo, sin el odio de las ideologías. Hasta los ejércitos de Alemania, culpable de la guerra según el Tratado de Versalles y la teoría dominante durante mucho tiempo, se comportaron casi siempre con mucha más moderación que los hitlerianos. Podría incluso ser motivo de orgullo republicano el hecho de que en 1918 los trabajadores y los soldados se liberaran del yugo y pusieran fin a la guerra; pero el aprecio hacia los propios luchadores por la libertad nunca ha sido el punto fuerte del pensamiento histórico alemán.
La efímera República de Weimar arruinó desde el principio la cuestión del lugar histórico que ocupa la Primera Guerra Mundial. La joven democracia surgida de la guerra en 1918 era tan débil que permitió a sus enemigos una sensacional distorsión de la historia. Según la “leyenda de la puñalada por la espalda”, demócratas, socialistas y judíos dejaron en la estacada a las tropas combatientes. Esta tesis se convirtió en el arma propagandística más contundente de aquellos que habían empujado a la guerra, habían apostado insensatamente por la victoria y finalmente la habían perdido: los militares reunidos en torno a Ludendorff y Hindenburg, los nacionalistas alemanes y las antiguas élites políticas y económicas. La novela de Erich Maria Remarque Sin novedad en el frente, que fue un éxito en todo el mundo, describe cómo fue realmente la guerra. En ella, los soldados destacados en el frente “están embrutecidos de un modo extraño y melancólico”, vegetan entre “el fuego graneado, la desesperación y los burdeles de la tropa”, se envilecen hasta convertirse en “animales humanos” y al final les espera la muerte. En 1933 los nazis hicieron quemar el libro. Y después de 1945, de la Primera Guerra Mundial quedó solo una vaga imagen de horror y culpa.
Pero ahora, cuando se cumplen cien años del estallido de la guerra, una nueva generación de historiadores sacude la antigua imagen de este conflicto bélico y de la responsabilidad del mismo, sobre todo el británico Christopher Clark con el libro Los sonámbulos y el profesor de política berlinés Herfried Münkler. Al igual que otros autores, ellos también consideran la cuestión de la culpa de forma muy diferenciada y más allá de modelos explicativos simples. En sus obras todos los implicados tienen su parte de responsabilidad en el hecho de que la clásica política imperialista, la sobrevaloración de las propias capacidades, las contradicciones internas, la falta de transparencia en la toma de decisiones, por ejemplo en la maquinaria de la política exterior, eclosionaran de forma tan mortífera en el año 1914.
Ahora bien, el recuerdo de que en 1914 hubo muchas potencias y fuerzas, aparte del imperio, que empujaron a la guerra no debe ser un nuevo motivo de autosatisfacción para los alemanes de hoy en día: el hecho de que Alemania no tenga que asumir la culpa en solitario no significa, por conclusión inversa, que sea inocente. Pero eso es justamente lo que los apologetas conservadores han querido decir realmente hasta bien entrados los años setenta. Si en 1914 Alemania solo “se vio envuelta” en la guerra debido a circunstancias desafortunadas, eso hace que resulte más fácil presentar la dictadura nacionalsocialista y la guerra de extermino iniciada en 1939 como “accidente de trabajo de la historia alemana”, que en realidad no tiene nada que ver con la historia de la nación. En 1961, el historiador hamburgués Fritz Fischer destruyó esta cómoda explicación con su libro Griff nach der Weltmacht ["La toma del poder mundial”]. Su tesis fundamental: el Estado autoritario del imperio buscaba el ascenso de Alemania a potencia mundial a cualquier precio y solo así se explican los acontecimientos de 1914; ese sería su verdadero núcleo.
Paradójicamente, Fischer era una antiguo nazi, miembro del NSDAP y de las SA y autor de textos antisemitas. Pero precisamente él se convirtió en el salvador de un enfoque histórico crítico de izquierdas y eso otorgó a su mensaje el carácter de exorcismo vivido en carne propia. Más tarde, el movimiento de Mayo del 68 no será el único que considerará tanto la primera como la segunda guerra mundial una obra de la odiada sociedad burguesa y del capitalismo maquinador que la sustenta.
Por tanto, el recuerdo del año 1914 ha seguido siendo terreno de la inseguridad histórica en un país al que tanto le gusta medir el mundo con sus propios patrones morales. ¿Qué deben decir sus representantes con motivo de este centenario? ¿Que nos alegramos de las conclusiones de estos historiadores según los cuales Alemania no es la única culpable sino que también contribuyeron al desastre el rumbo bélico del imperio ruso y el ansia de revancha de los diplomáticos franceses por la derrota de 1871? Eso sería una estupidez, por decirlo suavemente.
El 3 de agosto, Joachim Gauck junto con el presidente francés François Hollande recordará a todos los caídos en el antiguo campo de batalla del Hartmannsweiler Kopf en Alsacia. Y quizá lo mejor que podrían hacer tanto el presidente federal como todos los políticos alemanes es mostrarse humildes. No, 1914 no fue 1939, los ejércitos de la Alemania imperial no irrumpieron como las Wehrmacht de Hitler en un mundo que no anhelaba nada más que la paz siguiendo un plan general impulsado por el odio, la codicia y un orgullo desmesurado. Pero hace 100 años, Alemania contribuyó por sí misma lo suficiente al estallido de la guerra como para hacer ahora profesión de humildad y no andar pidiendo compensaciones por las décadas pasadas.
El emperador, el canciller, el Gobierno, el ejército: durante la crisis de julio de 1914 tuvieron en todo momento en sus manos la posibilidad de no apoyar incondicionalmente las intenciones belicosas del aliado austriaco contra Serbia. La megalomanía, el nacionalismo exacerbado y una política dependiente del Ejército empujaron al imperio a un enfrentamiento armado del que no podía salir victorioso. En 1914 Alemania desaprovechó o quiso desaprovechar todas las oportunidades, y hubo algunas, para evitar el incendio que inflamó a la antigua Europa y la hizo extinguirse lentamente de manera irrevocable.
Lo único que podemos aprender de este horror es a no menospreciar las instituciones de la UE, como está de moda ahora, a no concebir la Europa común como un constructo hueco, sino como una patria; a ser solidarios con los miembros más débiles y a no denigrar a los nuevos Estados que solicitan su admisión tachándolos de nidos de parásitos sociales. Tal como expone el historiador Jörn Leonhard en un libro que aparecerá próximamente, la guerra de 1918 “abrió la caja de Pandora” en Europa, ese horrible recipiente de la mitología antigua del que escaparon todos las desgracias y los vicios del mundo cuando el hombre levantó la tapa en contra de la voluntad de los dioses. Odio entre los pueblos, deseo de revancha, conflictos fronterizos, ideologías totalitarias e irracionalismo político fueron las consecuencias entre las cuales prácticamente quedó olvidada la antigua Europa de la Belle Époque, que parecía tan bien ensamblada, con sus fronteras abiertas, rica vida cultural y rebosante del optimismo del progreso. Esa Europa se quebró en 1914 en el transcurso de unas pocas semanas.
No perder nunca de vista este hecho es también el mensaje de los historiadores actuales que, a diferencia de sus predecesores, no tienen la menor intención de atribuir culpas según sus simpatías, nacionalidad o ideología. Cien años después y a ojos de los lectores jóvenes, puede que la Primera Guerra Mundial parezca tan lejana como las expediciones militares de Atila, el rey de los hunos (a todo esto, hay que decir que en las guerras los británicos llamaban “hunos” a sus enemigos alemanes), pero realmente nos es mucho más próxima por todo lo que significa. “Desde el final de la Guerra Fría, el sistema de estabilidad global bipolar ha sido reemplazado por un entramado de fuerzas mucho más complejo e impredecible”, escribe Clark, unas condiciones “que realmente invitan a hacer comparaciones con la situación de Europa en 1914”.
Esto supone un claro llamamiento a cuidar de las instituciones comunitarias europeas, porque solo ellas proporcionan una mediación pacífica en las situaciones conflictivas. Para Alemania esto significa comportarse con precaución en un momento en que la Unión Europea goza de menos estima que nunca, y no provocar el miedo ante una potencia real o supuesta en el centro de Europa, aunque se trate tan solo de un dominio económico. Y también significa mantener la moderación y el justo medio en política exterior. La desafortunada intervención militar en Irak llevada a cabo por los estadounidenses en 2003 junto con su “coalición de serviciales socios” demuestra en buena medida la facilidad con que los Estados entran en una guerra más allá de toda razón, una guerra nacida de supuestas necesidades imperiosas, antiguas alianzas y nuevos miedos.
Erich Maria Remarque dijo en una ocasión: “Yo siempre pensé que todo el mundo es contrario a la guerra hasta que descubrí que hay quienes están a favor, sobre todo aquellos que no tienen que luchar en ella”.
Traducido del alemán por Newsclips.

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