La riqueza de unos pocos no beneficia a todos. Esa es la
tesis del nuevo libro de Zygmunt Bauman
El pensador analiza los retos del presente: de la
creciente desigualdad al espionaje masivo
Zygmunt Bauman
(Poznan, Polonia, 1925) predica con el ejemplo. En su modesta casa de Leeds
(Reino Unido), donde se instaló a principios de los años setenta, huyendo de
las purgas antisemitas desatadas en su país, no hay huella de esa pasión por lo
nuevo que caracteriza a nuestra sociedad consumista. Mobiliario, adornos,
alfombras, todo parece llevar años en el mismo sitio en la vivienda de este profesor
emérito de la Universidad de Leeds, que le ha dedicado un instituto. El pequeño
salón, que se asoma a un jardín invadido por las hojas caídas y el fragor de la
vecina carretera, está repleto de libros, gran pasión del dueño de la casa.
Fiel a la tradición polaca, Bauman ofrece a la periodista un abundante
refrigerio: fresas con nata, pasteles de todo tipo y café que él mismo prepara,
a las 10 de la mañana.
Con su característica aureola de pelo blanco, y la inseparable pipa en el
bolsillo, esperando el permiso de la visitante para encenderla, Bauman tiene
todo el aspecto del intelectual disidente, flagelo del capitalismo salvaje, que
tantos admiradores le ha valido en los círculos antiglobalización. Pero el
profesor es también un sólido y reputado analista, un implacable observador de
nuestro mundo, sin aparente vanidad. Premio Príncipe
de Asturias de Comunicación y Humanidades (ex aequo
con Alain Touraine), en 2010, Bauman conserva una envidiable salud. A sus 88
años recién cumplidos, sigue dando conferencias y viajando por el mundo para
promocionar sus libros.
El último, ¿La riqueza de unos pocos nos beneficia a todos?, se
publica ahora en español editado por Paidós. “No es un libro original”, apunta
Bauman. “He recogido material de diferentes investigaciones sobre la idea común
que relaciona felicidad y riqueza. Cuando aumenta el PIB, aumenta la felicidad.
Y se dice que la gente que gana más parece más feliz. Pero hoy sabemos que la
felicidad no se mide tanto por la riqueza que uno acumula como por su
distribución. En una sociedad desigual hay más suicidios, más casos de
depresión, más criminalidad, más miedo. O sea que la afirmación de que la
riqueza de unos nos beneficia a todos es doblemente errónea. Por un lado, no es
verdad porque para eso la gente tendría que invertir su riqueza, cosa que no
ocurre siempre, y por otro, porque no revierte en más felicidad porque, como
hemos dicho, la felicidad depende de la igualdad, de la equidad”.
Sorprende, sin embargo, que Bauman considere nuestra sociedad actual como
una de las más desiguales, cuando, al menos en el mundo desarrollado, hemos
dejado el hambre atrás, y la mayoría de los ciudadanos lleva una vida decente.
El profesor está de acuerdo, pero subraya un fenómeno inquietante. “Hace 20 o
30 años las desigualdades entre las sociedades desarrolladas y las que no lo
eran crecía, mientras que la desigualdad en el interior de una misma sociedad
(rica), disminuía. Y creíamos, al menos nosotros, los europeos, que con nuestro
Estado de bienestar habíamos solucionado el problema de la desigualdad. Pero
desde hace 20 o 30 años la distancia entre los países desarrollados y la del
resto del mundo está disminuyendo, y, por el contrario, en el interior de las
sociedades ricas las desigualdades se están disparando. Hay informes que dicen
que en Estados Unidos estas desigualdades están llegando a los niveles del
siglo XIX”.
Una de las razones que explicarían esta trágica fractura hay que buscarla
en la globalización, que ha permitido a los empresarios contratar a sus
trabajadores en cualquier esquina del globo. Otra, y muy ligada a la última
crisis, es la erosión que está sufriendo la clase media.
“Es evidente que las clases medias se están empobreciendo. Podemos hablar
más que de proletariado de precariado”, dice Bauman. “O sea viven
en una situación cada vez más precaria. Lo importante es que grandes sectores
de las clases medias pertenecen ahora al proletariado, que se ha ampliado.
Aunque hoy tengan trabajo ha desaparecido la certeza de que puedan tenerlo
mañana. Viven en un estado de constante ansiedad”.
—Su libro aborda problemas que estamos padeciendo en España, donde cientos
de miles de personas han perdido sus trabajos y no pueden pagar sus hipotecas.
Dicho esto, hay gente que asumió riesgos enormes. ¿No tenemos un poco la culpa
también nosotros, ciudadanos de a pie, de lo ocurrido? ¿O es que es imposible
resistir la tentación del consumo?
—Bueno, es difícil responder. Vivimos en la cultura del consumismo, no es
ya simplemente consumo, porque consumir es totalmente necesario. Consumismo
significa que todo en nuestra vida se mide con esos estándares de consumo. En
primer lugar el planeta, que es visto como un mero contenedor de potencial explotable.
Pero también las relaciones humanas se viven desde el punto de vista de cliente
y de objeto de consumo. Mantenemos a nuestro compañero o compañera a nuestro
lado mientras nos produce satisfacción, igual que un modelo de teléfono. En una
relación entre humanos aplicar este sistema causa muchísimo sufrimiento.
Cambiar esta situación exigiría una verdadera revolución cultural. Es normal
que queramos ser felices, pero hemos olvidado todas las formas de ser felices.
Solo nos queda una, la felicidad de comprar. Cuando uno compra algo que desea
se siente feliz, pero es un fenómeno temporal.
Bauman recuerda que en la Europa oriental de su primera juventud, “la gente
era bastante feliz”. No tenían mucho que comprar, “pero vivían en comunidades
solidarias, con buenos vecinos, que se ayudaban entre sí, cooperaban, y eso les
daba seguridad, y, por otro lado, eran artesanos, o gente que en palabras del
sociólogo americano Thorstein Veblen tenía ese ‘instinto de la humanidad
trabajadora’. La felicidad deriva del trabajo bien hecho. La satisfacción que
eso produce es extraordinaria. En nuestra sociedad, en cambio, nos definimos no
por lo que hacemos sino por lo que compramos”.
El sociólogo, hijo de una pareja de judíos polacos, pasó la infancia y
parte de la adolescencia en Polonia, pero sus padres huyeron del país tras la
invasión alemana, en 1939, y se instalaron en la Unión Soviética. Bauman
participó de lleno en la Segunda Guerra Mundial,
combatiendo en las filas del ejército polaco controlado por los soviéticos, y
trabajó para los servicios de información militares, en la inmediata posguerra.
“Viví en Polonia esos años”, cuenta el profesor. “Después de la Segunda
Guerra Mundial el desempleo era masivo y el país estaba destruido. Entonces
llegaron los que proponían entregar las tierras a los campesinos y las fábricas
a los trabajadores, y generaron un entusiasmo enorme. La propuesta era trabajar
juntos y reconstruir el país devastado. El programa era hermoso”, recuerda
Bauman jugueteando con su pipa, que no acaba de tirar. La realidad resultó no
serlo tanto. Y el viejo profesor no escatima críticas a la ideología en la que
creyó. “Como sabe, hay dos clases de totalitarismos, el nazismo y el comunismo.
Tenían bastantes similitudes, pero entre las diferencias hay una importante. Se
le puede acusar al nazismo de infinidad de crímenes, pero no de hipocresía.
Desde el primer momento, los nazis dijeron claramente lo que pretendían hacer.
Querían dominar todos los países y asegurar la supremacía del III Reich, y
aniquilar a los judíos, y es lo que hicieron. Mientras que el comunismo era una
fortaleza de la hipocresía. El mensaje teórico se basaba en los lemas de la
Ilustración, Liberté, Égalité, Fraternité, pero la práctica era
muy diferente. La gente vivía mintiendo”.
—Usted ya no es comunista, pero sigue siendo de izquierdas.
—Sí, porque creo todavía en la igualdad. Creo todavía que la liberté
es más importante que la seguridad. No había desempleo en la Rusia soviética.
Había seguridad, acceso a una educación, a un sistema de salud básico, pero
nada de libertad.
—Y, sin embargo, usted mismo ha criticado a la izquierda por no ofrecer una
verdadera alternativa a la sociedad actual.
—Es cierto. No hay un modelo de sociedad alternativo. La izquierda solo
sabe decirle a la derecha, “cualquier cosa que hagan ustedes nosotros la
hacemos mejor”. Cuesta distinguir entre Gobiernos de izquierda y de derecha, la
verdad.
Y eso hace a las sociedades desarrolladas más homogéneas, intercambiables
entre sí, definibles con el adjetivo de líquidas que acuñó el sociólogo
polaco (con pasaporte británico) hace una década. Una definición perfecta para
la sociedad posmoderna, consumista y banal, en perpetuo movimiento, en
contraposición a la vieja y sólida sociedad del pasado. ¿Hasta qué punto
esta sociedad líquida es la cumbre del capitalismo anglosajón?
Bauman reflexiona un momento antes de responder. “Hay muchas variedades de
capitalismo. Es cierto que los anglosajones han creado un modelo que los
demás países han imitado enseguida. Mientras, en los países escandinavos se
pagan impuestos altos y, a cambio, la gente tiene excelentes servicios
gratuitos, y han optado por recortar la libertad de mercado a cambio de más
seguridad existencial, en Reino Unido se opta por la libertad total. Hay que
gastar fortunas para obtener una educación, y hay que pagar médicos privados
para tener buena atención sanitaria, es cierto. Estamos constantemente
presionados por dos valores opuestos y necesarios: libertad y seguridad.
Seguridad sin libertad nos convierte en esclavos, y si tienes libertad sin
seguridad eres una especie de plancton, flotando por ahí, no un ser humano. Los
dos extremos son insoportables, hay que combinarlos”.
Libertad y seguridad son los dos polos entre los que se mueven las
alternativas políticas que se nos ofrecen en el mundo de hoy, marcado por la
superproducción y los ajustes violentos del mercado. Un mundo que no
reconocerían los padres de la economía moderna, como Adam Smith. “Es cierto.
Tenían la idea de que el crecimiento económico era un fenómeno temporal, porque
pensaban erróneamente que la gente iba a comprar solo lo necesario para cubrir
sus necesidades. Así es que muy razonablemente calculaban los productos que
tendrían que ser producidos. Todo era una monótona repetición de las
necesidades de acuerdo con el crecimiento de la población. No se dieron cuenta
de que en la sociedad de consumo no se va a las tiendas solo para reemplazar lo
roto o lo consumido, sino a satisfacer los propios deseos. Y los deseos son
infinitos”.
Las nuevas generaciones, crecidas en una atmósfera de consumismo brutal,
inician su aprendizaje en el sistema desde muy temprano y, a menudo, en
familia, como cuenta Bauman, atento observador de una de las sociedades
abanderadas del consumismo, la británica. “George Ritzer llama a los centros
comerciales templos de consumo. Los domingos por la mañana las familias
británicas no van a misa, van al centro comercial. Y es la gran salida familiar
de la semana. Van no solo a comprar, sino a disfrutar mirando, viendo lo que
hay”.
Bauman quiere terminar la entrevista. Se siente fatigado. Escuchándole
hablar una lamenta que alguien con su apasionante biografía haya renunciado a
escribir sus memorias.
—Mi esposa escribió dos volúmenes de memorias. Era una persona que percibía
el mundo en imágenes, pero yo soy persona de conceptos, y no, no me lo planteo.
Ella era la que describía nuestras experiencias cuando íbamos a algún
encuentro, y de esa forma yo he llegado a ser consciente de lo que vivimos.
Tenía un gran talento para eso. Yo no lo tengo.
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