luns, 20 de xaneiro de 2014

Más frío que nunca


El historiador británico Geoffrey Parker, prestigioso biógrafo de Felipe II, analiza la influencia del cambio climático en la crisis global que atravesó el mundo en el siglo XVII

Se comprende que las editoriales quieran vender sus productos, pero no parece defendible la radical alteración de los títulos originales, como en este caso, donde el libro del prestigioso historiador británico Geoffrey Parker pasa de llamarse Global Crisis, que refleja la voluntad del autor y que responde al contenido de la obra, a un título todo lo mediático que se quiera, pero que nos escamotea parte del pensamiento del responsable del trabajo entregado a los lectores.
Dicho esto, nos encontramos ante una obra compleja, que plantea una copiosa serie de cuestiones de gran interés tanto para el debate historiográfico (“pequeña edad de hielo”, “crisis general” o “revolución general” en el siglo XVII) como para el debate actual (el cambio climático como un elemento que se revela primordial para el futuro de la humanidad). Estas temáticas se abordan con una extraordinaria ambición por parte de uno de los más imaginativos (junto con Richard Kagan) y prolíficos (más de una treintena de libros) de los discípulos de John Elliott. Este empeño se manifiesta en la prodigiosa erudición exhibida, en la extensísima bibliografía manejada, en la voluntad de abarcar el mundo en su globalidad (no solo Europa o la América colonizada por los europeos, sino los grandes imperios asiáticos, las profundidades africanas y los confines del Pacífico), en la multiplicidad de los datos cruzados entre las diversas regiones, los diversos países, los diversos continentes. Y como hilo conductor, el protagonismo del clima (de la “pequeña edad de hielo del siglo XVII” tal como la bautizara en 1967 Emmanuel Le Roy Ladurie en un libro justamente famoso), aunque el autor se defiende de abogar por un “determinismo climático”, de convertir a los cambios experimentados por el clima en un deus ex machina que pueda dar una explicación universal y absoluta de los cambios históricos, ni siquiera para el siglo objeto de su ensayo.
Con estas premisas, el libro aparece como una ineludible referencia dentro del panorama historiográfico actual. Lo cual nos lleva a leerlo pausadamente para sacar fruto de sus muchas enseñanzas. Pero también nos lleva a airear algunas dudas y a apuntar algunas críticas sobre sus planteamientos y sus resultados. Una primera duda se refiere a esa caracterización del siglo XVII como época particularmente nefasta dentro de la historia de la humanidad. Es cierto que hizo más frío que nunca, que se pasó mucha hambre, que la peste se ensañó con una población desprovista de ayuda médica (por no hablar de una presunta ayuda divina que no se vio por ninguna parte como es lógico) y que hubo muchísimas guerras, tal vez más que en otros momentos. Sin embargo, si vamos por partes y analizamos algunos espacios geopolíticos que interesan especialmente al autor, vemos que, en este pugilato por alcanzar el peor índice de conflictividad, el siglo XVII tiene otros competidores. La España peninsular sufrió las guerras de secesión de Cataluña y Portugal, pero ¿fueron más lesivas que las del siglo XVI (Comunidades de Castilla, Germanías de Valencia y de Mallorca, guerra de las Alpujarras, Alteraciones de Aragón)? La Francia del XVII, ¿conoció un horror semejante al de las guerras de religión de cien años atrás, con la noche de San Bartolomé incluida? ¿Solo el Japón Tokugawa puede presentar un siglo XVII de esplendor frente a un siglo XVI de convulsiones que terminan justo en su límite, con la batalla de Sekigahara de 1600? Y, por otra parte, ¿no es el siglo XVII la época dorada del Barroco italiano (Monteverdi, Borromini, Bernini, Caravaggio), el Siglo de Oro de la cultura holandesa (Hals, Vermeer, Rembrandt), el Siglo de Oro español (de Cervantes a Calderón, de Velázquez a Murillo), le Grand Siècle de Francia (con Corneille, Racine y Molière de un lado, con Poussin y Claudio de Lorena de otro, y con Versalles al fondo)? Y, para terminar, ¿no es el siglo XVII la época de la revolución científica, avalada por nombres tan ilustres como los de Descartes, Huygens, Galileo, Kepler o Harvey?
Sin embargo, me parece más importante discutir otro tipo de cuestiones. La acumulación de catástrofes oculta a veces una falta de atención a los nexos causales que unen a los cuatro jinetes del apocalipsis del siglo XVII. Antes, la tesis malthusiana o neomalthusiana intentaba esbozar una explicación satisfactoria. Cuando la demanda alimentaria superaba la capacidad productiva de la agricultura de los tiempos modernos se generaba un periodo de carestía frumentaria que ponía en marcha la rueda infernal de la desnutrición y de las epidemias que se cebaban en los cuerpos sin defensas biológicas y, a la vez, desencadenaba una serie de conflictos más o menos agudos que podían desembocar en guerras y revoluciones. El debate historiográfico se ceñía entonces a escudriñar las relaciones entre el hambre y la peste (y los restantes azotes), las relaciones entre el clima (los fríos inviernos y los veranos húmedos) y la reducción de la tierra cultivable y de los rendimientos agrarios y la relación de todos estos elementos con la protesta campesina y con la protesta urbana. Esos nexos nos faltan en esta historia, donde no vemos recogidas muchas aportaciones clásicas (como las de Eli Heckscher o Robert Brenner, o incluso como las del propio “inventor” de la idea de crisis general, Eric Hobsbawm).
Finamente, en términos actuales, el autor se preocupa legítimamente por un cambio climático juzgado como inevitable, pero menos por la contribución del hombre a potenciar o retrasar el desastre. Y, volviendo al pasado, el análisis de la influencia de las concretas estructuras sociales en el distinto impacto de las catástrofes carece de relevancia en la estrategia explicativa del autor, de modo que en vez de hacer caso de la lúcida advertencia de León Trotski (que conoce) de que “la simple existencia de privaciones no basta para causar una insurrección”, sostiene que las privaciones del siglo XVII causaron efectos excepcionales justamente por el hecho diferencial del factor climático. Y así, el clima, como realidad inexorable, vuelve a constituirse en el corazón del discurso.

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