El historiador británico Geoffrey Parker, prestigioso
biógrafo de Felipe II, analiza la influencia del cambio climático en la crisis
global que atravesó el mundo en el siglo XVII
Se comprende que las editoriales quieran vender sus productos, pero no
parece defendible la radical alteración de los títulos originales, como en este
caso, donde el libro del prestigioso historiador británico Geoffrey Parker pasa de
llamarse Global Crisis, que refleja la voluntad del autor y que responde
al contenido de la obra, a un título todo lo mediático que se quiera, pero que
nos escamotea parte del pensamiento del responsable del trabajo entregado a los
lectores.
Dicho esto, nos encontramos ante una obra compleja, que plantea una copiosa
serie de cuestiones de gran interés tanto para el debate historiográfico
(“pequeña edad de hielo”, “crisis general” o “revolución general” en el siglo
XVII) como para el debate actual (el cambio climático como un elemento que se
revela primordial para el futuro de la humanidad). Estas temáticas se abordan
con una extraordinaria ambición por parte de uno de los más imaginativos (junto
con Richard Kagan) y prolíficos (más de una treintena de libros) de los
discípulos de John Elliott.
Este empeño se manifiesta en la prodigiosa erudición exhibida, en la
extensísima bibliografía manejada, en la voluntad de abarcar el mundo en su globalidad
(no solo Europa o la América colonizada por los europeos, sino los grandes
imperios asiáticos, las profundidades africanas y los confines del Pacífico),
en la multiplicidad de los datos cruzados entre las diversas regiones, los
diversos países, los diversos continentes. Y como hilo conductor, el
protagonismo del clima (de la “pequeña edad de hielo del siglo XVII” tal como
la bautizara en 1967 Emmanuel Le Roy Ladurie en un libro justamente famoso),
aunque el autor se defiende de abogar por un “determinismo climático”, de
convertir a los cambios experimentados por el clima en un deus ex machina
que pueda dar una explicación universal y absoluta de los cambios históricos,
ni siquiera para el siglo objeto de su ensayo.
Con estas premisas, el libro aparece como una ineludible referencia dentro
del panorama historiográfico actual. Lo cual nos lleva a leerlo pausadamente
para sacar fruto de sus muchas enseñanzas. Pero también nos lleva a airear
algunas dudas y a apuntar algunas críticas sobre sus planteamientos y sus
resultados. Una primera duda se refiere a esa caracterización del siglo XVII
como época particularmente nefasta dentro de la historia de la humanidad. Es
cierto que hizo más frío que nunca, que se pasó mucha hambre, que la peste se
ensañó con una población desprovista de ayuda médica (por no hablar de una
presunta ayuda divina que no se vio por ninguna parte como es lógico) y que
hubo muchísimas guerras, tal vez más que en otros momentos. Sin embargo, si
vamos por partes y analizamos algunos espacios geopolíticos que interesan
especialmente al autor, vemos que, en este pugilato por alcanzar el peor índice
de conflictividad, el siglo XVII tiene otros competidores. La España peninsular
sufrió las guerras de secesión de Cataluña y Portugal, pero ¿fueron más lesivas
que las del siglo XVI (Comunidades de Castilla, Germanías de Valencia y de
Mallorca, guerra de las Alpujarras, Alteraciones de Aragón)? La Francia del
XVII, ¿conoció un horror semejante al de las guerras de religión de cien años
atrás, con la noche de San Bartolomé incluida? ¿Solo el Japón Tokugawa puede
presentar un siglo XVII de esplendor frente a un siglo XVI de convulsiones
que terminan justo en su límite, con la batalla de Sekigahara de 1600? Y, por
otra parte, ¿no es el siglo XVII la época dorada del Barroco italiano
(Monteverdi, Borromini, Bernini, Caravaggio), el Siglo de Oro de la cultura
holandesa (Hals, Vermeer,
Rembrandt), el Siglo de
Oro español (de Cervantes
a Calderón,
de Velázquez a Murillo),
le Grand Siècle de Francia (con Corneille, Racine y Molière de un lado, con Poussin y Claudio
de Lorena de otro, y con Versalles al fondo)? Y, para terminar, ¿no es el siglo
XVII la época de la revolución científica, avalada por nombres tan ilustres
como los de Descartes,
Huygens, Galileo,
Kepler o Harvey?
Sin embargo, me parece más importante discutir otro tipo de cuestiones. La
acumulación de catástrofes oculta a veces una falta de atención a los nexos
causales que unen a los cuatro jinetes del apocalipsis del siglo XVII.
Antes, la tesis malthusiana o neomalthusiana intentaba esbozar una explicación
satisfactoria. Cuando la demanda alimentaria superaba la capacidad productiva
de la agricultura de los tiempos modernos se generaba un periodo de carestía
frumentaria que ponía en marcha la rueda infernal de la desnutrición y de las
epidemias que se cebaban en los cuerpos sin defensas biológicas y, a la vez,
desencadenaba una serie de conflictos más o menos agudos que podían desembocar
en guerras y revoluciones. El debate historiográfico se ceñía entonces a
escudriñar las relaciones entre el hambre y la peste (y los restantes azotes),
las relaciones entre el clima (los fríos inviernos y los veranos húmedos) y la
reducción de la tierra cultivable y de los rendimientos agrarios y la relación
de todos estos elementos con la protesta campesina y con la protesta urbana.
Esos nexos nos faltan en esta historia, donde no vemos recogidas muchas
aportaciones clásicas (como las de Eli Heckscher o Robert Brenner, o incluso
como las del propio “inventor” de la idea de crisis general, Eric Hobsbawm).
Finamente, en términos actuales, el autor se preocupa legítimamente por un
cambio climático juzgado como inevitable, pero menos por la contribución del
hombre a potenciar o retrasar el desastre. Y, volviendo al pasado, el análisis
de la influencia de las concretas estructuras sociales en el distinto impacto
de las catástrofes carece de relevancia en la estrategia explicativa del autor,
de modo que en vez de hacer caso de la lúcida advertencia de León Trotski (que
conoce) de que “la simple existencia de privaciones no basta para causar una
insurrección”, sostiene que las privaciones del siglo XVII causaron efectos
excepcionales justamente por el hecho diferencial del factor climático. Y así,
el clima, como realidad inexorable, vuelve a constituirse en el corazón del
discurso.
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