18 diciembre 2013. 20minutos.es
“Me gusta recordar las semanas anteriores a la guerra; se caracterizaron
por una atmósfera de euforia y laxitud como la que suele preceder a las
tormentas de verano”. Son las evocaciones de un jovencísimo alemán
fervorosamente dispuesto a luchar —y llegado el momento, morir— por su
patria. Son recuerdos austeros, minuciosos, valerosos por su sobriedad ante la
muerte y el dolor más que por las gestas bélicas que describe.
Esta forma casi mística de concebir la guerra nos parece hoy
excesiva, irreal, de un candor moralmente inaceptable; pero conviene no
olvidarla ahora que estamos en el umbral de los fastos del centenario del
comienzo de la Gran Guerra, y que es seguro que los periódicos se llenarán
de banalidades y lugares comunes graciosamente acomodados al presente.
Vuelvo a aquel joven inquieto, ávido lector de Stendhal y Ariosto,
anhelante de violencia salvífica y de sobria disciplina prusiana. No fue un
joven cualquiera. Sobrevivió a la Primera Guerra Mundial con el cuerpo
acribillado a balazos, la piel colmada de cicatrices y con una Cruz de Hierro colgada
en el pecho por los servicios prestados. Aquel joven, que llegaría a
centenario, era Ernst Jünger. El último escritor soldado, un perdedor terco, un
gigante del nihilismo, un Mishima germano. Incómodo para sus enemigos,
pero más aún todavía para sus amigos.
No sé cómo andáis de Primera Guerra Mundial. Es un percepción muy subjetiva,
pero en el imaginario colectivo europeo —y no decir ya en el cultural o el mediático—
parece que la Gran Guerra fuera la guerra menor. La lucha y la
victoria contra los nazis colman el horizonte de curiosidades históricas del
ciudadano medio. La industria cultural —los videojuegos, la literatura,
las obras divulgativas— tiene una fuente inagotable de novedades en la
Segunda Guerra Mundial.
Pero sucede que estamos a las puertas del aniversario, lo dije más arriba y
lo repito, de la guerra que cambió el curso de Europa en el siglo XX (de
hecho, para una gran parte de la historiografía, el siglo pasado comienza en
1914, no en 1900). Una contienda que llegó tras una larga era de seguridad
(el aristocrático y pacífico ‘mundo de ayer’, que evocara Stephan Zweig
en sus memorias) y que sumió al continente en tres décadas de guerras
civiles sobre las cuales se construiría el experimento supranacional del
que hoy disfrutamos con algo de temor a perderlo.
Tengo cuatro años por delante para referirme a la Primera Guerra
Mundial (alguno bueno tendría que tener que durara tanto, digo yo). Algún día,
así pues, os hablaré de las nuevas corrientes de investigación historiográficas
que iluminan el periodo (en estas dos obras recientes, recién publicadas por
dos historiadores de prestigio, tenéis originales enfoques sobre el tema), de
memorias de guerra, de poesía bélica o de novelas.
Un
perdedor que ‘venció’
Si me he decidido por Jünger no es para espantar al personal, para que me
tachen de filofascista o para contentar al núcleo irreductible de negacionistas que acarreo.
Jünger no fue un demócrata, exaltó hasta el paroxismo el espíritu
guerrero, combatió del lado enemigo en dos guerras mundiales, pero a cambio nos
dejó las descripciones más honestas y vívidas de una época salvaje. Este
místico de la violencia hizo más por la paz y la reconciliación (no digamos ya
por la literatura) que todos los melifluos pacifistas de su siglo,
sentimentalmente opuestos a la guerra, tan políticamente sospechosos como
moralmente blanditos, como los calificó Orwell.
Por eso mismo, por su naturaleza maldita, tenazmente individualista,
Jünger es un tipo tan poco celebrado por las instituciones europeas que se
encargan, por nuestro bien, de proporcionarnos ‘una nueva narrativa’. Su obra
es inmensa, algunos de sus libros, como sus memorias de la Primera Guerra
Mundial, Tempestades de acero, son una muestra sublime de
escritura humanísima y serena, pero el poder la conmemora poco o nada.
Y además, y quizá lo más importante, Jünger es un
perdedor que venció por una razón que va más allá de lo coyuntural. La mística
de la violencia ha desaparecido de nuestras sociedades. Había muchos Jünger
en su tiempo, montones, aunque ninguno escribiera tan bien como él, pero no en
el nuestro. Hace un tiempo os hablé de las tesis de Steven Pinker
sobre las causas de la reducción de la violencia en el mundo. Pinker
citaba a Jünger como un ejemplo de intelectual fascinado por un mundo violento
y heroico con el cual nuestra sociedad ya no puede identificarse. Sus
libros son anacrónicos, y ahí reside la paradoja, por ello doblemente
fascinantes.
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