EE UU acató la censura impuesta por el franquismo sobre
el accidente de Palomares
Pero dos periodistas se apañaron para saltarla
Uno de ellos sigue viviendo allí
RAFAEL MORENO
Madrid 12 ENE 2014
Praia da Palomares en 1966 cun barco de EE UU cargando bidóns de terra contaminada |
Tito‘s es uno de los chiringuitos más concurridos de la playa de Mojácar
(Almería). Con palmeras, mirador al mar, cocina de toque oriental y música en
directo los domingos. Pocos de sus clientes conocen, sin embargo, la historia
completa de su propietario, un norteamericano bonachón, de larga melena
plateada, que aún no ha perdido el acento pese a llevar casi 50 años en España.
Como tampoco saben que llegó a la Península por su hermano. “André vive ahora
recluido en Filipinas. Solo le interesa el windsurf”, relata Tito del Amo, 75
años, dos más que André.
Los Del Amo, que nacieron en Los Ángeles en plena II Guerra Mundial,
decidieron regresar a la tierra de sus antepasados. André llegó primero y
encontró trabajo en la oficina de United Press International (UPI) de Madrid
dirigida por Harry Stathos, un veterano periodista que había combatido en la
Guerra de Corea. Luego llegó Tito. “Nada más aterrizar, en 1965, André me dijo
que tenía que conocer dos cosas: Mojácar y Pamplona. Decidí empezar por el
primero y me enamore al instante”, recuerda ahora.
Así empieza la relación de André y Tito con las bombas de Palomares. A
primera hora del 17 de enero de 1966, un bombardero del Mando Aéreo Estratégico
de Estados Unidos, que transportaba cuatro bombas atómicas, cada una con un
poder de destrucción 75 veces superior a las lanzadas sobre Hiroshima, choca
con un avión cisterna KC-135 durante una operación de reabastecimiento sobre el
cielo de Almería. Todos los miembros de la tripulación del KC-135 fallecen y
solo sobreviven cuatro de los siete del B-52. Tres de las bombas caen en tierra
y dos de ellas sufren una pequeña explosión convencional esparciendo material
radioactivo. La cuarta se hunde en el mar.
Inmediatamente, la Embajada de EE UU en España informa al Gobierno de
Franco. La comunicación se establece a través de Agustín Muñoz Grandes,
entonces vicepresidente del Gobierno, y del Ministerio de Asuntos Exteriores,
por una parte; y el embajador estadounidense en Madrid, Angie Duke, por otra.
Prácticamente en el mismo momento, las agencias de noticias extranjeras
comunican la noticia del “accidente aéreo” sin mención alguna al armamento
atómico. Muñoz Grandes se apresura a “coordinar” con los estadounidenses la
información que debe darse a la prensa. El comunicado del Ministerio del Aire
español evita incluso especificar que se trata de un bombardero —habla de un
“jet de gran radio de acción”— y se limita a señalan que buscan recuperar
“elementos de carácter secreto militar”. Franco había dado instrucciones de lo
que se podía decir y no y vetó cualquier referencia al armamento atómico, según
confirma ahora el informe del Proyecto de Investigación Histórica Número 1421
del Departamento de Estado de EE UU, desclasificado recientemente para la ONG
National Security Archives, y que en principio debía permanecer secreto hasta
2035.
La preocupación de Franco consistía en no dañar la principal fuente de
ingresos del régimen, el turismo. Pero Washington también tenía su propio
objetivo para acatar el veto de la dictadura. Según el informe del Departamento
de Estado, Duke recibió instrucciones de hacer todo lo posible para mantener la
autorización española para seguir sobrevolando su territorio, algo que, sin
embargo, quedó prohibido cinco días después del accidente. “En un principio, el
Departamento de Estado quiso dar publicidad al tema nuclear. El Gobierno
español, sin embargo, se negó rotundamente a facilitar cualquier detalle a la
prensa”, explica el documento oficial.
En un primer momento, la estrategia funcionó. El 19 de febrero, dos días
después del accidente, la prensa pareció perder interés, para satisfacción de
los políticos. El director general de Norteamérica del Ministerio de
Exteriores, Ángel Sagaz, se reunió con Duke para resaltar el temor de las
repercusiones que podría tener en la opinión pública española que se supiera la
pérdida de una de las bombas (la que cayó al mar no se había localizado) y las
consecuencias de la radiación atómica. Las reticencias españolas eran tan
grandes que incluso rechazaron la propuesta estadounidense de dar el visto
bueno a un comunicado en el que se agradecía a España su colaboración.
Preferían el silencio. Lo que no sabían los dos diplomáticos es que André del
Amo ya había salido en coche hacia Almería en compañía de Leo White,
corresponsal del británico Daily Mirror. El coronel Barnett Young, jefe de
Prensa de la Fuerza Aérea, les advirtió de que no husmearan. “No es lugar para
historias escandalosas o hipótesis descabelladas”, respondió cuando le
preguntaron si el bombardero transportaba bombas atómicas.
Según relata Tito del Amo, su hermano logró la exclusiva en el viaje de
vuelta. “Cuando regresaba se encontró con un policía militar estadounidense que
buscaba a alguien que pudiera traducirle. Quería que unos locales se marcharan
de la zona porque existía peligro de radioactividad. André no dijo nada y
tradujo. Al regresar al coche, le preguntó inocentemente si estaban preocupados
por las bombas. Y, sin más rodeos, el militar estadounidense le confirmó todo”.
Al día siguiente, The New York Times publicó la historia de UPI y,
además de reconocer que había una bomba atómica, describía la masiva operación
de búsqueda que se realizaba en las proximidades de Palomares.
Los documentos estadounidenses desclasificados ahora señalan que cuando
Franco leyó la noticia de UPI enfureció hasta tal extremo de que ordenó
censurar la publicación de esa noticia en España, prohibió la distribución de
la prensa extranjera y ordenó a Sagaz que se quejara duramente ante Duke y
amenazara con “medidas unilaterales”. De acuerdo con el telegrama enviado a
Washington que resume la reunión, Sagaz habló de “extrema preocupación”,
“emergencia” y “crisis”. El embajador estadounidense también llamó por teléfono
a Stathos retándole a que revelara las “fuentes diplomáticas estadounidenses”.
Preocupado, el delegado de UPI reconoció que la confirmación la había obtenido
por “otras fuentes” y pidió disculpas por haber enviado la información sin
comprobarla con la Embajada.
El Gobierno estadounidense tardó 40 días en reconocer oficialmente la
existencia de bombas atómicas a pesar de las pruebas. Para ello había que
retorcer la verdad. En otros documentos desclasificados, en este caso de la
Comisión de Energía Atómica, se encuentra un argumentario preparado
expresamente para unificar el mensaje de los portavoces oficiales de EE UU. Un
cuestionario de 23 preguntas —las más difíciles que podía formular el
periodista más agresivo— cuidadosamente respondidas para defender la versión
oficial.
Las instrucciones eran claras: negarse a contestar sin rubor, desviar la
atención e incluso poner en cuestión al propio periodista. A la pregunta, “¿Ha
perdido Estados Unidos una bomba atómica?”, la respuesta sugerida era: “El
Departamento de Defensa señaló que llevaba a cabo una búsqueda de ‘material
clasificado’. Por razones de seguridad, no podemos hacer más comentarios. [Y si
fuera necesario] No confirmamos o desmentimos la localización de ninguna bomba
atómica”.
Y si alguien preguntara por el riesgo que corría la población. La respuesta
sería: “No puedo hablar de cantidades porque es un tema clasificado. ¿Conoce
usted cuando se puede considerar peligroso? Lo que podemos decir es lo que
hemos dicho: los expertos tienen pruebas de que no es peligroso para la salud”.
Quizá por los problemas con Franco o porque los
norteamericanos no encontraban la cuarta bomba, Stathos y el corresponsal de
AP, la otra agencia estadounidense en España, propusieron al otro hermano Del
Amo que persiguiera el tema. “Como la cosa se alargaba, me contrataron para que
lo cubriera sobre el terreno. Yo tenía casa allí. Me pagaban 500 pesetas al
día, una pequeña fortuna. Me alquilé un Seat 600 y así me quede seis semanas en
Palomares”, recuerda Tito. El trabajo consistió en seguir la búsqueda de la
bomba en el mar y las tareas de descontaminación y enviar toda la información y
las fotografías que obtuviera. El material gráfico era tan abundante [alguno se
publica junto a este texto] que cada dos días viajaba en su Seiscientos a
Murcia para darle los carretes al maquinista del tren de Madrid. “Era difícil
porque nadie quería decir nada. Pero era mi trabajo”, recuerda Tito desde el
chiringuito que levantó a 18 kilómetros del lugar de sus recuerdos.
Lenta negociación
RAFAEL MÉNDEZ
Los restos de las bombas de Palomares no son solo un
estigma para la población. Son también un incordio diplomático entre Estados
Unidos y España. Los dos países negocian desde 2005 (cuando prorrogaron los
pactos de 1966 y 1997) cómo llevar a cabo una limpieza definitiva. El Gobierno
español realizó un amplio muestreo en el que detectó que quedaban unos 50.000
metros cúbicos de tierra contaminada con plutonio (medio kilo en
total), que se estaba empezando a desintegrar en americio. Ante la posible
dispersión de la radiación por las obras en la zona, los terrenos fueron
expropiados y vallados (pese a que durante décadas se cultivó en ellos).
Estados Unidos colaboró con 1.983.000 dólares para el estudio.
Sin embargo, la negociación avanza muy lentamente.
“Sigue siendo un tema en las relaciones bilaterales, pero los americanos dan la
impresión de arrastrar los pies”, resume una fuente española. El asunto salió
en la visita que el secretario de Energía estadounidense, Ernest Moniz, realizó
en noviembre a Madrid, como antes en las reuniones entre altos cargos de
Washington y Madrid.
En febrero de 2012, Margallo anunció que había
“recibido garantías [de Estados Unidos] de que retirará con rapidez las tierras
contaminadas de Palomares”. En abril de ese año, Hillary Clinton auguró buenas
noticias en breve y que dejaría el caso resuelto antes de dejar la Secretaría
de Estado. La dejó sin arreglarlo, Obama ganó la reelección, cambió el
embajador en Madrid y el tema sigue ahí.
A falta de avances significativos, la discusión se
centra en asuntos técnicos. El Ciemat, el centro español encargado de la
vigilancia, presentó al Consejo de Seguridad Nuclear un plan para compactar la
tierra y reducir el volumen a tratar. Estados Unidos lo considera innecesario y
sostiene que, de llevarse los residuos, se llevaría toda la tierra. Además
pidió un informe sobre si el terreno contenía otro tipo de residuos como
fertilizantes o metales pesados.
Washington quiere el compromiso de que, si se lleva
la tierra, España renuncia a cualquier reclamación posterior, algo que Madrid
puede aceptar. El principal escollo es el precedente que supone para EE UU
retirar los bidones con tierra contaminada, ya que ha realizado pruebas
atómicas en muchos lugares remotos y teme recibir reclamaciones similares.
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