Miseria y violencia, este es el drama que se vive en la
frontera que vigila Marruecos
Aunque la mayoría de inmigrantes subsaharianos llega a
Europa en avión, el resto, tras largo periplo, alcanza la frontera marroquí y
se debate entre saltar la valla o cruzar el estrecho en barca
Cientos de inmigrantes exaltados desfilan con el cadáver caliente del joven
Cédrick Bete, un camerunés de 16 años que acaba de caer de un cuarto piso en el
moderno distrito de Boukhalef (Tánger), en medio de una redada. Su muerte
violenta e inexplicable ha encendido los ánimos. La manifestación
improvisada se dirige hacia un numeroso grupo de agentes antidisturbios que no
sabe cómo manejar la situación. De pronto sucede lo que nadie se espera: los
manifestantes lanzan al muerto sobre los agentes, que dan varios pasos atrás
atemorizados. Es una respuesta brutal. Es el lenguaje de la frontera: más
violento cuanto más se acerca a Europa.
Tánger es parte de la frontera Sur de Europa. Es un eufemismo. Una nueva
forma de llamar a las cosas por otro nombre, de la misma manera que Marruecos
hace el trabajo que Europa no quiere hacer. Europa se lava las manos y paga a
otros para que se las manchen. El Ministerio del Interior español celebra el
descenso en las estadísticas de entradas de inmigrantes. El balance del año
2013 reflejó una caída del 31%. Un éxito limpio. Una estadística impecable, sin
fallecidos, ni heridos, ni desaparecidos. No hay coste humano. El ministro
reconoce la extraordinaria colaboración de las autoridades marroquíes.
Marruecos ofrece una ventaja: no tiene estadísticas. O, si las tiene, son de
consumo interno. Y poco fiables. Para los estándares europeos, el joven Cedrick
no existe. Pero murió camino de España, solo que cayó en Tánger.
Tánger es el lugar más parecido a Europa que un subsahariano encuentra en
su recorrido hacia el primer mundo, una ciudad efervescente, que viste modernas
avenidas de aspecto occidental, dotado de un impresionante macropuerto, nuevas
zonas residenciales y centros de negocios, edificados muchos de ellos por las
constructoras españolas que huyeron del pinchazo de la burbuja. Una de esas
áreas de expansión es el distrito de Boukhalef, cercano al aeropuerto
internacional: calles amplias (aunque a medio terminar en algunos casos),
edificios blancos y relucientes convertidos en ejemplares viviendas sociales,
pagadas muchas de ellas con los ahorros de los emigrantes marroquíes. Pisos que
no superan las cinco plantas para evitar la normativa que obliga a instalar un
ascensor. Según cálculos oficiosos, de las 2.000 viviendas, varios centenares
se han convertido en pisos patera, unas a cambio de un alquiler, otras
directamente ocupadas. Así que Boukhalef se ha transformado en un fenómeno que
las autoridades marroquíes no habían previsto, un barrio multicultural en el
que viven miles de ciudadanos de una edad media escandalosamente baja.
Para un europeo, pasear por Boukhalef es una experiencia refrescante. No
hay ancianos. No hay adultos. Las calles son un desfile de jóvenes que caminan
deprisa, unos ensimismados, otros charlando, riendo, jugando. Boukhlaef es una
fiesta sin que haya motivo de celebración.
En uno de esos inmuebles blancos vivía Cedrick. Era habitual de los
locutorios, el negocio más floreciente, donde los subsaharianos juegan, se
comunican con sus familias, apuestan por internet. Es la vida urbana, diríase
preeuropea, de que disfrutan: no todos llegan a Marruecos cruzando el desierto
en penosas travesías y transportados por mafias peligrosas; los hay que entran
al país por el aeropuerto o viajan en transportes convencionales. El problema
es el último paso, la última decisión: cruzar el Estrecho, saltar la valla, o
vivir en un Marruecos que sufre una explosión migratoria y convierte al
irregular en un problema policial.
Sucede entonces que la respuesta policial en un entorno urbano es más
complicada. Una redada en un edificio de cinco plantas lo convierte en una
ratonera. Cedrick cayó al vacío. Y como no ha sido el único, sino el tercero en
cuatro meses, el pasado 4 de diciembre cientos de africanos dijeron basta y
provocaron una manifestación nunca antes vista en Marruecos.
Una semana después de su muerte, el ambiente en Boukhalef es de calma
tensa. La policía ha dejado de intervenir porque las imágenes de lo sucedido se
difundieron por las redes sociales y llegaron a Europa. La diferencia entre el
entorno urbano y el espacio abierto (el monte, las vallas de Ceuta y Melilla o
las aguas del Estrecho) es que fuera de la ciudad las muertes son más
discretas, las detenciones también y los heridos tardan más tiempo en llegar a
los hospitales. En la ciudad, todo se sabe y, sobre todo, se transmite en
tiempo real.
Frank Elangue tiene 20 años y conocía a Cedrick. Viste como un joven pijo,
con ropa de marca ajustada y el cuello del polo Ralph Laurent levantado. Lleva
una gorra Nike. Vive en uno de esos pisos, con salón, cocina, dos habitaciones
y cuarto de baño. Su cama es un colchón en el suelo y su patrimonio está en un
par de maletas. Vive con tres familias. Son ocho en total, entre ellos un
matrimonio con un niño de siete meses. Su único objetivo es alcanzar Europa,
siete quieren ir a Alemania y uno a Bélgica. Ninguno fija su destino en España.
Los inmigrantes saben perfectamente donde está la prosperidad.
Frank enfatiza sus respuestas al periodista con un perfecto “Yes, sir”,
aparentando ser un dandy. No tiene una idea exacta de lo que quiere
hacer, dice que le gustaría trabajar en algo relacionado con la aviación. A su
lado está Kevin, el más joven del grupo con 16 años. También quiere ir a
Alemania. Frank sabe los días de la semana en los que la previsión
meteorológica anuncia buen tiempo y calma en el Estrecho. Probablemente en una
semana, estará en la playa intentando cruzar por el mar (lo intentaron el día
30 pero abortaron la salida). Ha comprado su “toy”.
Toy, juguete en inglés, es la palabra
clave entre los inmigrantes. Es como llaman a la barca hinchable que adquieren
para intentar algún día cruzar el Estrecho. Es una zodiac que compran en
cualquier establecimiento, cuyo precio oscila entre los 200 y los 400 euros
según el tamaño. Ha sido el objeto de moda durante 2013. El factor determinante
según el cual algunas estadísticas se van a disparar. “Ha habido un repunte”,
anuncia Rafael Lara, de la Asociación pro
Derechos Humanos de Andalucía. “Habrá habido un incremento de unos
1.000 inmigrantes. ¿Dónde? En Cádiz, porque en otras provincias han bajado.
Cádiz habrá duplicado sus cifras y superará los 2.700. Es todo un fenómeno pese
a la militarización del Estrecho. Lo que ha cambiado es que Marruecos se ha
implicado mucho. Según información del ministerio del Interior marroquí, se han
abortado 19.500 tentativas. Me parece una cifra exagerada”.
Binda es una joven senegalesa que ha dejado de vivir en el monte para tener
una habitación dentro de La Medina, el barrio más antiguo de Tánger. Allí
espera su momento con siete maletas de equipaje. Sabe que todo lo que allí
guarda se lo tendrá que vender a alguien antes de marcharse. Porque, de entre
todas las maletas, solo hay una importante, una bolsa roja en la que guarda su
juguete. Cuando lo intentó por primera vez estaba embarazada, ahora tiene una
niña con la que emprenderá el viaje. Huyó de Senegal de un marido que la
maltrataba: “Era una de sus cuatro mujeres”, explica, “si volviera a mi país,
mi marido me reclamaría”. Tenía pensamiento de cruzar a final de año.
Gracias a la Diócesis de Tánger, Binda recibió clases para aprender a
fabricar pulseras, que luego vende para tener unos ingresos; la Diócesis la
sacó del monte, donde el riesgo de ser violada es muy elevado. Una vez que
Médicos sin Fronteras abandonó Marruecos, la Iglesia católica es la única
institución que mantiene un apoyo regular con los inmigrantes. “No les damos
comida, porque en Marruecos alimentarse está al alcance de cualquier bolsillo”,
dice Inmaculada Gala, una “monja guerrillera” como llega a definirla su jefe,
el obispo Santiago Agredo. Inmaculada es una mujer activa, basta observarla
cómo conduce entre el caótico tráfico de la ciudad. “Ayudamos con mantas y
ropa, sobre todo a los más necesitados, los que viven en el monte”. El Obispo
tiene una posición muy firme respecto a la inmigración: mostró públicamente su
rechazo a la colocación de concertinas en la valla de Melilla. Si por Agredo
fuera, las fronteras deberían estar abiertas.
La iglesia católica tiene que actuar con mucho tacto en un país
oficialmente musulmán. “No podemos hacer proselitismo en Marruecos”, reconoce
un clérigo."Solo podemos ofrecer culto a quienes son católicos, pero a la
hora de prestar ayuda no diferenciamos por cuestión de raza o religión. Y eso
les choca mucho a colectivos como los Hermanos Musulmanes, que tienen una red
asistencial sólo para sus practicantes, pero no la ofrecen a los inmigrantes
musulmanes. Les gustaría que nosotros solo diéramos ayuda a los católicos”.
Saltar la valla o cruzar el Estrecho en una barca de juguete. En esas dos
acciones se concentran la mayor parte de las tentativas de alcanzar Europa. Son
cifras irrisorias si se comparan con los inmigrantes que entran por los
aeropuertos, pero sí las que ocupan mucho espacio en los medios de
comunicación, las que ofrecen la falsa impresión de que forman parte de una
oleada invasora manejada por mafias, que obligan a las autoridades a reforzar
las fronteras, militarizar las costas, a subcontratar a Marruecos como
gendarme. ¿Cuánto paga Europa? ¿España? Nadie lo sabe. “La opacidad es total”,
responde Mikel Araguás, secretario general de Andalucía Acoge. “Es
difícil saberlo si tenemos en cuenta que unas negociaciones condicionan otras.
No sabemos en muchos casos para qué se da la ayuda ni cuánta; hay tantos fondos
que es imposible discernir la política exterior de España y de la Unión Europa.
Cabe recordar que las aeronaves militares que recibió Mauritania hace unos años
se computaron como Ayuda Oficial al Desarrollo. Un sinsentido”.
Marruecos cumple de un tiempo a esta parte. Cada 400 metros de playa, a las
afueras de Tánger, hay uno o varios militares en una garita. Por eso alcanzar
la playa es arriesgado y cuesta dinero.
Cuesta dinero. Primero, adquirir la barca neumática. Luego, contratar un
coche (taxi) que acerque al grupo por carretera hasta el punto convenido (30
euros por cabeza). Son nueve pasajeros, siete hombres y dos mujeres, hacinados
en un Renault Laguna, desprovisto de los asientos traseros, que incorpora el
maletero como un espacio útil. Hay casos en los que se produce un segundo pago
para que los militares miren para otro lado.
No es este el caso. Los nueve pasajeros no tienen vía libre. El taxista les
deja en la calzada. Desde allí son 500 metros en línea recta, campo a través,
bajo la luna llena, hasta la playa. Los hombres corren durante unos metros y
hacen una primera parada para beber agua, colocarse los chalecos salvavidas
ocultos bajo sus cazadoras. Cada uno lleva un bidón de agua y su móvil dentro
de un preservativo para evitar que se moje durante la travesía. Llevan una
bolsa amarilla con cuatro remos de madera, dos cubos de plástico para acarrear
agua dentro de la balsa y una bolsa azul con el toy, el juguete, la
barca, además de una bomba para inflarla cuando alcancen la playa.
Cada 30 metros, el grupo se para y se agacha. Van conducidos por un guía,
que conoce el procedimiento. Correr, parar, agacharse, beber agua y respirar para
expulsar la tensión. A lo lejos se ven las luces de Gibraltar. Es Europa.
Nadie habla. Correr, parar, agacharse, beber, respirar. Así hasta la playa.
Los últimos metros. El grupo se coloca en dos hileras, como si lo hubieran
entrenado tantas veces. Uno de ellos procede a inflar la barca. Cuando se
lancen al agua, el guía llamará al teléfono de Salvamento Marítimo de España
avisando de una patera en el agua. Hasta hace algún tiempo, esa estrategia
funcionaba: aunque fuera en aguas marroquíes, Salvamento Marítimo localizaba la
embarcación y rescataba a sus ocupantes. Ahora ya no sucede así. Y nadie lo
explica.
Ahora, la colaboración funciona. Y son las patrulleras marroquíes las que,
una vez tras otra, atrapan a los inmigrantes en sus barcas de juguete. ¿Quién
avisa a los marroquíes? Ahí está el secreto de la colaboración. Muy pocos
llegan a una zona más alejada, donde Salvamento Marítimo no tenga más remedio
que rescatarlos hasta Tarifa.
En el caso de estos nueve pasajeros, todo falla. De pronto, aparece un
grupo de militares. No hay carreras, no hay violencia: los inmigrantes se
quedan paralizados y se convierten en presa fácil de los militares. Una de las
mujeres se desmaya. Todos detenidos, fotógrafo incluido. Solo el guía, más
experimentado, arranca y se pierde en la oscuridad. Saben lo que les espera: un
interrogatorio no demasiado amable y un viaje gratis al desierto.
El otro Gurugú
LUIS GÓMEZ
En los montes está la cara más conocida de la
inmigración. Allí se esconden quienes tienen menos medios económicos. De allí
salen quienes no tienen más destino que saltar la valla. Ceuta o Melilla, las
dos fronteras terrestres de Europa en África.
Cerca de Ceuta están los montes de Bellyournech,
menos conocido que los del Gurugú. Desde la carretera es un paisaje verde.
Forman parte de un parque natural, verde, frondoso, espléndido, desde cuyas
alturas se divisa la costa española. Quien se detenga en su interior se dará
cuenta de que no es un paisaje silencioso: se escuchan voces lejanas,
dispersas, el rastro de seres humanos ocultos en la maleza. ¿Cuántos?: si no
hay censo en la ciudad, mucho menos en el bosque.
El bosque es también un espacio organizado. Hay un
reparto territorial por nacionalidades; en un lado senegaleses, en otro
cameruneses…Otro detalle: campamentos simulados y campamentos seguros. Los
inmigrantes han agudizado el ingenio y mantienen campamentos donde pasan algún
tiempo sabiendo que están localizados por los militares; en zonas más
inaccesibles y mucho más desperdigados, están los seguros. En las áreas más
altas y escarpadas, las cuevas. La vida en uno y otro lugar no se diferencia
mucho. En el monte es habitual encontrar gente que lleva atrapada años en
Marruecos, con experiencia en varios intentos fracasados: es gente sin salida.
“Cada inmigrante es parte de un proyecto familiar”,
explica el veterano sindicalista Migueles, del colectivo Aljaima, un profundo
conocedor de la explotación laboral en Marruecos. “El viaje de un inmigrante a
España suele durar una media de tres años y en ese trayecto, la familia
invierte casi todo su patrimonio”.
Por el monte sólo es posible ver policías o la
visita semanal de algún voluntario de la diócesis como Juanma Soria, un
empresario español, padre de cuatro hijos, originario de Valencia, que dedica
muchas horas a la dura labor de buscar inmigrantes por el bosque para
ofrecerles mantas, prendas de abrigo, consejos de higiene y alguna cura para
sus heridas.
Las perspectivas dentro del monte son escasas. O
intentas saltar la valla, o la rodeas por el mar, o te puede esperar el
desierto. Cuando hay expediciones a la valla, las secuelas se advierten al día
siguiente en forma de hombres golpeados, heridos y lesionados.
Dentro del bosque, también fluye la información
sobre lo que sucede fuera. No es difícil saber cuándo puede haber una redada.
Los gendarmes marroquíes son previsibles. “Llevar a inmigrantes al desierto es
caro, así que no lo hacen todos los días”, dice un representante de una ONG
local, “y menos ahora que hay problemas en la frontera con Argelia. Cuando hay
varios autobuses aparcados en la gendarmería, es señal de que habrá traslado al
desierto y se prepara una redada”.
Otro tanto sucede con las
patrulleras, con sus horarios de salida y amarre. Los militares son
funcionarios y eso tiene una ventaja: sus horarios son rígidos y sus costumbres
son fijas. Así se mueve la ley de la frontera.
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