luns, 20 de xaneiro de 2014

Huérfanos de la RDA


En 2014 se cumplen 25 años de la caída del Muro y varios libros retratan la Alemania del Este
Berlín estrena un museo sobre la vida en la República democrática


Desde lo alto de la torre humeante, bajo una pertinaz lluvia, Babette Scurrell muestra las cicatrices del cuerpo de su ciudad, Dessau. Es un conjunto de manchas verdes, que en un amplio tramo conforman un corredor que recorre esta urbe del este de Alemania. Antes, en esos espacios, se erguían bloques de viviendas u otros edificios. La emigración y el envejecimiento de la población local subsecuentes a la caída del muro los dejaron vacíos y abandonados. Un programa federal se encarga, desde 2002, de derribarlos. En total, más de 200.000 viviendas han sido demolidas. En su lugar brotan espacios verdes. Pedazos enteros de la ciudad —de esta y de muchas otras— se han evaporado en la transición de esta sociedad al mundo libre.Pero en lo alto de la torre, el olor de otra era persiste.
En tiempos de la RDA, este complejo industrial era un ahumadero de productos cárnicos. La planta cesó su actividad hace casi un cuarto de siglo. Sin embargo, el inconfundible olor sigue penetrando las narices de aquellos que suben hasta la cumbre de la torre, como un insuprimible recordatorio de un tiempo pasado, pero no del todo desvanecido.
Scurrell, que ahora es investigadora de la fundación Bauhaus de Dessau, recuerda sus sentimientos en los días de la reunificación. Al contrario de lo que muchos occidentales tienden a pensar, no fue solo una oleada de euforia y felicidad. “Yo tuve un sentimiento de decepción. Soñé hasta el final con que podríamos encontrar una tercera vía entre el modelo capitalista y el socialista. Con la caída del muro tuve claro que simplemente se proyectaría sobre nosotros el sistema occidental”, dice.
Scurrell, que tiene 54 años, divide en tres fases el tiempo transcurrido desde entonces: “En primer lugar, fue mayoritario un sentimiento de esperanza y entusiasmo. Luego vino una fase de decepción. Y ahora una de estabilización”, en la que sin duda la buena coyuntura económica de Alemania simplifica los encajes, amortigua los golpes. La distancia, la serenidad, la estabilidad hacen que esta sea una época fértil y adecuada para la reflexión sobre la identidad de Alemania del Este, el legado de la RDA, su impronta sobre sus exciudadanos.
Como un síntoma de la oportunidad de esta época para la reflexión, varias obras ambientadas en el mundo de la RDA han llegado al mercado hispanohablante en los últimos meses. La novela En tiempos de luz menguante, de Eugen Ruge, editada por Anagrama; Algún día nos lo contaremos todo, también una novela, de Daniela Krien, publicada por Salamandra; En la ciudad del mañana, la correspondencia entre la escritora Brigitte Reimann y el arquitecto Hermann Henselmann (Errata Naturae), y la película Bárbara, de Christian Petzold.
Además, en Berlín, se inauguró a finales de noviembre un nuevo museo sobre la vida cotidiana en la RDA. El centro se suma a otro abierto, también en la capital, hace nueve años y que visitan medio de millón de personas cada año. Pero a diferencia de este, el nuevo museo es público, y tiene una inspiración más política.
“Los ciudadanos del Este se sintieron durante décadas alemanes de segunda. Creo que, después de la caída del muro, la mayoría de la gente se esforzó para abrazar el modelo occidental y convertirse lo más rápido posible en alemanes de verdad”, reflexiona Ruge, autor de En tiempos de luz menguante, en conversación telefónica desde Alemania. “Al principio, los ciudadanos del Este intentaron sobre todo olvidar. Alejarse. Pero, después de un tiempo, la gente ha empezado a reflexionar sobre su identidad, a mirar hacia sus raíces”.
“Después de la unión, naturalmente ha habido algo de decepción”, prosigue el escritor. “El Este tenía una imagen edulcorada del Oeste. La realidad nunca podría estar a la altura. Pero el retorno a las raíces no es solo por eso. Creo que es una cuestión de salud psicológica. Es una manera de confesar quién eres. En tiempos de luz menguante es mi confesión”, dice Ruge, quien tiene 59 años, y escapó de la RDA un año antes de la caída del muro gracias a una hábil y atrevida artimaña burocrática. Simuló ser invitado al Oeste por un hombre mayor que llevaba su mismo apellido, y que Ruge afirmó era un familiar suyo a punto de fallecer. La burocracia de la RDA no detectó el engaño.
En tiempos de luz menguante, que ganó en 2011 el Deutscher Buchpreis —prestigioso premio a la mejor novela en lengua alemana—, es la historia de una familia del Este a lo largo de varias generaciones. En contraluz, se vislumbra un amplio retrato de la RDA. La construcción narrativa de la saga de los Umnitzer y su relación con el entramado social en el que viven se entronca perfectamente en la corriente literaria que viaja desde los Buddenbrook de Thomas Mann hasta los Lamberts (Las correcciones) y los Berglund (Libertad) de Jonathan Franzen.
Identidad y legado de la RDA naturalmente provocan reflexiones de corte muy distinto. Un artículo del autor y periodista Stefan Berg publicado el pasado verano por Der Spiegel sostenía por ejemplo que el concepto de Alemania del Este ha muerto, y que es hora ya de redactar un obituario. Según Berg, ni la identificación con la RDA, ni con un más neutral concepto de Alemania del Este persisten de forma sensible; aunque permanezcan diferencias, argumenta, la fractura entre las dos partes de Alemania se ha recompuesto.
Pero, a nivel individual, en la calle, no es infrecuente detectar, incluso en jóvenes que no conocieron la RDA, cierto sentimiento de identificación con el Este. Estudiantes universitarios inscritos en Facultades del Oeste sostienen a menudo que sí perciben todavía que algo los diferencia de sus compañeros occidentales.
Y en el segmento demográfico más adulto, una de las diferencias más evidentes es, quizá, el apego al modelo. En Dessau, Philipp Oswalt, director de la fundación Bauhaus, observa que es inevitable que al “haberse proyectado sobre el Este el sistema occidental”, el “nivel de adhesión al sistema sea inferior”. No se trata de rechazo —pese a temores de tiempos pasados, las opciones políticas radicales no han prosperado—, pero sí de una mayor distancia, escepticismo, frialdad.
La fundación Bauhaus ha trabajado en un interesante proyecto para asegurar la sostenibilidad de las localidades del Este que se siguen encogiendo debido a la despoblación subsecuente a la unión, al colapso del tejido industrial local. A escasa distancia de Dessau, en Wolfen, queda un auténtico monumento de la desindustrialización y de lo que representa en términos sociales, económicos y culturales: ORWO. Es la fábrica de películas que originariamente se llamaba AGFA. Tras la guerra, la rama occidental mantuvo el nombre AGFA; la planta original, la de Wolfen, siguió con la marca ORWO. Abasteció de películas, cámaras y videocámaras a gran parte del Pacto de Varsovia; dio trabajo durante décadas a decenas de miles de personas; pasó de centro productivo a museo en un santiamén.
Oswalt, que es del Oeste, habla en el despacho contiguo al que utilizaba Walter Gropius en el magnífico edificio de la escuela en Dessau. Aquí trabajaron Klee y Kandinsky. Dessau cuenta con un teatro importante, historia, pero al igual que anodinas urbes de sus alrededores surgidas cerca de polígonos industriales, sufre una despoblación y un envejecimiento que cuestionan su vitalidad, su futuro, su identidad. La libertad y la mejora de los estándares de vida logrados en el Este tras la caída del muro no impiden que amplias áreas de este territorio pierdan vidas a raudales y que el grado de adhesión al sistema sea inferior que en el Oeste.
La distancia del modelo actual, por supuesto, no es nostalgia del anterior. “Puede que hubiera un momento en el que algunos sintieran nostalgia, pero creo que ese sentimiento ya no existe o es absolutamente minoritario”, observa Scurrell. Evaporado el entusiasmo inicial, desvanecida la nostalgia, el horizonte está ahora más despejado para evaluar con lucidez el pasado y sus consecuencias.
Las obras traducidas recientemente al castellano facilitan un acercamiento a ese proceso. La correspondencia entre Reimann y Henselmann, por ejemplo, es un interesante documento de los anhelos, ideales y frustraciones de dos destacados representantes del experimento político-social de la RDA. Henselmann fue el arquitecto de mayor renombre del país; Reimann, una de sus más brillantes escritoras.
Daniela Krien, de 38 años, sitúa su novela Algún día nos lo contaremos todo en una localidad rural del Este en los primeros compases de la reunificación. Aunque los rasgos intimistas predominen en la textura literaria de la novela, la historia irrumpe poderosa a menudo, rasgando el velo emocional del relato.
Bárbara, en cambio, la película de Christian Petzold, encara de lleno las miserias del régimen de la RDA. El filme reconstruye con notable intensidad el sentimiento de opresión propio de la vida bajo un régimen. El simple ruido de un coche que se acerca de noche a la vivienda de alguien que ha manifestado de manera demasiado explícita su disenso da escalofríos. Promete sufrimiento, opresión. “Ninguna otra película sobre Alemania del Este en los últimos 20 años me ha emocionado tanto como esta”, escribió un corresponsal —alemán del Este— en Berlín del semanario The Economist.
Y el nuevo museo de Berlín —estructurado en cuatro secciones: Dominación y vida cotidiana, El colectivo y el individuo, Consumo y carencias y Repliegue y resurgimiento— ofrece nuevos estímulos para una reflexión muy oportuna en la era de la vigilancia total.
No es casualidad que la sociedad —y la política— alemana destaque entre aquellas que con mayor vigor están rechazando las prácticas de vigilancia y espionaje masivos desveladas por los documentos filtrados por el excontratista de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos Edward Snowden. Medio siglo de vida bajo —o cerca— de la STASI deja su rastro.
Tampoco es casualidad que varios de los protagonistas del extraordinario episodio de filtración de documentos secretos hayan decidido trasladarse a vivir a Alemania, donde se sienten más seguros que en países con historiales democráticos más amplios como Reino Unido y, obviamente, Estados Unidos. En estos templos de la democracia y el respeto del derecho, la defensa de la seguridad se ha impuesto tanto sobre las libertades individuales y colectivas que el diario The Guardian está siendo sometido a poco menos que una persecución por publicar informaciones sobre las praxis del espionaje. Los parlamentarios británicos preguntaron a su director, Alan Rusbridger, si amaba a su país; los alemanes maniobran para que Snowden declare sobre las prácticas de la NSA.
Así, Sarah Harrison, mano derecha de Julian Assange en Wikileaks que ayudó a Snowden en su huida de Hong Kong a Rusia y en su posterior búsqueda de asilo, abandonó Londres por Berlín, donde se siente más segura. En Alemania también viven Laura Poitras, la documentalista estadounidense que fue la primera en entrar en contacto con Snowden; y Jacob Appelbaum, un hacker que facilitó las comunicaciones encriptadas entre el filtrador y los divulgadores.
Significativamente, el nuevo museo de Berlín no tiene una sección específica sobre la Stasi. “No le dedicamos una sección especial porque estaba presente en cada minuto de la vida cotidiana”, comentó Mike Lukash, director del museo, a Enrique Müller, colaborador de este diario en Berlín. La sensación cada vez más inquietante es que la NSA también lo está.
Los anticuerpos desarrollados bajo el yugo de una dictadura pueden ser muy útiles. Los músculos atrofiados durante décadas de vida económica y social bajo un sistema fallido y —a veces— cruel no se recuperan del todo y con facilidad pese a las atenciones de un poderoso y rico hermano. Estas circunstancias siguen marcando, de alguna manera, aunque sea ya suavemente, el este de Alemania, el indiscutido titán de la Europa actual.
El olor en la cima de la torre de Dessau ya no intoxica; tampoco se ha desvanecido. Es un buen momento para reflexionar sobre su identidad, legado y consecuencias en el cuerpo del gigante que lidera el continente.
En tiempos de luz menguante. Novela de una familia. Eugen Ruge. Traducción de Richard Gross. Anagrama. Barcelona, 2013. 394 páginas. 19,90 euros (electrónico, 15,99). Algún día nos lo contaremos todo. Daniela Krien. Traducción de María José Díez Pérez. Salamandra. Barcelona, 2013. 188 páginas. 15 euros. En la ciudad del mañana. Correspondencia. Brigitte Reimann y Hermann Henselmann. Traducción de Ibon Zubiaur. Errata Naturae. Madrid, 2013. 173 páginas. 16,90 euros.

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