En 2014 se cumplen 25 años de la caída del Muro y varios
libros retratan la Alemania del Este
Berlín estrena un museo sobre la vida en la República
democrática
Desde lo alto de la torre humeante, bajo una pertinaz lluvia,
Babette Scurrell muestra las cicatrices del cuerpo de su ciudad, Dessau. Es un
conjunto de manchas verdes, que en un amplio tramo conforman un corredor que
recorre esta urbe del este de Alemania.
Antes, en esos espacios, se erguían bloques de viviendas u otros edificios. La
emigración y el envejecimiento de la población local subsecuentes a la caída
del muro los dejaron vacíos y abandonados. Un programa federal se encarga,
desde 2002, de derribarlos. En total, más de 200.000 viviendas han sido
demolidas. En su lugar brotan espacios verdes. Pedazos enteros de la ciudad —de
esta y de muchas otras— se han evaporado en la transición de esta sociedad al mundo
libre.Pero en lo alto de la torre, el olor de otra era persiste.
En tiempos de la RDA,
este complejo industrial era un ahumadero de productos cárnicos. La planta cesó
su actividad hace casi un cuarto de siglo. Sin embargo, el inconfundible olor
sigue penetrando las narices de aquellos que suben hasta la cumbre de la torre,
como un insuprimible recordatorio de un tiempo pasado, pero no del todo
desvanecido.
Scurrell, que ahora es investigadora de la fundación Bauhaus de Dessau,
recuerda sus sentimientos en los días de la reunificación. Al contrario de lo
que muchos occidentales tienden a pensar, no fue solo una oleada de euforia y
felicidad. “Yo tuve un sentimiento de decepción. Soñé hasta el final con que
podríamos encontrar una tercera vía entre el modelo capitalista y el
socialista. Con la caída del muro tuve claro que simplemente se proyectaría
sobre nosotros el sistema occidental”, dice.
Scurrell, que tiene 54 años, divide en tres fases el tiempo transcurrido
desde entonces: “En primer lugar, fue mayoritario un sentimiento de esperanza y
entusiasmo. Luego vino una fase de decepción. Y ahora una de estabilización”,
en la que sin duda la buena coyuntura económica de Alemania simplifica los
encajes, amortigua los golpes. La distancia, la serenidad, la estabilidad hacen
que esta sea una época fértil y adecuada para la reflexión sobre la identidad
de Alemania del Este, el legado de la RDA, su impronta sobre sus exciudadanos.
Como un síntoma de la oportunidad de esta época para la reflexión, varias
obras ambientadas en el mundo de la RDA han llegado al mercado hispanohablante
en los últimos meses. La novela En tiempos de
luz menguante,
de Eugen Ruge, editada por Anagrama; Algún día nos lo contaremos todo,
también una novela, de Daniela Krien, publicada por Salamandra; En la ciudad
del mañana, la correspondencia entre la escritora Brigitte Reimann y
el arquitecto Hermann Henselmann (Errata Naturae), y la película Bárbara,
de Christian Petzold.
Además, en Berlín,
se inauguró a finales de noviembre un nuevo museo sobre la vida cotidiana en la
RDA. El centro se suma a otro abierto, también en la capital, hace nueve años y
que visitan medio de millón de personas cada año. Pero a diferencia de este, el
nuevo museo es público, y tiene una inspiración más política.
“Los ciudadanos del Este se sintieron durante décadas alemanes de segunda.
Creo que, después de la caída del muro, la mayoría de la gente se esforzó para
abrazar el modelo occidental y convertirse lo más rápido posible en alemanes de
verdad”, reflexiona Ruge, autor de En tiempos de luz menguante,
en conversación telefónica desde Alemania. “Al principio, los ciudadanos del
Este intentaron sobre todo olvidar. Alejarse. Pero, después de un tiempo, la
gente ha empezado a reflexionar sobre su identidad, a mirar hacia sus raíces”.
“Después de la unión, naturalmente ha habido algo de decepción”, prosigue
el escritor. “El Este tenía una imagen edulcorada del Oeste. La realidad nunca
podría estar a la altura. Pero el retorno a las raíces no es solo por eso. Creo
que es una cuestión de salud psicológica. Es una manera de confesar quién eres.
En tiempos de luz menguante es mi confesión”, dice Ruge, quien tiene 59
años, y escapó de la RDA un año antes de la caída del muro gracias a una hábil
y atrevida artimaña burocrática. Simuló ser invitado al Oeste por un hombre
mayor que llevaba su mismo apellido, y que Ruge afirmó era un familiar suyo a
punto de fallecer. La burocracia de la RDA no detectó el engaño.
En tiempos de luz menguante,
que ganó en 2011 el Deutscher Buchpreis —prestigioso premio a la mejor novela
en lengua alemana—, es la historia de una familia del Este a lo largo de varias
generaciones. En contraluz, se vislumbra un amplio retrato de la RDA. La
construcción narrativa de la saga de los Umnitzer y su relación con el
entramado social en el que viven se entronca perfectamente en la corriente
literaria que viaja desde los Buddenbrook de Thomas Mann hasta los
Lamberts (Las correcciones) y los Berglund (Libertad) de Jonathan Franzen.
Identidad y legado de la RDA naturalmente provocan reflexiones de corte muy
distinto. Un artículo del autor y periodista Stefan Berg publicado el pasado
verano por Der Spiegel sostenía por ejemplo que el concepto de Alemania
del Este ha muerto, y que es hora ya de redactar un obituario. Según Berg, ni
la identificación con la RDA, ni con un más neutral concepto de Alemania del
Este persisten de forma sensible; aunque permanezcan diferencias, argumenta, la
fractura entre las dos partes de Alemania se ha recompuesto.
Pero, a nivel individual, en la calle, no es infrecuente detectar, incluso
en jóvenes que no conocieron la RDA, cierto sentimiento de identificación con
el Este. Estudiantes universitarios inscritos en Facultades del Oeste sostienen
a menudo que sí perciben todavía que algo los diferencia de sus compañeros
occidentales.
Y en el segmento demográfico más adulto, una de las diferencias más
evidentes es, quizá, el apego al modelo. En Dessau, Philipp Oswalt, director de
la fundación Bauhaus, observa que es inevitable que al “haberse proyectado
sobre el Este el sistema occidental”, el “nivel de adhesión al sistema sea
inferior”. No se trata de rechazo —pese a temores de tiempos pasados, las
opciones políticas radicales no han prosperado—, pero sí de una mayor
distancia, escepticismo, frialdad.
La fundación Bauhaus ha trabajado en un interesante proyecto para asegurar
la sostenibilidad de las localidades del Este que se siguen encogiendo debido a
la despoblación subsecuente a la unión, al colapso del tejido industrial local.
A escasa distancia de Dessau, en Wolfen, queda un auténtico monumento de la
desindustrialización y de lo que representa en términos sociales, económicos y
culturales: ORWO. Es la fábrica de películas que originariamente se llamaba
AGFA. Tras la guerra, la rama occidental mantuvo el nombre AGFA; la planta
original, la de Wolfen, siguió con la marca ORWO. Abasteció de películas,
cámaras y videocámaras a gran parte del Pacto de Varsovia; dio trabajo durante
décadas a decenas de miles de personas; pasó de centro productivo a museo en un
santiamén.
Oswalt, que es del Oeste, habla en el despacho contiguo al que utilizaba Walter Gropius en el
magnífico edificio de la escuela en Dessau. Aquí trabajaron Klee y Kandinsky. Dessau cuenta
con un teatro importante, historia, pero al igual que anodinas urbes de sus
alrededores surgidas cerca de polígonos industriales, sufre una despoblación y
un envejecimiento que cuestionan su vitalidad, su futuro, su identidad. La
libertad y la mejora de los estándares de vida logrados en el Este tras la
caída del muro no impiden que amplias áreas de este territorio pierdan vidas a
raudales y que el grado de adhesión al sistema sea inferior que en el Oeste.
La distancia del modelo actual, por supuesto, no es nostalgia del anterior.
“Puede que hubiera un momento en el que algunos sintieran nostalgia, pero creo
que ese sentimiento ya no existe o es absolutamente minoritario”, observa
Scurrell. Evaporado el entusiasmo inicial, desvanecida la nostalgia, el
horizonte está ahora más despejado para evaluar con lucidez el pasado y sus
consecuencias.
Las obras traducidas recientemente al castellano facilitan un acercamiento
a ese proceso. La correspondencia entre Reimann y Henselmann, por ejemplo, es
un interesante documento de los anhelos, ideales y frustraciones de dos
destacados representantes del experimento político-social de la RDA. Henselmann
fue el arquitecto de mayor renombre del país; Reimann, una de sus más
brillantes escritoras.
Daniela Krien, de 38 años, sitúa su novela Algún día nos lo contaremos
todo en una localidad rural del Este en los primeros compases de la
reunificación. Aunque los rasgos intimistas predominen en la textura literaria
de la novela, la historia irrumpe poderosa a menudo, rasgando el velo emocional
del relato.
Bárbara, en cambio, la película de
Christian Petzold, encara de lleno las miserias del régimen de la RDA. El filme
reconstruye con notable intensidad el sentimiento de opresión propio de la vida
bajo un régimen. El simple ruido de un coche que se acerca de noche a la
vivienda de alguien que ha manifestado de manera demasiado explícita su disenso
da escalofríos. Promete sufrimiento, opresión. “Ninguna otra película sobre
Alemania del Este en los últimos 20 años me ha emocionado tanto como esta”,
escribió un corresponsal —alemán del Este— en Berlín del semanario The Economist.
Y el nuevo museo de Berlín —estructurado en cuatro secciones: Dominación y
vida cotidiana, El colectivo y el individuo, Consumo y carencias y Repliegue y
resurgimiento— ofrece nuevos estímulos para una reflexión muy oportuna en la
era de la vigilancia total.
No es casualidad que la sociedad —y la política— alemana destaque entre
aquellas que con mayor vigor están rechazando las prácticas de vigilancia y
espionaje masivos desveladas por los documentos filtrados por el excontratista
de la Agencia de
Seguridad Nacional (NSA) de Estados Unidos Edward Snowden. Medio
siglo de vida bajo —o cerca— de la STASI deja su rastro.
Tampoco es casualidad que varios de los protagonistas del extraordinario
episodio de filtración de documentos secretos hayan decidido trasladarse a
vivir a Alemania, donde se sienten más seguros que en países con historiales
democráticos más amplios como Reino Unido y, obviamente, Estados Unidos. En
estos templos de la democracia y el respeto del derecho, la defensa de la seguridad
se ha impuesto tanto sobre las libertades individuales y colectivas que el
diario The Guardian
está siendo sometido a poco menos que una persecución por publicar
informaciones sobre las praxis del espionaje. Los parlamentarios británicos
preguntaron a su director, Alan Rusbridger, si amaba a su país; los alemanes
maniobran para que Snowden declare sobre las prácticas de la NSA.
Así, Sarah Harrison, mano derecha de Julian Assange en Wikileaks que ayudó a
Snowden en su huida de Hong Kong a Rusia y en su posterior búsqueda de asilo,
abandonó Londres por Berlín, donde se siente más segura. En Alemania también
viven Laura Poitras, la documentalista estadounidense que fue la primera en
entrar en contacto con Snowden; y Jacob Appelbaum, un hacker que
facilitó las comunicaciones encriptadas entre el filtrador y los divulgadores.
Significativamente, el nuevo museo de Berlín no tiene una sección
específica sobre la Stasi. “No le dedicamos una sección especial porque estaba
presente en cada minuto de la vida cotidiana”, comentó Mike Lukash, director
del museo, a Enrique Müller, colaborador de este diario en Berlín. La sensación
cada vez más inquietante es que la NSA también lo está.
Los anticuerpos desarrollados bajo el yugo de una dictadura pueden ser muy
útiles. Los músculos atrofiados durante décadas de vida económica y social bajo
un sistema fallido y —a veces— cruel no se recuperan del todo y con facilidad
pese a las atenciones de un poderoso y rico hermano. Estas circunstancias
siguen marcando, de alguna manera, aunque sea ya suavemente, el este de
Alemania, el indiscutido titán de la Europa actual.
El olor en la cima de la torre de Dessau ya no intoxica; tampoco se ha
desvanecido. Es un buen momento para reflexionar sobre su identidad, legado y
consecuencias en el cuerpo del gigante que lidera el continente.
En tiempos de luz menguante. Novela
de una familia. Eugen Ruge.
Traducción de Richard Gross. Anagrama. Barcelona, 2013. 394 páginas. 19,90
euros (electrónico, 15,99). Algún día nos lo contaremos todo.
Daniela Krien. Traducción de María José Díez Pérez. Salamandra. Barcelona,
2013. 188 páginas. 15 euros. En la ciudad del mañana. Correspondencia.
Brigitte Reimann y Hermann Henselmann. Traducción de Ibon Zubiaur. Errata
Naturae. Madrid, 2013. 173 páginas. 16,90 euros.
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