Varios libros coinciden en destacar la importancia de los
mapas en la forja de las sociedades contemporáneas y repasan 2.000 años de
leyendas cartográficas
Al principio, un estudioso en la biblioteca de Alejandría, un siglo después de Cristo. Al final, de momento, usted, o más bien esa luz parpadeante que le representa en una pantalla. Y en medio, entre el primer geógrafo moderno —Ptolomeo— y la aplicación de Google Maps en los móviles inteligentes, la historia de los mapas: dos milenios de aventuras, verdades y mentiras que matan. A ella, y a su importancia, están dedicados dos libros de publicación reciente que devuelven la geografía a los focos (y a los que se podría sumar un tercero: Historia de las tierras y los lugares legendarios, de Umberto Eco). En el mapa (Taurus), de Simon Garfield, tira de anecdotario e historiografía para narrar, fiel a su subtítulo, “cómo el mundo adquirió su aspecto”. Mientras tanto, La venganza de la geografía (RBA), de Robert D. Kaplan, ahonda en la relevancia de los asuntos geográficos para las crisis políticas y económicas.
“Casi 2.000 años después todavía hacemos mapas. Para no perdernos y porque
queremos descubrir cosas nuevas. La ambición y el intento de exactitud son los
mismos que entonces”, asegura Garfield por teléfono desde Londres. Y desde
Nueva York, Kaplan declara a este periódico: “El hecho de que podamos
comunicarnos por correo electrónico no significa que vivamos en el mismo mundo.
Cuando se ven las disputas, te das cuenta de que las montañas, los valles, todo
importa”.
Desde su despacho en la Universidad Autónoma, José Antonio Rodríguez
Esteban se muestra de acuerdo. A sus espaldas, cómo no, un mapa del mundo. “Son
objetos sugerentes. Los miras y te despiertan imaginación, inquietudes, incluso
sentimientos”, defiende este profesor de Geografía y miembro de la junta
directiva de la Sociedad Geográfica Española.
En efecto, detrás de las actuales representaciones del planeta, y de sus
antecesoras, hay viajes y leyendas, muchas leyendas. Si sabemos que en el Polo
Norte ni hay pigmeos, ni un volcán “negrísimo” —Mercator dixit, en el
siglo XVI—, es porque marineros, científicos y exploradores dejaron un día su
tierra para descubrir cómo era el más allá. Por sed de conocimiento, algunos.
Por hambre de poder, otros.
A veces encontraron ambas cosas. Y en ocasiones, solo el abismo. Como los
644 tripulantes del barco español San Telmo, “uno de los episodios más trágicos
de la historia de las exploraciones”, según Eduardo Martínez de Pisón,
catedrático emérito de Geografía, alpinista y autor de libros como Más allá
del Everest. En 1819 el navío recorría el paso de Drake cuando una tormenta
le arrastró hasta la isla antártica de Livingston. Jamás volvió a zarpar. “Un
año después, un capitán británico encontró los maderámenes del navío y, según
una costumbre marinera, los cogió para hacer con ellos su ataúd”, recuerda
Martínez de Pisón. Esa es al menos la hipótesis más aceptada, porque el destino
del barco sigue envuelto en el misterio.
En realidad, las dudas permanecen hasta en los mapas de hoy en día. Pese a
satélites y siglos de avances, hay cimas en China, o la del monte Shahdagh, en
Azerbayán, vírgenes a la presencia humana. “Al parecer la subida ha de hacerse
por unas cascadas de 100 metros de caída y esperar al invierno para
encontrarlas heladas”, relata Rodríguez Esteban sobre la segunda. Se trata, eso
sí, de excepciones, ya que la aplastante mayoría del planeta ha sido
cartografiada.
Distinto es también el empleo que se da a los mapas. “Al principio, eran un
ejercicio académico. Solo los ricos los usaban en un sentido práctico: un
príncipe podía colgarlo en una pared para presumir de lo que poseía o conocía”,
aclara Garfield. De los salones reales los mapas acabarían pasando a los
dormitorios de los niños y los vagones del metro.
En el de Londres, en concreto, cuelga uno de los favoritos de Garfield: “Es
a la vez exacto y equivocado. Todo parece a la misma distancia, pero hay viajes
que duran un parpadeo y otros, 45 minutos. Si intentaras caminar bajo tierra
siguiéndolo te perderías”.
Al fin y al cabo, engaños y errores siempre han tenido protagonismo en esta
historia. Baste recordar a James Rennell, el cartógrafo que en 1798 inventó de
la nada la cordillera africana de Kong. También, y durante décadas, California
fue una isla, al igual que Frislandia, tierra fantasma que aparecía en los
mapas entre Reino Unido e Islandia.
Las equivocaciones siguen existiendo, aunque la
tecnología digital se propone acabar con ellas. “Los centros cartográficos
están recurriendo a las correcciones de la gente”, relata Rodríguez Esteban.
Podría ser uno de los próximos retos, junto con los mapas del universo o quién
sabe qué. “Nadie predijo hace 15 años la transformación digital actual, así que
es difícil prever qué pasará en otra quincena”, imagina Garfield. Es el mapa
del futuro: no puede haber exactitud.
Ningún comentario:
Publicar un comentario