venres, 24 de xaneiro de 2014

Mariana Pineda y otras amazonas


Por: EL PAÍS | 13 de enero de 2014
Por Juan Francisco Fuentes y Pilar Garí

En 1814, las liberalas -así denominadas a veces por sus enemigos– no pasaban de ser una exigua minoría a la que la monarquía absoluta prestó escasa atención, salvo que se empeñaran en ayudar a los presos y en importunar a las autoridades con sus quejas. Si la propaganda servil se fijó en ellas fue para señalar los desvaríos a los que había llegado el liberalismo en aquellos años en que todo anduvo revuelto. Por el contrario, a partir de 1823 la represión fue implacable también con ellas. Las cárceles, galeras y casas de arrecogidas fueron recibiendo a las más comprometidas o a las más infelices, aquellas que no habían podido huir a tiempo o que no contaban con ningún tipo de protección en las altas esferas. Otras se vieron más o menos libres de la persecución oficial, pero no del acoso de sus vecinos más exaltados. En algunos casos, la presión ambiental sobre una mujer conocida por sus ideas liberales podía llevarla a cambiar de residencia e incluso a huir al extranjero, como hizo Tecla López de Angulo, monja del convento de las Huelgas, secularizada en 1822, que tuvo que abandonar Burgos y buscar refugio en Francia al no poder soportar por más tiempo los atropellos y las amenazas de los serviles.
En el origen del terror blanco, con los voluntarios realistas como su principal brazo ejecutor, había a menudo una motivación social, porque el absolutismo popular tendía a identificar a los liberales con los propietarios, y a éstos con las nuevas formas de propiedad. Para ellos, ser negro era cosa de ricos. Algunas señoras liberales, por su parte, pensaban que bajo la monarquía absoluta el populacho se sentía como pez en el agua. En realidad, esas dos visiones antagónicas del conflicto no estaban tan alejadas una de otra. El hecho es que, como denunció la propia policía, la gente de cierta posición se veía acosada, y a veces despojada, por la plebe absolutista, que actuaba movida por el odio de clase y por la propaganda clerical. El lamento, en 1823, del autor de El Tío tremenda abundaba también en las implicaciones sociales del liberalismo femenino: ¡cuánto daño le hacían a la causa del altar y del trono esas “señoras de más alto rango” que se dedicaban a propagar la doctrina constitucional! 
Hay casos dramáticos de mujeres perseguidas hasta el ensañamiento por sus ideas liberales, como Rosa Zamora, imputada en la intentona de Pablo Iglesias en Almería en 1824 y encerrada por tiempo indefinido en la Real Cárcel de Granada, en un cubículo infecto calificado como “un sitio destinado para matar gente” por los dos médicos que la visitaron a instancias del tribunal. No era sólo la inhumanidad del aparato judicial y carcelario absolutista, sino la falta de medios de un sistema que no estaba preparado para castigar a las mujeres por delitos de naturaleza política, máxime tratándose, como ocurría a menudo, de señoras de la “clase y estado” de la propia Rosa Zamora, como dijo el responsable de Real Cárcel de Granada para justificar los problemas irresolubles que planteaba su reclusión.
Las casas galera y cárceles femeninas habían sido pensadas para mujeres de la plebe acusadas de delitos comunes, como prostitución, robo o infanticidio, una circunstancia que motivó frecuentes quejas de las presas políticas, condenadas a compartir su infortunio, en palabras de una de ellas, con “mujeres prostitutas y disolutas sin vestigio alguno de pudor y educación”, que constituían a todas luces una compañía inadecuada para “una mujer de clase”. En otras ocasiones, esa carencia de medios resultó providencial para salvar de la cárcel a alguna sospechosa, como Francisca Tentor, implicada en la trama conspirativa de Málaga en 1831. Así le constaba al gobernador militar, González Moreno –el verdugo de Torrijos–, quien, sin embargo, prefirió demorar su detención, entre otras razones, por no disponer “del local proporcionado en que constituirla, y en que se halle (…) con la decencia y decoro que exigen su sexo, su estado y la calidad de su persona”.
Aunque atenuada en algunos casos por las carencias materiales del sistema y cierta inercia paternalista, la represión absolutista alcanzó de lleno al liberalismo femenino desde el principio hasta el final de la Década Ominosa. La intensidad y las formas variaron según el momento. Primero fueron las Comisiones Militares y las Juntas de Purificación; posteriormente, a partir de 1830, la iniciativa la llevó sobre todo la policía de Calomarde.
La magnitud de la represión permite calibrar tanto la importancia del Trienio en la socialización del liberalismo entre las españolas como la disposición de muchas de ellas a luchar por las libertades tras el triunfo de la reacción. En ocasiones, se trataba simplemente de esconder un ejemplar de la Constitución, un uniforme de miliciano o un trozo de una lápida constitucional. Este tipo de prácticas, frecuentes a lo largo de toda la década –recuérdese que Mariana Pineda fue ejecutada por el “detestable delito” de guardar una bandera–, definen dos características del liberalismo femenino que en la clandestinidad iban a resultar de enorme importancia: la estrecha relación de la mujer con los elementos simbólicos de la revolución y su dominio del espacio privado, ámbito fundamental de la actividad conspirativa. La mujer liberal –la viuda sobre todo– desempeñó en él una labor impagable protegiendo a prófugos de la justicia, recibiendo y repartiendo correspondencia, auspiciando reuniones, escribiendo ella misma cartas e informes con tinta invisible y a veces participando en los núcleos conspirativos que fueron surgiendo por toda España, especialmente en Andalucía y Levante.
Corrieron suerte muy diversa. Algunas, con graves responsabilidades políticas, escaparon milagrosamente a la represión, mientras otras fueron detenidas y condenadas a duras penas de cárcel, cuando no a la muerte. (…) Eran las nuevas “amazonas de la libertad”, según la imagen utilizada por el italiano conde Pecchio en una de sus cartas desde la España del Trienio, en la que se refiere a la juventud y la belleza de las partidarias del régimen constitucional español.
Lo de las “amazonas de la libertad” circulaba ya por Francia en tiempo de la revolución, lo mismo que otras locuciones asociadas al mito de las amazonas. Hay frecuentes alusiones a ellas en las guerras de independencia de principios del siglo XIX, como la española o la griega, y en las luchas revolucionarias en que intervienen las mujeres.
El Trienio liberal, en cambio, pese a la referencia de Pecchio a Cádiz y Valencia como lugares en los que habitan “les plus belles amazones de la liberté”, no resultó especialmente propicio a la imagen de mujer belicosa e intrépida. Era lógico que, una vez alcanzada la libertad, el mito sufriera un cierto eclipse, por más que en alguna ocasión alguien se acordara de las guerreras de la Antigüedad y las citara de pasada. La razón de ello la encontramos en un artículo de prensa, publicado en 1820, en el que se encomia el patriotismo de las “jóvenes solteras” de Cangas de Onís que se han ofrecido para adornar la lápida de la Constitución con vistas a los festejos cívicos organizados por el ayuntamiento. Si el despotismo se hubiese prolongado por más tiempo, afirma el autor, “hubiéramos visto amazonas en defensa de la Constitución”. “Mas”, añade, “ya que su brazo no ha podido manejar la espada de la patria, ahora desean emplear sus delicadas manos en embellecer el monumento o lápida del hermoso Código”. En suma, el tiempo del sacrificio y el heroísmo había pasado; al menos, de momento.
La hora de las amazonas volvió a sonar con la restauración absolutista de 1823 y en especial con la gran ofensiva lanzada por los liberales tras el triunfo de la revolución francesa de 1830. Es entonces cuando, según el marqués de Custine, el gobierno de Fernando VII [en la imagen, en un óleo de Goya del Museo del Prado] piensa que el liberalismo español ha dotado a su organización clandestina –su “ejército invisible”– de “escuadrones de amazonas” listos para el asalto final contra la monarquía absoluta.
La expresión, registrada ya en la Guerra de la Independencia española y años después en la Polonia sublevada contra los rusos, refleja en esta etapa final del reinado de Fernando VII una doble realidad. Por un lado, la notable participación femenina en las redes conspirativas de los años 1830–1832, aprovechando su mejor adaptación a la actividad clandestina –¿no tenía un punto de clandestinidad la vida de la mujer en el ámbito privado?– y su –hasta entonces– menor vulnerabilidad a la represión absolutista. Por otro, la decisión del régimen y, según Custine, del propio monarca de dar un escarmiento –“faire un example”– que pusiera fin a tanta conspiración y a tanta amazona suelta. La propia Gaceta de Madrid hablaría de “escarmiento” al informar de la ejecución de Mariana Pineda, y lo justificaría por la necesidad de contrarrestar la táctica adoptada por los revolucionarios de involucrar en sus planes “al sexo menos cauto y más capaz de interesar la ajena compasión”. Ser mujer y liberal en España se estaba poniendo cada vez más peligroso.
Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, y Pilar Garí, traductora y escritora, son autores de Amazonas de la libertad. Mujeres liberales contra Fernando VII (Marcial Pons), que saldrá a la venta el 15 de enero. Este texto es un extracto de sus conclusiones.

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