Por: EL PAÍS | 13 de enero de 2014
Por Juan Francisco Fuentes y Pilar Garí
En 1814, las liberalas -así denominadas a veces por sus enemigos– no
pasaban de ser una exigua minoría a la que la monarquía absoluta prestó escasa
atención, salvo que se empeñaran en ayudar a los presos y en importunar a las
autoridades con sus quejas. Si la propaganda servil se fijó en ellas fue para
señalar los desvaríos a los que había llegado el liberalismo en aquellos años
en que todo anduvo revuelto. Por el contrario, a partir de 1823 la represión
fue implacable también con ellas. Las cárceles, galeras y casas de arrecogidas
fueron recibiendo a las más comprometidas o a las más infelices, aquellas que
no habían podido huir a tiempo o que no contaban con ningún tipo de protección
en las altas esferas. Otras se vieron más o menos libres de la persecución
oficial, pero no del acoso de sus vecinos más exaltados. En algunos casos, la
presión ambiental sobre una mujer conocida por sus ideas liberales podía
llevarla a cambiar de residencia e incluso a huir al extranjero, como hizo Tecla
López de Angulo, monja del convento de las Huelgas, secularizada en 1822,
que tuvo que abandonar Burgos y buscar refugio en Francia al no poder soportar
por más tiempo los atropellos y las amenazas de los serviles.
En el origen del terror blanco, con los voluntarios realistas como
su principal brazo ejecutor, había a menudo una motivación social, porque el
absolutismo popular tendía a identificar a los liberales con los propietarios,
y a éstos con las nuevas formas de propiedad. Para ellos, ser negro era
cosa de ricos. Algunas señoras liberales, por su parte, pensaban que bajo la
monarquía absoluta el populacho se sentía como pez en el agua. En
realidad, esas dos visiones antagónicas del conflicto no estaban tan alejadas
una de otra. El hecho es que, como denunció la propia policía, la gente de
cierta posición se veía acosada, y a veces despojada, por la plebe absolutista,
que actuaba movida por el odio de clase y por la propaganda clerical. El
lamento, en 1823, del autor de El Tío tremenda abundaba
también en las implicaciones sociales del liberalismo femenino: ¡cuánto daño le
hacían a la causa del altar y del trono esas “señoras de más alto rango” que se
dedicaban a propagar la doctrina constitucional!
Hay casos dramáticos de mujeres perseguidas hasta el ensañamiento por sus
ideas liberales, como Rosa Zamora, imputada en la intentona de Pablo
Iglesias en Almería en 1824 y encerrada por tiempo indefinido en la Real Cárcel
de Granada, en un cubículo infecto calificado como “un sitio destinado para
matar gente” por los dos médicos que la visitaron a instancias del tribunal. No
era sólo la inhumanidad del aparato judicial y carcelario absolutista, sino la
falta de medios de un sistema que no estaba preparado para castigar a las
mujeres por delitos de naturaleza política, máxime tratándose, como ocurría a
menudo, de señoras de la “clase y estado” de la propia Rosa Zamora, como dijo
el responsable de Real Cárcel de Granada para justificar los problemas
irresolubles que planteaba su reclusión.
Las casas galera y cárceles femeninas habían sido pensadas para mujeres de
la plebe acusadas de delitos comunes, como prostitución, robo o infanticidio,
una circunstancia que motivó frecuentes quejas de las presas políticas,
condenadas a compartir su infortunio, en palabras de una de ellas, con “mujeres
prostitutas y disolutas sin vestigio alguno de pudor y educación”, que
constituían a todas luces una compañía inadecuada para “una mujer de clase”. En
otras ocasiones, esa carencia de medios resultó providencial para salvar de la
cárcel a alguna sospechosa, como Francisca Tentor, implicada en la trama
conspirativa de Málaga en 1831. Así le constaba al gobernador militar, González
Moreno –el verdugo de Torrijos–, quien, sin embargo, prefirió demorar su
detención, entre otras razones, por no disponer “del local proporcionado en que
constituirla, y en que se halle (…) con la decencia y decoro que exigen su
sexo, su estado y la calidad de su persona”.
Aunque atenuada en algunos casos por las carencias materiales del sistema y
cierta inercia paternalista, la represión absolutista alcanzó de lleno al
liberalismo femenino desde el principio hasta el final de la Década
Ominosa. La intensidad y las formas variaron según el momento.
Primero fueron las Comisiones Militares y las Juntas de Purificación;
posteriormente, a partir de 1830, la iniciativa la llevó sobre todo la policía
de Calomarde.
La magnitud de la represión permite calibrar tanto la importancia del
Trienio en la socialización del liberalismo entre las españolas como la
disposición de muchas de ellas a luchar por las libertades tras el triunfo de
la reacción. En ocasiones, se trataba simplemente de esconder un ejemplar de la
Constitución, un uniforme de miliciano o un trozo de una lápida constitucional.
Este tipo de prácticas, frecuentes a lo largo de toda la década –recuérdese que
Mariana Pineda fue ejecutada por el “detestable delito” de guardar una
bandera–, definen dos características del liberalismo femenino que en la
clandestinidad iban a resultar de enorme importancia: la estrecha relación de
la mujer con los elementos simbólicos de la revolución y su dominio del espacio
privado, ámbito fundamental de la actividad conspirativa. La mujer liberal –la
viuda sobre todo– desempeñó en él una labor impagable protegiendo a prófugos de
la justicia, recibiendo y repartiendo correspondencia, auspiciando reuniones,
escribiendo ella misma cartas e informes con tinta invisible y a veces
participando en los núcleos conspirativos que fueron surgiendo por toda España,
especialmente en Andalucía y Levante.
Corrieron suerte muy diversa. Algunas, con graves responsabilidades
políticas, escaparon milagrosamente a la represión, mientras otras fueron
detenidas y condenadas a duras penas de cárcel, cuando no a la muerte. (…) Eran
las nuevas “amazonas de la libertad”, según la imagen utilizada por el
italiano conde Pecchio en una de sus cartas desde la España del Trienio, en la
que se refiere a la juventud y la belleza de las partidarias del régimen
constitucional español.
Lo de las “amazonas de la libertad” circulaba ya por Francia en tiempo de
la revolución, lo mismo que otras locuciones asociadas al mito de las amazonas.
Hay frecuentes alusiones a ellas en las guerras de independencia de principios
del siglo XIX, como la española o la griega, y en las luchas revolucionarias en
que intervienen las mujeres.
El Trienio
liberal, en cambio, pese a la referencia de Pecchio a Cádiz y
Valencia como lugares en los que habitan “les plus belles amazones de la
liberté”, no resultó especialmente propicio a la imagen de mujer belicosa e
intrépida. Era lógico que, una vez alcanzada la libertad, el mito sufriera un
cierto eclipse, por más que en alguna ocasión alguien se acordara de las guerreras
de la Antigüedad y las citara de pasada. La razón de ello la encontramos en un
artículo de prensa, publicado en 1820, en el que se encomia el patriotismo de
las “jóvenes solteras” de Cangas de Onís que se han ofrecido para adornar la
lápida de la Constitución con vistas a los festejos cívicos organizados por el
ayuntamiento. Si el despotismo se hubiese prolongado por más tiempo, afirma el
autor, “hubiéramos visto amazonas en defensa de la Constitución”. “Mas”, añade,
“ya que su brazo no ha podido manejar la espada de la patria, ahora desean
emplear sus delicadas manos en embellecer el monumento o lápida del hermoso
Código”. En suma, el tiempo del sacrificio y el heroísmo había pasado; al
menos, de momento.
La hora de las amazonas volvió a sonar con la restauración absolutista de
1823 y en especial con la gran ofensiva lanzada por los liberales tras el
triunfo de la revolución francesa de 1830. Es entonces cuando, según el marqués
de Custine, el gobierno de
Fernando VII [en la imagen, en un óleo de Goya del Museo del Prado]
piensa que el liberalismo español ha dotado a su organización clandestina –su
“ejército invisible”– de “escuadrones de amazonas” listos para el asalto final
contra la monarquía absoluta.
La expresión, registrada ya en la Guerra de la Independencia española y
años después en la Polonia sublevada contra los rusos, refleja en esta etapa
final del reinado de Fernando VII una doble realidad. Por un lado, la notable
participación femenina en las redes conspirativas de los años 1830–1832,
aprovechando su mejor adaptación a la actividad clandestina –¿no tenía un punto
de clandestinidad la vida de la mujer en el ámbito privado?– y su –hasta
entonces– menor vulnerabilidad a la represión absolutista. Por otro, la
decisión del régimen y, según Custine, del propio monarca de dar un escarmiento
–“faire un example”– que pusiera fin a tanta conspiración y a tanta amazona
suelta. La propia Gaceta de Madrid hablaría de “escarmiento” al informar
de la ejecución de
Mariana Pineda, y lo justificaría por la necesidad de contrarrestar
la táctica adoptada por los revolucionarios de involucrar en sus planes “al
sexo menos cauto y más capaz de interesar la ajena compasión”. Ser mujer y
liberal en España se estaba poniendo cada vez más peligroso.
Juan Francisco Fuentes,
catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense, y Pilar
Garí, traductora y escritora, son autores de Amazonas de la libertad.
Mujeres liberales contra Fernando VII (Marcial Pons), que saldrá a la
venta el 15 de enero. Este texto es un extracto de sus conclusiones.
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