Sarajevo simboliza el siglo de las guerras en Europa
DOMENICO
QUIRICO (LA STAMPA) 14 ENE 2014 - 14:06 CET
Detención de Gavrilo Princip, 28 de xuño de 1914 |
Aquí murió Europa, dos veces. En Sarajevo. Esta es una tierra roja de tanta
sangre. El 28 de junio de 1914 bastaron dos disparos de pistola, casi nada: y hace 20 años,
fueron mil días en los que los bárbaros derramaron sangre como si fuese agua.
Sí, el veneno de Sarajevo ha llegado hasta nosotros. Este es el corazón de las
tinieblas, en el que, desde entonces, agoniza la conciencia europea bajo las
ruinas de su universo. Hay que venir aquí, a los Balcanes, para comprender los
obtusos egoísmos que asesinaron a Europa, en este campo de batalla atravesado
por el choque no solo entre ejércitos, sino entre pueblos hostiles. La guerra,
que hace mejor a los buenos, disuade a los débiles y animaliza a los malvados.
Y realza todas las realidades humanas.
Sin embargo, esta ciudad, anunciadora desmesurada de la degradación
universal, es plácida, gris y amarilla, tendida en abanico sobre montañas
escarpadas, marañas de casitas, grupos de techos minúsculos, una red demasiado
intrincada para poderla distinguir, en la que solo destacan las cúpulas de
cebolla de la catedral ortodoxa y los minaretes como lanzas en alto.
Los muecines ya no hacen oír su vibrante llamada. Pero no lejos de aquí, en
Gornia Maucia, están los wahhabíes, los barbudos fudamentalistas, que
viven con arreglo a la sharia. En la neblina gris, suspendida en
serpentinas entre los montes que lo rodean, el bosque parece recoger el calor
de todo el día, conservar la bondad de la naturaleza para estos hombres que
tanto la necesitan. Sí, la montaña extiende los brazos y envuelve las casas.
Pero es en la periferia gris, lúgubre, que poco a poco se enciende, empieza a
palpitar y, tras algún gesto inesperado, cobra vida, donde todavía cuentan, al
cabo de los años, las heridas de Sarajevo, en los edificios inmensos de cemento
desgastado, sobre los que apetece pasar la mano para acariciar, una a una, las
cicatrices de las bombas y la metralla, sobre las costuras hechas a toda prisa,
a lo pobre, con ladrillos distintos, que desde lejos parecen costras. En la
calle principal los niños mendigos nos siguen sin descanso, delante del
monumento a los caídos situado en la calle del mariscal Tito, golfillos
atrevidos que se calientan mientras ríen al fuego de los héroes. En el mercado
de los mártires, en Markale, todo está escondido, incluso la lápida con los
nombres de las víctimas, por las cajas de naranjas y verduras. Frente a esta
serenidad que cubre las tragedias, algo en nuestro interior protesta, como si
el olvido no fuese una ley natural que nos permite vivir, sino una injusticia
voluntaria de los hombres.
Era una ciudad que no tenía una nación pero abarcaba todas, como ocurre a
veces milagrosamente en la historia, cada una con su raza, sus costumbres y su
lengua. Hoy ya no existe, y fueron aquellos disparos de hace 100 años los que
la mataron.
Escojo dos lugares para recordar, ambos a lo largo del curso del Miljiacka,
que emite desde el agua débiles resplandores como de metal antiguo. En esta
esquina, en el desgraciado verano de hace 100 años, el destino depositó la
suerte del mundo, durante un vertiginoso instante, en las manos nada fiables de
un menudo estudiante serbio, tuberculoso y enloquecido, que mató al heredero de
un imperio milenario. Una fecha que a partir de entonces dejó de ser un día en
el calendario para convertirse en una señal imperiosa del fin y el inicio de
periodos opuestos.
Hay un pequeño museo en la esquina fatídica, uno de los pocos abiertos en
la ciudad: en los demás la lluvia cae dentro, han recortado los fondos en este
afán de corrupción, de deseo de recuperar el tiempo perdido con el socialismo y
la guerra insensata. Escasos objetos, mínimos letreros que no reproducen nada
de la inmensidad trágica de aquel gesto y sus consecuencias. Y aun así... La
fuga de ideas es imposible, porque estas se convierten aquí en
representaciones, y el veloz mecanismo es misterioso: las columnas de jóvenes
masacrados por el mazo ensangrentado de la Muerte convertida en industria, una
generación entera, la flor y la nata de Europa aniquilada por la guerra que se
detuvo en las trincheras durante años y se pudrió como las aguas, el grito de
los nacionalismos y el odio étnico.
Aquí, en este rincón, comenzó el siglo infeliz, murió asesinada la idea de
que, el mal está arraigado en el mundo, por supuesto, y es imposible eliminarlo
del todo, pero es un hermoso consuelo luchar en nombre del bien; de que el
progreso es inevitable y el egoísmo, al final, tendrá que plegarse a la
generosidad. Aquí surgieron el sibaritismo de la venganza y las acusaciones
imperdonables.
Será por eso por lo que el aniversario sigue causando divisiones. Del 19 al
21 de junio se celebrará un gran congreso, pero hay algunos países, como
Serbia, que han organizado otro con Francia (la vieja alianza de los tiempos de
Sarajevo se renueva...) En Belgrado, todo se vive con gran fervor nacionalista,
no quieren que al héroe Gavrilo, sobre el que florecen libros y espectáculos,
se le describa como un terrorista culpable de la Gran Matanza. Husnija
Kamberovic, director del Instituto de Historia que organiza el congreso, y un
hombre apacible, que habla de manera cordial y razonable, pero llena de
doctrina, uno de esos profesores que gustan a los estudiantes, sigue avanzando
sin descorazonarse por el laberinto de estas interpretaciones opuestas: “Alguno
se ha retirado, es verdad. ¡No importa! Contamos ya con 140 ensayos históricos
de 27 países, no está mal para una institución local como la nuestra. Gavrilo
Princip será siempre un héroe para los serbios y un terrorista para los demás,
pero ese no es un enfoque histórico. El autor del atentado fue manipulado por
los círculos militares serbios. Y los círculos militares austriacos también
deseaban la guerra. El problema, sobre todo para nosotros aquí, es la memoria.
No podemos cambiar la historia e inventarnos un pasado mejor, pero tampoco
podemos ignorarlo, porque no estaremos informados. Una alumna mía ha escrito
una tesis en la que quería contar los crímenes cometidos por los serbios contra
Sarajevo, y yo le sugerí que contara también los que se cometieron aquí, dentro
de la ciudad”.
De la otra guerra, la que terminó hace nada, se habla con una especie de
lúgubre orgullo, como se habla en Europa de la peste negra.
Los días de la sanguinaria epopeya se han marchitado de tanta decepción. En
el café Boris Smoje, donde se reúnen los chicos de la Academia de Bellas Artes,
la elocuencia insistente y expresiva de la lengua serbia llega como un chorro
de agua fresca. La calle lleva el nombre de Stepan Radic, un diputado croata
asesinado en los años veinte por un serbio. Más crímenes... “El problema es
que, en Sarajevo, todos piensan en el pasado, y nadie mira hacia delante”.
Marin Bersic es un joven periodista que trabaja para Al Jazeera-Balcanes. “Para
ustedes, la crisis es un momento histórico, aquí es un estado de ánimo. Todos
se consideran víctimas, los bosnios, los serbios, los croatas. Como en la
Primera Guerra Mundial: todos habían sido agredidos. Pero tarde o temprano
habrá que encontrar algún culpable...”
Hace dos meses encontraron en Tomascica una fosa común, y siguen excavando.
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