Ánxel Grove. 25 diciembre 2013. 20minutos.es
A Period of Juvenile Prosperity – Mike Brodie |
Quizá quieran y puedan ustedes —ambos verbos son difíciles de conjugar al
mismo tiempo en estos momentos de mucho querer y poco poder— contribuir al
mantenimiento de esa vieja profesión, la fotografía, regalando a otros o regalándose
a sí mismos alguno de los grandes fotoensayos que han sido editados durante el
año que termina.
Selecciono mis cinco favoritos. Quizá no sean los mejores (la selección es
particular), pero les ayudarán a compartir las miradas de esos poetas del
instante congelado que, pese a la universalización del smartphone como cámara,
siguen confiando en la fotografía entendida como munición contra la banalidad.
Este fue el año de Larraín (los gringos lo escriben sin el acento, ellos se
lo pierden), el chileno del que hablé con singular pasión en este blog con la
entrada: Sergio Larraín, el fotógrafo vagabundo que lo dejó todo
para “rescatar el alma”.
Le dedicaron la mejor exposición de los Encuentros de Arlés, certamen donde compararon
el paso por el mundo del fotógrafo como el de “un meteorito” brutal, fugaz,
contradictorio, incandescente…
El Queco, como todos le llamaban en su retiro de las montañas
chilenas, vivió entre 1931 y 2012, pero desde más o menos 1968 no volvió a
hacer fotos. Las que tomó son un pasmo y están entre las mejores del siglo XX.
El monográfico que ha editado Aperture —si se animan deben apurarse, está a
punto de agotarse— demuestra por qué el escritor Roberto Bolaño, compatriota de Larraín, lo
definió como “rápido, ágil, joven e inerme” y de mirada similar a un “espejo
arborescente”.
Errático, pasajero de trenes y autobuses que abordaba sin saber el destino,
iluminado, denso, simpático, cultísimo, en este tomo está la vida de un hombre
que consideraría un insulto ser llamado fotógrafo. En vida advirtió su
verdadero oficio: “Decidí tener profesión de vagabundo para buscar la
verdad”.
Los más eficaces fotógrafos de Escandinavia, Anders Petersen (Suecia, 1944) y Jacob Aue
Sobol (Dinamarca, 1976) —el segundo podría ser hijo del
primero— han presentado este año un libro que demuestra la idiotez de las
fronteras generacionales.
Aliados para indagar en la muerte, ambos, como sostiene la prologista del
libro, Gerry Badger, sufren la “compulsión de fotografiar a personas en el límite
y los márgenes, pero lo hacen con una curiosidad que no tiene nada que ver
con el voyeurismo o la lascivia, sino con los sentidos “psicológico o biológico”,
como si necesitaran ver “qué hay tras la siguiente curva de la carretera”.
No se ocupan de lo social o las condiciones políticas. Les interesa
“acechar dentro de todos nosotros”, buscar “el recuerdo de la totalidad pérdida”
y encontrar “las semillas de la muerte”.
Aunque entre uno y otro hay más de veinte años de brecha generacional, sería
muy difícil discernir qué fotos son de Petersen y cuáles de Sobol de no ser
porque el libro está dividido en dos mitades, una para cada uno de los fotógrafos.
De no ser por la certeza de la encuadernación, las imágenes serían
intercambiables en temario —los márgenes sociales y la turbulencia de las vidas
escondidas tras la normalidad— y también en estilo: riguroso y estricto blanco
y negro, contraste elevadísimo, composiciones anormales y grano al borde de
lo admisible.
Un libro para perder el miedo al memento mori.
Fotos de polizones de trenes de carga tomadas desde dentro por Mike Brodie
—ex The Polaroid Kid—, que rompió un silencio de
seis años para editar esta monografía de los runaways nómadas que
escapan del sistema por vía ferroviaria.
Cuando me tocó reseñar el libro y la exposición paralela escribí: “En estas
fotos imprescindibles hay manos sucias, la inocencia del sueño, la belleza de
la juventud en estado salvaje, la voraz curiosidad de ver, sentir y conocer, la
alegría de estar fuera de las normas, el alcohol barato, los alimentos que
nadie quiere, la inocente inmundicia, el glamour del desastre, el
deseo ardiente de seguir adelante… y, sobre todo, la elección de un sueño”.
Durante cuatro años, Brodie recorrió 50.000 kilómetros
practicando el train hopping
(montarse a la brava en convoyes ferroviarios) junto a otros muchos jóvenes
como él. Algunos huían de algo o de alguien; otros deseaban ejercer la rebeldía
y algunos más simplemente se dejaban llevar por el placer de que cada día
fuese un nuevo invento.Hacía fotos, casi siempre retratos, Polaroid SX-70 Sonar OneStep.
Buen tejedor de narraciones y complicidades, esta nueva serie es de entre
2006 y 2009. Las fotos, tomadas con una eficaz Nikon
F3 y película de 135 milímetros, son más epopéyicas.
Mark Cohen (1943) ejecutaba la ley de la lomografía (dispara desde la
cadera) cuando los lomógrafos aún no habían sido concebidos.
Le han llamado “intruso” y “depredador” porque no tiene piedad con
los sujetos que retrata y ni siquiera cruza una palabra con ellos. Los fusila
como un francotirador y se aleja sin decir nada, cuanto antes mejor. “No quiero
conversar. Utilizo a la gente de manera transitoria. No me interesan como
personas, son solamente fotografías”, dice.
Repetitivo hasta la obsesión. Sus recorridos, siempre determinados de
antemano, duran dos horas y terminan cuando ha agotado los tres rollos de
película que lleva consigo —siempre trabaja con film químico—. Revela los
negativos, cena mientras se secan y luego pasa a papel entre ocho y nueve
fotos, eligiendo directamente sobre la película. Calcula que tiene unas 800.000
imágenes que nunca ha visto más que en negativo.
Nunca ha tomado fotos fuera de su ciudad natal, Wilkes Barres,
una localidad minera de medio millón de habitantes del estado de
Pennsylvania. Poco conocido en Europa, cuando este año se exhibió su obra
en París, escribí: “Este artista del azar se caracteriza porque parece cortar
en rodajas el mundo para esculpirlo e imponer una visión a la vez despiada y
poética. Rara vez podemos ver la faz o el gesto de sus personajes porque
los encuadres son incorrectos con toda la intención: una boca anciana de la que
emerge un cigarrillo, un torso infantil sobre una bicicleta, unas manos
entrelazadas a la altura del viente…”.
El catálogo de la Tate es una de las pocas antologías del japonés errante Daido Moriyama que se pueden comprar por un
precio razonable.
Fotógrafo del acecho, la intuición y la urgencia, Moriyama expuso a
principios de este año en la galería londinense en una retrospectiva dual con otro de los grandes fotógrafos
vivos, William Klein. La pinacoteca tuvo el detalle
de editar un volumen temático sobre la obra del japonés, una figura admirada
hasta el fanatismo e imitado con no menor intensidad.
En La mirada de un criminal, la entrada que
escribí sobre Moriyama en este blog, dije: “Merodea. Podría entrar en tu
casa mientras duermes, violar el orden de tus objetos, la sagrada y endeble
disposición de tu normalidad”.
También cité alguna de sus declaraciones: “Cuando voy a
la ciudad no tengo planes. Camino por una calle, tuerzo en una esquina, en
otra, en otra más… Soy como un perro. Decido mi camino por el olor”. Y
esta otra: “Si un fotógrafo intenta incorporarse felizmente al mundo usando la
perspectiva tradicional con la cámara, terminará cayendo en el agujero de
la idea que ha excavado por sí mismo. La fotografía es un medio que
sólo existe fijando momentáneamente el descubrimiento y la cognición
que se encuentran en el imparable mundo exterior”,
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