De Virgilio a Rushdie, la historia de la literatura está
jalonada de ataques a la libertad de expresión
Werner Fuld lo recuerda en un libro y alerta sobre los
tics enquisitoriales sobre las artes
Muchas veces el fuego se ha quedado huérfano para alegría de la eternidad.
Ahí están la Eneida y Lolita,separadas por más de 20 siglos, pero
hermanadas, más allá de su belleza literaria, por las infructuosas llamas que
sus propios autores les prometieron, y con las que las han amenazado algunos
autonombrados guardianes de las ideas políticas, religiosas, sociales, éticas o
morales.
Un aura de ceniza parece el sino de muchos libros a lo largo de los 35
siglos de creación de la escritura. El autor y crítico literario alemán Werner
Fuld sigue ese rastro vergonzoso del ser humano para relatar la historia de las
obras que fueron salvadas de la censura y la persecución en Breve historia
de los libros prohibidos (RBA). Un libro de arena de todos los
tiempos y las civilizaciones sobre los obstáculos y trampas a la creación
literaria que se convierte en una llama que hace ver la necesidad de estar
siempre alertas ante la perpetua tentación de vigilantes e inquisidores con
listas de libros prohibidos y la cerilla en la mano.
“No se puede negar que la mayor parte de la literatura universal estimula
el pensamiento propio. En interés de la paz social, esta perturbación es
intolerable”, asegura irónicamente Werner Fuld, al recordar la crítica de Ray
Bradbury en Fahrenheit 451.
Páginas que alumbran los pasadizos que han hecho posible el milagro de
poder disfrutar de esos textos “sospechosos” y de escritores rescatados del
balanceo al borde del abismo, e incluso de aquellos que alcanzaron a caer o de
los que fueron arrebatados como Jonás de la ballena.
Virgilio, Diderot, Dos Passos, Voltaire, Zola, Nabokov, Ovidio, Rousseau,
Sartre, Hemingway, Balzac, Faulkner, Gorki, Kant, Melville, Hammett, Joyce,
Descartes, Proust, Quialong, Beauvoir, Cleland, Goethe, Wilde, Genet, Solzhenitsyn,
Kafka, Flaubert, Lorca, Zweig, Baudelaire, Lawrence, Mandelstam, Sade, Sagan,
Ibsen, Hernández, Ginzburg, Bulgákov, Rushdie…
Hay varias clases de muertes, prohibiciones y resurrecciones literarias: la
de los libros que el propio autor una vez creados se arrepiente y no quiere
darles más vida; la de los libros que quieren vivir y su escritor lo busca a
toda costa, pero alguien, un editor o un amigo, se niega a darles ese derecho;
y están los libros que una persona más poderosa, desde un gobernante hasta una
institución religiosa o en nombre de la sociedad, busca eliminarlos.
“Saber leer (y escribir) es un acto de apropiación del mundo. El que
aprende a leer unas cuantas palabras ‘pronto podrá leer todas las palabras’,
como dice Alberto Manguel, y, si comprende que con una frase se ha apropiado de
una parte del mundo no se dará por satisfecho con una sola frase”, explica Fuld
en su ensayo. Una celebración por la manera en que la creación ha burlado el
destino.
Y un brindis por aquellos que no hicieron caso a los últimos deseos de
muchos escritores de no dejar vestigios de sus textos. Uno de los primeros fue
Virgilio. No se sabe por qué en su testamento ordenó quemar la Eneida,
pero, por fortuna, el emperador Augusto ignoró su última voluntad. Veinte
siglos después de los hechos que permitieron que el mundo leyera la Eneida,
Franz Kafka quemó manuscritos que no le gustaban. Pero luego, su albacea Max
Brod no respetó su voluntad y el mundo ha leído El castillo y El
proceso.
Un caso en el que se juntan en el autor el impulso de eliminar primero y de
publicar después es el de Vladimir Nabokov con Lolita. Un clásico del
siglo XX que cuando era un borrador titulado El hechicero Nabokov
quiso quemar y su esposa Vera rescató de las llamas. Hasta que el 6 de
diciembre de 1953, el autor la terminó para empezar un viacrucis al ser
rechazada por cuatro editoriales que la consideraban “inmoral” y muchas cosas
más, hasta que, dos años más tarde, logra publicarla en París en Olympia Press,
una editorial de obras eróticas. Y en Estados Unidos solo hasta 1958 tras una
batalla judicial.
A esos fuegos individuales se suman las hogueras que han prendido y querido
prender gobernantes, de todos los niveles, e instituciones religiosas o de
cualquier otra índole en nombre del bien común. Desde el mismo Augusto, que un
día feliz salvó la Eneida, y otro desdichado ordenó la primera quema
masiva de libros en Roma por cuestiones religiosas, hasta el nazismo, los
regímenes chinos o los conflictos en los Balcanes o en Irak e Irán. España
misma padeció con Francisco Franco decisiones de este tipo cuando recién
llegado al poder, que ostentaría durante 36 años, ordenó en 1939 quitar de las
bibliotecas las obras de autores “degenerados”. “Franco que era católico”,
recuerda Fuld, “podría haber tomado el Index romano como referencia,
pero lo cierto es que en este catálogo no aparecen ni Goethe ni Ibsen, que sí
estuvieron en la lista española”.
Episodios sombríos y asombrosos que tienen un capítulo en la literatura
porque varios escritores han novelado dichas experiencias. Entre las más
recientes están Balzac y la joven costurera china, de Dai Sijie; El
librero de Kabul, de Asne Seierstad, y Lolita en Teherán, de Azar
Nafisi.
¿Acaso están las ideas políticas, religiosas o morales con intereses
particulares por encima del arte? La historia muestra que lo que hay más allá
del índice acusador es la victoria de la belleza prohibida. Del recordar el
origen cuando la palabra era vida, pero no vivía. Era como la luz de la
luciérnaga, intermitente, volátil, inatrapable, hasta que los sumerios
empezaron a darle cuerpo con signos trazados en estilete o punzón en tablillas
de arcilla, piedra, madera o cualquier objeto noble que las recibiera. Así
empezaron el camino al arte, a la eternidad, a vivir ante quien las descifra
con su lectura, y a vivir y vivir ante quien las revive en su boca para darles
sonidos, como estos versos de Las flores del mal, de Baudelaire,
salvados de la inquisición literaria:
“¿Vienes del cielo profundo o sales del abismo,
Oh belleza? Tu mirada, infernal y divina,
vierte confusamente el favor y el crimen,
y por eso se te puede comparar al vino”.
Destrucciones masivas de libros
La primera destrucción masiva de libros ocurrió en
Sumeria (entre los ríos Éufrates y Tigris) hace unos 5.300 años, por deterioro,
desastres y conflictos bélicos.
La primera quema de libros en Roma la ordenó Augusto
en el siglo 12 a.C. con obras oraculares y proféticas. Buscaba que nadie
pusiera en duda sus ideas políticas.
La biblioteca de Alejandría, fundada a comienzos del
siglo III a.C., habría terminado por múltiples motivos: incendios bélicos,
orden de destrucción por parte de los árabes, ataques de los cristianos,
terremotos y la falta de presupuesto.
La Iglesia católica creó en el siglo XVI el Índice
de libros prohibidos que tuvo muchas ediciones, hasta que en 1966 Pabo VI lo
suprimió.
En 1933 se hizo en Alemania el llamado Bibliocausto
nazi ejemplo paradigmático de como la política atenta contra las obras de arte.
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