Fallece uno de los líderes militares que forjó israel en
varias guerras contra los países árabes
Entró en coma en 2006, después de ordenar la retirada de
Israel de la Franja de Gaza
DAVID
ALANDETE Jerusalén 11 ENE 2014 - 15:01 CET
“Lo que usted ve desde ahí no es lo que yo veo desde aquí”. Como primer
ministro de Israel, entre 2001 y 2006, Ariel Sharon
repitió en numerosas ocasiones esa frase, con la que trataba de justificar unas
acciones que aplacaban más a la izquierda que creció detestándole que a los
halcones que quedaban desconcertados por las últimas decisiones políticas del
fiero general conocido por su temeridad. Sharon el líder de la temida Unidad
101; Sharon el impecable estratega que hizo posible la toma del Sinaí; Sharon
que cruzó el canal de Suez y aisló al Tercer Ejército egipcio en 1973; Sharon
el general que miró hacia otro lado durante la masacre de Sabra
y Chatila, acabó siendo Sharon el que evacuó a más de 9.000 colonos
de la franja de Gaza y proclamó que lo que le quedaba por hacer en vida era
alcanzar la paz con los palestinos.
Tras sufrir una hemorragia cerebral en 2006, Sharon quedó en un coma en el
que falleció este
sábado en el centro médico de Tel Hashomer de Tel Aviv. Aún en sus
ocho años en coma, Sharon fue una figura detestada por buena parte de la
izquierda israelí y por los palestinos, que no olvidan, entre muchas otras
cosas, que como ministro aprobó más de 100 asentamientos de colonos en zona
ocupada. Aún a día de hoy en Gaza
y Cisjordania
es una asunción común que fue él, como primer ministro, quien dio la orden de
envenenar al presidente Yasir Arafat con polonio antes de su muerte en 2004.
Varios informes sobre la muerte del líder palestino han ofrecido recientemente
conclusiones contradictorias, entre ellas la de una muerte por causas
naturales.
Sharon fue un experto en destruir lo que construyó. A pesar de sus
denodados esfuerzos por ampliar las colonias en zona palestina, como Primer
Ministro ordenó la retirada unilateral de Gaza. Su recuerdo no es honroso para
los colonos, que habían visto en él a un posible defensor de sus intereses. Fue
de hecho él quien en 1977, como ministro de Agricultura, introdujo y avanzó la
idea de poblar de colonias judías las colinas de Cisjordania, para proteger
Jerusalén y la llanura que se extiende a su oeste hasta el Mediterráneo. Había
entonces 25 asentamientos, aprobados por el gobierno laborista. Hoy consideran
los grupos observadores que son más de 120.
Según escribió en su autobiografía, de 1989, titulada Warrior
(Guerrero): “Durante 10 años había buscado una forma de asentar a judíos en
esos lugares. Comencé con campos militares, e hice grandes avances (aunque sin
éxito) para que se mudaran allí mujeres e hijos de soldados. Conocía muy bien
esas zonas, estaba comprometido con la idea de establecer una presencia judía
allí”.
Décadas después, su decisión de abandonar Gaza rompió también al Likud, que
él había ayudado a convertir en una formidable fuerza política, capaz de
robarle la hegemonía política al laborismo que forjó el Estado de Israel. Como
primer ministro, Sharon decidió romper con esa formación y formar su propio
partido, Kadima, para presentarse a las elecciones de marzo 2006. El partido
las ganó, pero ya sin él, que dos meses antes había sufrido el infarto cerebral
que le dejó en estado vegetativo el resto de su vida. Su delfín, Ehud Olmert,
se convirtió en primer ministro por un solo mandato. La marcha de Sharon del
Likud le abrió el camino de nuevo a Benjamín Netanyahu al liderazgo del partido
y, finalmente, del gobierno, hasta hoy.
Sharon nació de padres bielorrusos en Kfar Malal, en la Palestina bajo
mandato británico. Se unió de joven, a los 14 años, a la Haganá, la milicia
judía que se creó para proteger las comunidades judías y que fue decisiva en la
consecución de la independencia de Israel. En los años 50 el recién formado
Ejército israelí le encomendó el liderazgo de la Unidad 101, encargada de tomar
represalias contra localidades árabes en Jordania, después de infiltraciones y
ataques de guerrilleros palestinos.
Según él mismo la definió, era “un comando de élite con la misión de
responder con fuerza a los grupos terroristas”. En aquellas misiones Sharon
ejecutó algo que se convirtió en un credo sagrado para las Fuerzas de Defensa
de Israel: las represalias a los ataques sufridos debían ser enormes y
contundentes, para disuadir a los palestinos y sus aliados de atreverse a
atacar de nuevo.
Sharon ascendió pronto entre los rangos del ejército, con fama de temerario
y brillante, a pesar de una empedernida rebeldía que a veces se traducía en
desobediencia. En las sucesivas guerras de Israel desde 1956 tomó parte y
lideró operaciones en la península del Sinaí, que quedó bajo control de Israel
desde 1967 y durante más de una década. Llamado a filas seis años después, en
lo que los israelíes temían que iba a ser el desastre de la guerra del Yom
Kipur, cuando Siria y Egipto atacaron por sorpresa, el general asumió la
temeridad de cruzar el Canal de Suez, para aislar allí a 8.372 soldados
egipcios. Según escribió el general en un informe de operaciones, “ese cruce
fue el punto de no retorno de la guerra… fue el cruce lo que nos dio la
victoria”.
Lo que parecía una carrera de grandes gestas bélicas quedó en entredicho
por la invasión de Líbano en 1982, ejecutada de forma militarmente implacable
pero terriblemente concebida, dejando a los israelíes sin un objetivo claro a
largo plazo. Sharon era ya entonces un político derechista, ministro de Defensa
en el gobierno de Menájem Begin. A él se le atribuye el haberse lavado las
manos mientras una milicia falangista, cristiana y libanesa entraba en los
campos de refugiados de Sabra y Chatila a ejecutar civiles palestinos. Según
concluyó en 1983 la Comisión Kahan, encargada de investigar la masacre, “al
señor Sharon se le considera responsable de ignorar el peligro del derrame de
sangre y la venganza cuando aprobó la entrada de los falangistas en los
campos”.
Según han revelado varios documentos gubernamentales desclasificados
décadas después, Sharon temía las posibles consecuencias de semejante informe.
En su autobiografía se describió como un cabeza de turco y culpó a “un confuso
estruendo en el que cuentos salvajes, ultrajes morales y una cínica explotación
política de la tragedia por los laboristas competían entre ellos”.
Abandonó la cartera de Defensa, pero no la política. Fue él quien en 2000,
como candidato a primer ministro, visitó la explanada de las Mezquitas en
Jerusalén prendiendo la mecha de la segunda intifada, que trajo a Israel una
oleada de ataques suicidas con explosivos. Murieron en una década 1.000
israelíes y 6.300 palestinos. Y Sharon ganó, con una de las mayores victorias
de la historia política israelí, para decidir que quería hacer paz. En su
discurso inaugural empleó esa palabra 22 veces. “Le extendemos la mano a la
paz. Nuestro pueblo está comprometido con la paz. Sabemos que la paz implica
dolorosas concesiones de ambas partes”, dijo.
A su cuenta y riesgo ordenó pues la retirada de Gaza. Era un
experimento, que debía sentar las bases para la paz. En la Franja ganó poder el
grupo islamista Hamás, que ya ha librado dos guerras contra Israel y otra,
civil, contra las fuerzas de Al Fatá, el partido que gobierna Cisjordania y
negocia en solitario con Israel.
La de Ariel Sharon es una historia intrínsecamente
israelí, la de un halcón que al asumir el poder completo se dio cuenta de que
sólo le quedaba la opción del pragmatismo. Así le sucedió a Begin, que firmó la
paz con Egipto en 1979 devolviendo el Sinaí, y así le ocurre a Netanyahu, que
ahora negocia a contracorriente de la derecha la formación de un Estado
palestino. Lo escribió Sharon en su biografía, a modo de justificación de sus
más graves decisiones y como testamento político: “Era lo que resultaba
práctico, era el camino pragmático a recorrer en ese momento”.
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