Lanzmann se aleja del planteamiento expositivo de
“Shoah” para jugar con los tiempos y materiales ajenos
La primera parte de la colosal Shoah (1985) de Claude Lanzmann se
cerraba con un escalofriante golpe de genio: la lectura de una carta escrita el
5 de junio de 1942, documento interno en la gestión del exterminio, en la que
se detallaban los “cambios a efectuar en los vehículos especiales actualmente
en servicio en Kulmhof, Chelmno y en los que están actualmente en
construcción”, forma eufemística empleada para identificar los camiones de gas
para exterminar prisioneros judíos. Es un texto helado, repleto de tecnicismos,
que esquiva toda mención a las víctimas, orientado a aumentar la eficiencia en
el ejercicio de la infamia. Un correo interno cuyo registro verbal es
inquietantemente cercano al que emplearía una empresa para solventar una
contrariedad técnica en su gestión de residuos. Es uno de los muchos momentos
de Shoah en los que queda claro que, en el centro del proyecto de
Lanzmann, palpita, esencialmente, un problema de lenguaje: el Holocausto, ese
exterminio sistemático cuyos ideólogos se resistían en verbalizar
—enmascarándolo bajo otras formas eufemísticas: la Solución Final— y cuyos supervivientes
percibieron como algo inexpresable.
Pieza central en la filmografía de Lanzmann, Shoah aportó una
respuesta rotunda al desafío ético de cómo contar el Holocausto: su estrategia
documental, levantada sobre el recorrido en presente por los viejos escenarios
del horror junto a la memoria verbal de testigos, verdugos y supervivientes,
sigue siendo referencia insoslayable cuando se habla de (o se discute sobre)
recientes trabajos de cineastas como Rithy Panh o Joshua Oppenheimer. Shoah
es, también, la obra de toda una vida: Lanzmann no ha dejado de rescatar
materiales grabados durante la larga preparación de ese trabajo para elaborar
nuevas películas que, como El último de los injustos, van mucho más allá
de la condición de meras notas a pie de página.
La larga entrevista que le hizo Lanzmann en 1975 a
Benjamin Murmelstein, último presidente del Consejo Judío del campo de
concentración de Theresienstadt —y, de hecho, único representante de ese cargo
superviviente tras la guerra—, centra este trabajo de casi cuatro horas de
duración, donde el cineasta se aleja del planteamiento expositivo de Shoah
para jugar con los tiempos —la conversación con el problemático personaje, el
viaje en presente del director a los escenarios del relato— e integrar materiales
ajenos —dibujos de los prisioneros, una película de propaganda nazi—.
Theresienstadt era, en sí mismo, otro fascinante problema de lenguaje: un
decorado, una puesta en escena, la “ciudad que Hitler regaló a los judíos” tras
la que se ocultaba un campo de concentración donde la muerte y la crueldad
seguían presentes. Condenado por la comunidad judía, Murmelstein no deja de ser
otro enigma fascinante: ¿héroe (en la sombra) o villano (colaboracionista)?
Murmelstein, fallecido en Roma en 1989, se muestra ante Lanzmann como figura de
labia seductora, ego desbordante, punzante lucidez y perfiles ambiguos: entre
el martillo (nazi) y el yunque (judío), Murmelstein discute la teoría de la
banalidad del mal y la santidad de los mártires en un discurso fascinante lleno
de zonas de sombra.
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