REPORTAJE: DANI PÉREZ, eldiario.es
“Aparca ahí”.
Manolita Chen, señora de 71 años, da la orden desde la cima de unos tacones
infinitos, poco prácticos para el empedrado traicionero del casco antiguo de
Arcos de la Frontera (Cádiz), pero ideales para salir en la foto. “¿Ahí?”. “Sí,
ahí”. Ahí, en concreto, es en mitad de una calle estrecha, en el tramo escaso
que media entre la pared torcida de una casa y un desnivel que termina en el
río. “Pero…”. “Nada, por el ladito cabe otro coche, te lo digo yo”. Lo dice
Manolita, y Manolita utiliza un tono cordial que, sin embargo, no admite
réplicas. Es evidente que con el paso de los años ha perfeccionado esa fórmula,
una mezcla ambigua de ternura y de aspereza, que lo mismo suena a consejo que a
consigna. Son las maneras propias de alguien que ha tenido que hacerse respetar
más con inteligencia que con imposiciones. Alguien que aprendió a la fuerza las
enormes ventajas de usar la mano izquierda.
“Me haces una foto aquí”. Manolita, la primera
persona transexual, nacida hombre, que consiguió que en su DNI figurara una
identidad femenina, elige sin reparo los escenarios del reportaje. El primero
es la Taberna de María La Viuda, el bar que le dejó su madre. El portón es
viejo y requiere de una de esas llaves que siempre chirrían y se niegan a girar
por completo. Manolita se afana en desatrancar las dos hojas a empujones
mientras suena el claxon cercano de un coche que no puede cruzar la calle.
Ella, muy elegantemente, lo ignora.
Dentro huele a lagar de pueblo, a vino y a serrín.
“Mi madre”, repite una y otra vez. “Qué disgusto le di”. Abre un ventanuco,
enciende las luces. “Con cinco años me pilló cosiendo. Tonterías de crío: una
aguja de madera y un trapito. Me pegó. Yo le decía que por dentro me sentía
una mujer y a ella eso no le cabía en la cabeza. ‘¿Una mujer de qué?’, me
gritaba. Luego lo aceptó. Vio que no había manera de cambiarme. Pero con
mis hermanos fue distinto. En casa vivíamos once y no teníamos padre. La gente
me criticaba y me daba la espalda y para ellos eso era una vergüenza. Me
maltrataban. Yo no podía tener amigos ni amigas. Los padres le decían a los
otros niños: ‘No te acerques a Manolito’. Creían que era una enfermedad. Algo
que se contagiaba. Por eso me pasé la infancia en soledad. Ahora lo pienso y me
doy cuenta: De niño estuve más solo que la una”.
Y van las fotos. Cientos de fotos. Manolita, acodada
en una especie de mostrador pequeño, entre filigranas de cerámica y esculturas
toreras. Foto. Manolita, las piernas cruzadas en una silla de cabaret, en el
centro de un tablado de media luna. Foto. Manolita, bajando las escaleras como
una diva del Paralelo. Foto. Manolita de frente. Manolita de perfil. Manolita
de pie. Manolita sentada. “Setenta años que tengo”, presume a cada clic,
pelucón y medias negras, falda de tubo, joyones y bolso a juego. “Venga, dos o
tres más y nos vamos”.
LA TABERNA Y LA TREGUA
A los 16 le tocó gestionar la taberna. “Mis hermanos
mayores se marcharon de Arcos y asumí el negocio. Lo primero que hice fue poner
flores. A los clientes de toda la vida, a los hombres de por aquí que bebían
vino corriente y jugaban al tute y al dominó y pagaban cuando les liquidaban el
jornal, no les importó. Pero a la alta sociedad, sí. Decían que éste era un bar
de homosexuales. Bueno, de homosexuales no. La palabra ordinaria, la que
utilizaban ellos, era otra. Decían que éste era un bar de maricones. Y
empezaron a cogerme tirria. Pero la taberna se hizo con fama muy pronto, y
los del pueblo no se atrevían a meterme mano porque hasta aquí se acercaban
señores importantes de toda Andalucía, señores encorbatados, que daban el cante
con sus cochazos en un barrio tan pobre como éste… También había chicos
guapos, de campo. No andaban bien vestidos, pero eran fuertes, viriles, muy
machotes, y eso les gustaba a los clientes de Jerez y de Sevilla… Venían de
Medina y de San Fernando, marqueses y militares, gente normalita y otra de
postín”.
Manolita, subida en la barandilla del puente, el
castillo al fondo, la ribera arbolada del río. Foto. Manolita, primer plano
sobre las casas encaladas del pueblo. Foto. Manolita, de pie, bajo la
estructura metálica de la pasarela. Foto. “Que salga Arcos, que yo soy muy de
Arcos y Arcos es muy mía”. Y luego, en un aparte: “¿Se me ven bien las
piernas?”.
El alcalde estuvo mandándole a su casa, cada día
durante siete años, al jefe de la Guardia Municipal, sólo para asegurase de que
Manolita no se maquillaba
Pero entró un alcalde nuevo, a principios de los 60,
con ganas de ponerse galones ante lo más reaccionario de la jerarquía moral, y
a Manolita se le acabó la tregua. Cuenta que el regidor la enfiló entre ceja y
ceja y estuvo mandándole a su casa, cada día durante siete años, al jefe de la Guardia
Municipal, sólo para asegurase de que Manolita no se maquillaba. “El guardia
venía y me pasaba un trapito húmedo por la cara, a ver si había algo de polvo.
Querían humillarme. Pero en cuanto se iba, yo cogía una flor roja de papel que
mi madre tenía encima de la cómoda, lo mojaba en saliva y me ponía algo de
colorete. Y con un picón de la candela me daba un poquito de sombra en los
ojos, para no salir por ahí tan triste”.
Manolita taconea con prisas, camino del siguiente
escenario del book. La gente la para por la calle y le pregunta por sus
cosas y ella, que es una figura en el pueblo, les explica que ahora está
visitando enfermos y organizando unas clases de alfabetización. Junto con otros
vecinos intenta sacar adelante algunas iniciativas benéficas. “Lo mismo me
presento a alcaldesa”, dice, sin asomo de ironía. “¿Por qué no? Si Arcos me lo
pide…”.
Las interrupciones la hacen perder el hilo, pero en
seguida coge de nuevo el carril. “Pues eso, que yo me maquillaba igual. Y no
era sólo una cuestión de coquetería. Era que yo tenía algo dentro, una forma de
ser, y ni el guardia ni el alcalde ni nadie podía decirme a mí que lo
escondiera. Porque yo no le hacía daño a nadie. Y porque no me daba la gana,
vamos”.
Manolita seguía maquillándose y abriendo la taberna,
pionera en el sector de bares de ambiente del franquismo medio, pero en el
Ayuntamiento ya no estaban por la labor de que se saliera con la suya
Así que Manolita seguía maquillándose y abriendo la
taberna, pionera en el sector de bares de ambiente del franquismo medio, pero
en el Ayuntamiento ya no estaban por la labor de que se saliera con la suya. La
represión se recrudeció. “Llegaba un día de fiesta y me metían en la cárcel
para que no me vieran los turistas. Otras veces me encerraban en el cementerio.
Tenía que dormir sobre la mesa de autopsias. Mi madre sufría mucho. Me
mandaba caldito de puchero, bocadillos y café en latas de leche condensada.
Pero yo no me rendía. Ni me rendía ni me rindo”.
Al final, visto que Manolita no tiraba la toalla,
las autoridades optaron por asfixiarle el negocio. “Apostaron a dos municipales
en la puerta de la taberna y le metían miedo a los clientes. Los ingresos
dieron un bajón y yo empecé a pensar que mi madre también estaba pasando
demasiado. Decidí irme a Barcelona”.
MANOLITA VERSIÓN INTERNACIONAL
Manolita en la puerta del Museo que regenta. Foto.
Manolita en un sofá barroco, tapizado de terciopelo rojo, con tachuelas
brillantes y ribetes de pan de oro. Foto. Manolita sentada a un piano. Foto.
Manolita, entre candelabros excesivos y gruesas cortinas de bolones púrpura.
Foto. Manolita, estirada en una cama con dosel. Foto.
Entre pose y pose, sigue: “Paseando por Las Ramblas
intuí por primera vez lo que podía ser la libertad, porque en Barcelona los
mariquitas se escondían menos. Y gané dinero. Bastante. Me harté de
trabajar. Por la mañana fregaba la cocina y los váteres del Restaurante Milán.
Por las tardes, limpiaba mejillones en Las Guapas. Y por la noche, hasta las
cuatro, repartía los pliegos de La Vanguardia. Acababa destrozada, pero
tenía que mandarle las perras a mi madre, que después de que cerráramos la
taberna estaba otra vez pobrecita”.
Manolita recorre ese museo insólito, repleto de
objetos que ha ido coleccionando minuciosamente a lo largo de su vida de
artista, y de vez en cuando señala una mesa de mármol con patas de forjado, un
juego de sillas palaciegas o un retrato del rey. “Esto me encanta”, dice. O:
“Esto me lo regaló tal”. O: “Esto me costó sus buenas miles de pesetas de la
época”.
“Yo siempre he sido muy peleona. Quería que en mi
carné dejase de aparecer Manuel Saborido. Estaba harta de que me miraran con
guasa los recepcionistas de los hoteles”
“Pero yo
quería algo más. En un garito de alterne tenían un concurso. Un certamen de
talentos. El premio era quedarse fija: había que ser guapa y cantar. Yo cantar
no cantaba, pero guapa era un rato…. Todo el mundo me decía que tenía un aire
así, gitano, como de mujer cordobesa… Total, que en el mercadillo de Los
Encantos me compré ropa de segunda mano y una peluca, me subí al escenario y me
lancé con Morena de la Copla. Y gané. A partir de ahí, todo fue para
arriba: Bodega Apolo, el Molino Rojo… Un día estaba en Zaragoza y el otro en
Valencia y el otro en Madrid. Juanito Navarro me fichó para el Teatro Calderón,
ya de vedette. Lola Flores, Juanito Valderrama… Fui a Roma, a Berlín, a los Estados
Unidos. Actué en San Francisco y en Las Vegas. Aún así, aunque ya era
conocida, me aplicaron tres veces la Ley de Vagos y Maleantes, porque el
Franquismo siempre estaba a punto de caer pero no caía…”.
Manolita enfila la cuesta arriba que lleva a su casa
y explica que compaginó su faceta de artista con la de militante luchadora. “Se
acercaba la libertad y empezamos a pedir en voz alta que se nos reconocieran
algunos de los derechos que hoy tenemos. Por ejemplo, que en el carné figurara
nuestra verdadera identidad. La de una mujer, si nos sentíamos mujeres. Y poder
casarnos. Yo acudía a muchas de esas primeras manifestaciones. Acabábamos con
la Guardia encima. La gente nos abucheaba y hasta nos tiraba piedras. Pero yo
siempre he sido muy peleona. Quería que en mi carné dejase de aparecer Manuel
Saborido. Estaba harta de que me miraran con guasa los recepcionistas de los
hoteles. Así que, poco antes de que se aprobase la Ley que lo permitía, moví
algunos hilos del gobierno. Porque yo conocía a algunos mariquitas de las
alturas. Homosexuales y señores de los pies a la cabeza. Y por eso conseguí,
antes de los 80, el primer DNI español que reconocía que alguien que había
nacido hombre podía ser tratado legalmente como una mujer”.
LA LIBERTAD, CAMINO DE CORREOS
Ya en su piso, Manolita se descalza discretamente.
Habla un rato de esto y de lo otro y de pronto repara en dos recuerdos que sí
“necesita” compartir. Los dos son recuerdos, dice, de los que no puede ni
quiere desprenderse.
El primero es el recuerdo de su primer día de
libertad. Fue una mañana de primavera que la pilló, por circunstancias, en su
Arcos natal. Un “revolucionario” del pueblo se le acercó y le dijo: “Ya
puedes vestirte de mujer y andar por la calle, Manolito. No va a pasarte nada”.
Ella se acordó de tantos y tantos años en que sólo le permitían colocarse el
vestido sobre un escenario, o en los garitos, de puertas para adentro, atenta
siempre a que se encendiera en el recibidor la luz roja que alertaba de la
presencia de la Policía. “¿Seguro?”, le preguntó al comunista. “Seguro”, le
insistió él. Manolita corrió a su casa, se calzó un vestido ajustado, nada
discreto, y unos tacones de aguja, “más o menos como los que llevo hoy”, y fue
a echar una carta a Correos, que estaba en la calle Corredera, en pleno centro.
“Volví ocho veces”, admite. “Al final no echaba la carta. Me quedaba con ella
en la mano, asomada al buzón. Repetía una y otra vez el mismo trayecto. Era una
mujer libre. No me lo podía creer”.
Con la democracia, Manolita quiso resolver la última
de sus asignaturas pendientes. Ser madre. Y lo consiguió.
El segundo es, quizá, su recuerdo más personal. Con
la democracia, Manolita quiso resolver la última de sus asignaturas pendientes.
Ser madre. Contactó con un funcionario de la Junta de Andalucía, que se
comprometió a ayudarla. Era 1981 y la legislación española aún estaba lejos de
permitir que una persona que había nacido hombre adoptara como mujer. El caso
llegó a oídos de Alfonso Perales, por entonces presidente socialista de la
Diputación de Cádiz. Perales se interesó por el asunto, conoció a Manolita y se
lo tomó como una cuestión personal. Movió sus hilos. Había una niña, en efecto.
Pero estaba enferma. Los médicos le daban seis meses de vida. “Les dije que sí.
Que quería ser su madre, pasara lo que pasara. Diputación resolvió las
cuestiones legales. No se me olvida que a Perales lo pusieron como los trapos
en la prensa. Le dieron al pobre por todos sitios. Pero gracias a él y a otra
buena gente que se preocupó por el tema, yo conseguí a María”.
La niña fue la primera. Después
llegaron Alfonso y José, ambos paralíticos cerebrales. “Me reconocen por el
olor”, explica. “Por eso hace mucho que no puedo permitirme cambiar de perfume”. Cuando habla de sus hijos, Manolita deja a un lado esa
pátina de distancia frívola que utiliza para referirse a todo lo demás: el niño
que cosía, la Taberna de María La Viuda, las flores de papel rojo, la mesa de
autopsias, la Ley de Vagos, San Francisco y las candilejas de El Paralelo.
“Ellos son lo más grande que me ha pasado en la vida. Lo más bonito. Lo que más
quiero. Tengo un retrato de María ahí, en el aparador. ¿Quieres hacerle una
foto para el reportaje? Fíjate: Me dijeron que le quedaban seis meses de vida.
Y lleva conmigo 33 años”.
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