Dos documentales recuperan la importancia de la estación
de tren durante la Segunda Guerra Mundial como lugar de escape de judíos y
epicentro de una gran red de espías
Había espías aliados. Había informadores alemanes, oficiales de la Gestapo,
chivatos para la Francia colaboracionista de Petain y policías locales. Había
bares, repletos de humo de cigarrillos, siseos furtivos y miradas cruzadas,
donde la gente se reunía a la búsqueda de información o de falsos pasaportes
para cruzar la frontera. La ciudad era un hervidero de contrabandistas —como
nudo de tráfico de mercancías importante en plena II Guerra Mundial— y a la
sombra de aquellos movimientos se escondía un personaje legendario, un tipo con
encanto que caía bien a todos y que gracias a ese savoir faire pudo
mover los hilos de una intrincada red de espionaje. “No le gustaron las grandes
ciudades. Tampoco el tener jefes, ni la burocracia. Era un hombre de acción,
buscaba los destinos en los cuales guardase su independencia y, al mismo
tiempo,”el sitio fuera excitante", recuerda su nieto.
Dicho así, cualquiera diría: “Es Casablanca, vi la película”. No, la Casablanca
de ficción tuvo un reflejo en la realidad, y ese fue Canfranc, la
estación internacional de ferrocarril, el paso más transitado en el Pirineo
Central de Huesca. Durante la II Guerra Mundial fue un paso estratégico de
mercancías entre España y Alemania: alimentos, wolframio, acero… Y 86 toneladas
germanas de oro requisado, 12 de las cuales se las quedó el gobierno de Franco.
El personaje mítico era Albert Le Lay, el jefe de la aduana francesa, que
subrepticiamente coló a centenares de judíos que huían del horror nazi, entre
ellos artistas como Max Ernst o Marc Chagall. Joséphine Baker —casada con un
francés judío— también cruzó la frontera por Canfranc, aunque en su caso
decidió hacerlo a lo grande, llamando a la prensa para que ni un policía se
atreviera a tocar a ella o a su marido delante de los periodistas. Ahora, dos
documentales recuperan aquellos tiempos turbios repletos de héroes anónimos. El
primero, El rey de Canfranc, de
Manuel Priede y José Antonio Blanco, ilustra la increíble vida de Le Lay,
figura de la resistencia francesa, que incluso rechazó la propuesta de De
Gaulle de dirigir un ministerio. En el segundo, Juego de espías, de
Germán Roda y Ramón J. Campo (el periodista
que más ha investigado sobre esta historia), Le Lay es un personaje
secundario, una pieza más de la red de espías que el Servicio de Inteligencia
Británico montó, usando como centro ese paso fronterizo, para recopilar e
intercambiar información, y que formaron vascos, aragoneses y franceses: la
información iba semanalmente desde Canfranc pasando por Zaragoza hasta San
Sebastián para llevar los mensajes al consulado inglés de la capital
donostiarra que cada lunes los remitía por valija diplomática a Madrid. Treinta
de los participantes fueron detenidos en abril de 1942, y juzgados y condenados
por un tribunal especial.
José Antonio Blanco saca de su mochila un cuaderno escolar. Ahí está el
minucioso registro de Le Lay de su puño y letra, con las donaciones que le
hacen los refugiados. “Fuimos tirando del hilo, llegamos a su nieto y él nos
abrió la puerta de su familia. Le Lay es fascinante por las múltiples redes que
teje, su capacidad para contactar con todo tipo de gente. Él llega en 1940,
cuando en ese corredor central aún no hay nazis. Pronto llegarán hasta allí, y
él torea a la Gestapo una y otra vez. Y tiene ideas arriesgadísimas, como
apagar la luz de toda la estación de repente para pasar a un grupo de
personas”. El jefe de aduanas dormía de once a tres de la mañana, porque a esa
hora empezaba la producción de pasaportes falsos y bocadillos para los
refugiados. “Una de sus grandes frases era: ‘Aquí ni las paredes hablan’.
Involucra en sus acciones a gente como una joven llamada Lola Pardo —habla en
ambos filmes— que es correo de información secreta... y novia de un guardia
civil. Ella nunca quiso ver los papeles que llevaba semanalmente a Zaragoza”. Blanco
encontró viva una refugiada judía que pasó la frontera escondida en un tren por
Le Lay: su apellido sale en el libro de cuentas, confirmando la veracidad del
documento. “Le Lay acaba huyendo por los pelos, sigue en la resistencia como
líder y cuando acaba la guerra —tras recibir todo tipo de honores— se retira en
San Juan de Luz. Pidió silencio sepulcral a su familia sobre sus hazañas”.
En Juego de
espías, Germán Roda y Ramón J. Campo —el periodista que
descubrió los papeles del oro de Canfranc— siguen ese viaje, el de los
documentos que lleva en tren Lola Pardo hasta Zaragoza y de ahí al consulado
inglés en San Sebastián. “Emilio Astier es nieto de Juan Astier, un aduanero
que forma parte de esa trama y que acabó detenido, juzgado y condenado, con
otros 17 de sus compañeros. Emilio fue quien reclamó y encontró el sumario
judicial del caso”, recuerda Roda. “Nos interesaba esa historia de abuelos
silentes, padres que no conocen y nietos que quieren saber, que ocurre en casi
todas esas familias”. La red está formada no solo por gente de izquierdas, sino
por monárquicos, falangistas, españoles, franceses... Y viven constantes
peligros, ayudando a los aliados a concretar el número de las fuerzas fascistas
en el sur de Europa. Roda cuenta: “Es una historia más allá de las personas,
sino de ideas, en donde los españoles son los más idealistas, porque esa guerra
ni les va ni les viene”.
No solo Garbo
En los últimos años varios filmes y publicaciones
están indagando en la participación de españoles en la Segunda Guerra Mundial,
mucho más importante de lo que se creía, y que los mismos protagonistas
silenciaron durante décadas. Más allá de Juan Pujol, el
espía conocido como Garbo —hay varios libros sobre su figura y un
excelente documental, Garbo. El espía, de Edmond Roch— y que engañó a
los alemanes sobre el lugar del desembarco aliado en Europa, hay un sinfín de
historias que empiezan a aparecer según se abren los archivos. Como la
importancia de la Novena, la división formada por españoles exiliados y que,
bajo el mando del general Leclerc, fueron los primeros soldados aliados en
pisar el París liberado, aventura que cuenta Paco Roca en su cómic Los
surcos del azar. Y la estación de Canfranc (que cerró en 1970) aún esconde
más secretos.
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