'El peso de la responsabilidad' (Taurus) de Tony Judt es
tan brillante como arbitrario
El libro nació de un curso sobre los intelectuales
franceses del siglo XX impartido por el historiador
A Tony Judt nunca le gustó
la Francia del siglo XX,
aunque vivió en París, fue estudiante de una Grand École y consagró al
estudio de la política francesa sus primeros trabajos: un análisis de la
reconstrucción del partido socialista entre 1921 y 1926 y otro sobre la
historia del socialismo en la Provenza, publicados en 1976 y 1979,
respectivamente. Pero sus estudios más incisivos sobre el caso correspondieron
ya al decenio de los noventa: Marxism and the French Left (1990, que no
está traducido al español) y, sobre todo, Pasado imperfecto (1992,
traducido en 2007), que es una requisitoria implacable sobre las actitudes de
los intelectuales franceses entre 1944 y 1956. Nos faltaba la presente y
tercera entrega de la serie, publicada en 1998, El peso de la
responsabilidad. Blum, Camus, Aron y el siglo XX francés, que fue el
resultado de un curso dictado en la Universidad de Chicago en 1995.
¿Qué tuvo contra el país que se ha esforzado más en representar a toda Europa aquel británico de origen judío,
políglota consumado y defensor de la unidad política del continente? ¿Qué podía
reprochar este intelectual prototípico, que no perdonó intervención crítica
alguna contra políticos e ideas de su tiempo, a aquel país cuyo idioma dio curso
legal a la misma palabra intelectual? La introducción de El peso de
la responsabilidad, sarcásticamente titulada ‘El juicio erróneo de
París’, es un vejamen quizá más brillante que justo (lo que es, por otra parte,
la ley del género). Judt aventura allí que “el periodo 1930-1970 contempló a
una Francia, más arcaizante y conservadora de lo que se creía ella misma,
atrapada en una triple batalla entre una sociedad tímida y falta de audacia,
una clase política incompetente y dividida, y un pequeño núcleo de servidores
públicos, de intelectuales y de hombres de negocios frustrados por el
estancamiento y el declive del país”. En ese marco, la vida política se
polarizó siempre en extremos propicios a la retórica: “Estar a favor o en
contra de Dreyfus; ser un socialista internacional o un nacionalista integral
en los años anteriores a la Primera Guerra Mundial; ser fascista o antifascista
en los años treinta; estar con la Resistencia o con la Colaboración [...];
elegir entre comunismo y capitalismo […]; propugnar radicales políticas
antiautoritarias o firmes Gobiernos presidenciales”. Y hacerlo siempre en los
mismos términos esterilizadores de izquierda y derecha que, no en vano, son
troquelaciones que debemos también a la lengua francesa. Por eso, llega a proponer
que “las fuentes de ira y odio” de Drieu La Rochelle o Céline, que ellos
desahogaron “con el narcisismo, el nihilismo y el filofascismo”, fueron las
mismas que se desviaron hacia “el solipsismo metafísico, el ouvrièrisme
y el filosovietismo” en la obra de Sartre, Beauvoir y Mounier.
Por supuesto, los tres autores que Judt estudia aquí —el político Léon
Blum, el escritor Albert Camus
y el sociólogo (y normalien) Raymond Aron— son
excepciones a la regla del sectarismo. Por la importancia de su huella son, sin
duda, insiders del mundo intelectual francés; por otras razones, fueron,
sin embargo, outsiders. Y el lector asiduo de Judt sabe que esa
dialéctica entre la integración y la marginalidad fue una clave de su obra e
incluso de su propia autopercepción. Y que, casi siempre, atribuirla a alguien
suponía un elogio irrestricto.
En estos ensayos extensos, informados y a veces deslumbrantes brillan, por
tanto, la empatía y la solidaridad retrospectiva. Quizá no demasiado en el caso
de Blum, el salvador del socialismo francés, el intelectual refinado y seguro,
quizá demasiado doctrinario e idealista, que presidió un fracaso —el Frente
Popular de 1936— y dio su talla en una persecución —el proceso de Riom, en
1941—; su condición de outsider radicaba en su condición de judío y en
las feroces campañas que soportó por esa causa, que el libro retrata
magistralmente. Albert Camus fue, sin duda, el héroe juvenil y generoso
que se emplazó en una tradición de moralismo exigente, muy francesa, y que
sufrió toda la incomprensión de sus colegas cuando publicó El hombre rebelde,
en 1951. Aunque no parece muy sostenible la atractiva hipótesis que lo enmarca
—con Milosz, Grass, Svevo, Kavafis o Arendt— en el grupo de “pensadores
europeos que procedían de las periferias geográficas de sus propias culturas”.
Al honesto Camus que retrata Judt le faltó solidez filosófica, aunque fuera
—Hannah Arendt lo dijo— “el mejor hombre de Francia”…
No fue aquella carencia la que puede imputarse a Raymond
Aron, el más competente y coherente de los pensadores liberales de su tiempo.
Sin embargo, aquel currículo impecable que incluía una sólida preparación
filosófica germánica, el conocimiento cabal de la sociología de su tiempo y una
responsable (aunque limitada) actuación política, recibió la condena de todas
las izquierdas cuando publicó El opio de los intelectuales, en
1950, y Aron estableció allí las causas profundas del ascendiente del comunismo
sobre numerosos compañeros de viaje de 1945. El autor venía en derechura
de la tradición de claridad, moderantismo y convicción de Montesquieu y Tocqueville.
Y de una paralela ejecutoria de patriotismo, que le llevó al gaullismo en el
inicio de los años sesenta. Quizá por eso parecía un realista en un
mundo de iluminados y frío en un contexto de apasionamiento sectario.
Pero, a la postre, el aborrecido disidente de 1950 ganó la partida y su
victoria cierra un libro cuya capacidad estimulante es inseparable de su
latente arbitrariedad.
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