Una década de guerra después, aún es muy duro ser mujer en Afganistán. Las calles y carreteras del país así lo evidencian. El burka, aún omnipresente. Las mujeres, siempre tapadas, caminando dos pasos detrás del marido, o dueño. El silencio, que se les impone. La violencia, que sigue intacta. Un ejemplo: una familia de Kandahar vendió a su hija de 15 años por unos 5.000 euros. Su nueva familia política consideraba el precio muy alto, y exigía que ella lo compensara. En febrero, diez años después del casamiento, la obligaron a mantener relaciones sexuales con tres huéspedes. Un mes después, la joven se prendió fuego, en lo que su madre asegura que fue un suicidio forzado por la familia. Un homicidio, más bien.
¿Qué hicieron las autoridades? Escucharon a la madre y cerraron el caso. Ni una investigación, a pesar de que hace dos años el gobierno afgano aprobó la Ley de Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, que penaliza expresamente los matrimonios impuestos a menores; el tráfico de mujeres; el suicidio forzado y otros 20 delitos. Pero como es tristemente común en Afganistán, las nuevas leyes sólo llegan adonde alcanza el gobierno. Y el gobierno no alcanza a todos los lugares. Esa mujer de 25 años vivía en Kandahar, bastión talibán. Y allí, la sharia, o ley islámica, es la norma que impera con más fuerza.
La sharia criminaliza a las mujeres y justifica las represalias de sus maridos. Tipifica toda una serie de crímenes morales. Entre ellos, principalmente, la zina, o sexo fuera del matrimonio. También la huída de la familia, por muchos abusos que la víctima sufra en el seno de ésta. En Bamiyan, por ejemplo, un fiscal acusó a tres hombres de haber violado en grupo a una mujer de 16 años. El juez, sin embargo, redefinió el caso: era, claramente, un adulterio por parte de ella. Así que añadió a la joven a la lista de acusados. A ellos les condenó a tres años de prisión y a ella, a uno, a cumplir en un centro de internamiento para menores.
“Mientras las mujeres y las niñas queden sujetas a esa violencia, que viola sus derechos humanos con impunidad, habrá pocos avances significativos en los derechos de las mujeres en Afganistán”, explica Georgette Gagnon, directora de Derechos Humanos de la Misión de Asistencia de Naciones Unidas en Afganistán, que acaba de publicar un informe que deja patente los continuos abusos que siguen sufriendo las mujeres en aquel país.
La Comisión Independiente de Derechos Humanos de Afganistán contabilizó, entre marzo de 2010 y marzo de 2011, 2.299 episodios de violencia contra las mujeres que deberían haber sido perseguidos y penalizados bajo la ley de 2009. Sólo 594, un 26%, llegó a los tribunales. Se presentaron cargos en sólo 155, un 7%. Y hubo condenas aplicadas de acuerdo con esa norma en sólo 101, un 4% del total.
Hay un problema que disuade a muchas víctimas femeninas de acudir a la policía: el hecho de que no hay casi mujeres en las fuerzas de seguridad. Si una mujer tiene un problema grave, es casi seguro que deberá contárselo a un agente varón. Dada la cultura de represión contra las mujeres, tan arraigada después de tantos años de fundamentalismo, a muchas les cuesta tomar las medidas necesarias para incorporarse al mundo laboral. Más, cuando se trata de un trabajo en las fuerzas del orden.
El gobierno central, en Kabul, asegura que debería haber, como mínimo, 2.700 mujeres empleadas en la policía nacional. Sólo hay 1.195. Son el 0’78% del total de agentes, que son 151.281. La ONU denuncia, además, reiterados casos de acoso sexual en las filas policiales. Si existe un abuso semejante dentro de las fuerzas del orden, ¿qué no sucederá allá adónde los propios agentes no alcanzan?
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