El cierre de la discoteca valenciana Puzzle ilustra el final de un fenómeno que empezó en los ochenta
BELÉN TOLEDO Valencia 29/10/2011
Vendo pines de discotecas de Valencia para coleccionistas". La oferta figura en un foro llamado discotequeros.com e incluye recuerdos de algunas de las discotecas más importantes de la llamada Ruta del Bakalao. Entre ellos, ofrece un "muñeco discoteca Puzzle". Seguramente, este producto habrá aumentado de precio en los últimos días. La razón es que este local cerrará sus puertas el próximo 30 de octubre, después de cuatro años de progresiva decadencia en los que sólo ha habido aperturas esporádicas.
El cierre de Puzzle es un símbolo de la desaparición de la Ruta, que tuvo como centro Valencia y que logró atraer a esta ciudad a miles de jóvenes de dentro y fuera de España durante los noventa. La fiesta consistía en transitar de local en local durante todo el fin de semana, sin interrupción, con la ayuda de drogas de síntesis y el acompañamiento de música electrónica, llamada mákina o bakalao.
El paso del tiempo unido a un mayor control policial acabó con esas maratones festivas. La demonización por parte de los medios de comunicación, que convirtieron la Ruta en un tema recurrente, hizo el resto. Pero más allá de sus aspectos negativos (los accidentes de tráfico y el abuso de las drogas), la Ruta del Bakalao es también la evolución de un movimiento cultural poco conocido que tuvo lugar en la Valencia de los ochenta. Fue una suerte de "movida" que quedó oscurecida por los excesos de la década siguiente. Sus protagonistas, entrados ya en la cuarentena, se esfuerzan en reivindicarla.
"Después de la rigidez del franquismo, estaba todo por hacer y todo estaba permitido". Vicente Pizcueta, gurú de la noche valenciana en los ochenta y reconvertido en profesional de la comunicación, dibuja el fenómeno como algo autóctono y artesanal. Tal y como cuenta Joan Oleaque, autor de un estudio sobre la época titulado En éxtasis, la clave fue que Valencia, ciudad de provincias, "era un espacio geográfico y humano que no se tenía en cuenta para las tendencias ni para sus promotores". Así que, sintiéndose ignorada, la ciudad contraatacó. Sus jóvenes se comportaron "como si fueran el ombligo del mundo, aunque el mundo no lo supiera".
"Hubo una explosión de la vanguardia, de la pasión por lo excéntrico", afirma Pizcueta. Todo era tan nuevo, cuenta, que hasta la ropa que se usaba para ir a las discotecas la hacían los propios jóvenes a partir de prendas de mercadillo. Los djs valencianos traían las novedades de Londres y después las pinchaban en las discotecas de los alrededores de Valencia. Fue "una revolución nacida en el arrozal", dice Pizcueta.
Allí se disfrutó de un ocio en el que abundaban las drogas, pero que también tenía un componente contracultural, underground y hedonista. "Nuestros padres", sigue Pizcueta, "hicieron política, nosotros nos dedicamos a la transgresión cultural". Al fenómeno contribuyó la ausencia de leyes que regularan el ocio nocturno y el desconcierto de las fuerzas de seguridad ante la avalancha de nuevas sustancias: "Durante una década, en Valencia no se regularon los horarios de las discotecas. Y la Guardia Civil llegaba a creerse que en los bolsillos llevábamos pastillas para el dolor de cabeza", recuerda Pizcueta.
La década siguiente supuso la degeneración de la Ruta. Christopher Pin, gerente de la productora musical Angkor y gran conocedor de la noche valenciana, afirma que "sobre 1993 acaba el fenómeno cultural y empieza la masificación". La música alternativa queda desplazada por los sonidos electrónicos. Las drogas "se convierten en un objetivo en sí mismas y no en un vehículo de liberación y de cultura musical", afirma. Los llamados ruteros crean un mundo paralelo, lejos de las obligaciones diarias, durante los largos fines de semana. El éxtasis se convierte en "la droga de la evitación de la vida para una generación que no tenía puesta en ella grandes expectativas", observa Oleaque.
Hoy el espacio en el que se desarrolló la Ruta la carretera que comunica Valencia con el parque natural de la Albufera sigue estando lleno de discotecas. Pero los veinteañeros que las frecuentan se limitan al sábado noche. De la Ruta solo queda la querencia por la música electrónica, pero ahora no se trata de djs locales, sino de fiestas organizadas por productoras que lo mismo ofrecen su producto a una discoteca alemana que a una española.
Valencia ha perdido su particularidad en el mundo del ocio nocturno. Pin lo achaca al desinterés de los gobernantes por fomentar la cultura. Un paseo de madrugada por la discoteca Barraka, histórica de la vida nocturna, sirve para hacerse una idea del cambio. El local está lleno, pero la verdadera fiesta se desarrolla en sus aparcamientos, llenos de coches tuneados de los que salen atronadores sonidos. En torno a ellos, enjambres de jóvenes hablan, bailan, beben alcohol y consumen drogas. Con una copa en la mano, Virginia, de 19 años, define en lo que se ha convertido la Ruta: "En estar aquí". Tras décadas de transgresión a través de la música, la Ruta ha devenido en un botellón.
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