Por: David Alandete | 19 de noviembre de 2011
Mirelia na base de Guantánamo |
Aquí en la base naval de Guantánamo, los soldados vienen y se van. Pocos se quedan el tiempo suficiente para llamar a esta bahía su hogar. Pero de los 5.337 empleados de la base (2.103 militares, 3.234 civiles) hay 34 que consideran que este recinto de 11 hectáreas es el último reducto libre de su patria. Son ya ancianos, nacidos al otro lado de la valla, en Cuba. Después de la llegada al poder de la familia Castro decidieron pasar a la parte americana y esperar a que el comunismo cayera. Hoy, a pesar de que tienen pasaportes norteamericanos, siguen esperando. Y se niegan a marcharse.
“¡Esta es mi Cuba libre!”, exclama Mirelia Greenough, de 73 años, 18 de los cuales los ha pasado en la base. Ha advertido de que no hablará de política. Pero para ella Cuba no es política: es su patria y su vida. Su esposo trabajaba aquí en la base de Guantánamo desde 1977. Cuatro años después decidió pedir asilo político. “En Cuba querían saber demasiado de lo que pasaba aquí dentro y él no quería decir nada”, añade Mirelia, que se le unió en 1994. Se trajo a un hijo. Meses después, otra hija y una nieta llegaron también a la base, pero por mar, miembros de la gran oleada de balseros (unos 34.000) que huyeron de Cuba en aquel año. Una tercera hija aun vive en Cuba.
“Para nosotros esto es un pedacito de nuestra tierra. Seguimos aquí y eso es un privilegio. Añoramos la otra Cuba, pero esta es la que tenemos, la que es libre”. Mirelia obtuvo su pasaporte en 2006 y va a Miami una media de tres veces al año. El viaje es largo: dura dos horas y media, porque las avionetas que cubren ese trayecto deben dar rodeos para evitar sobrevolar el espacio aéreo cubano. A veces Mirelia aun visita Cuba. “Me duele el corazón de ver cómo está destruída y cómo se ha perdido. Se ha desmoronado todo, todos los valores, pero es mi tierra. Agradezco que EE UU me abriera los brazos, como una hija, pero yo soy y siempre seré cubana”.
En su día hubo aquí 200 residentes cubanos. La mayoría ha fallecido. Sus hijos, muchos de ellos nacidos en esta base, emigraron a EE UU y son ahora tan norteamericanos como el que más. Aquí en la base, los que quedan no pagan alquiler ni seguro médico. “Estas personas apoyaron al gobierno de EEUU, aportando su trabajo en la base durante muchos años. Algunos son muy mayores”, explica el comandante de la base, capitán Kirk Hibbert. “¿Cómo se cuida de forma apropiada a aquellos que han ofrecido una buena parte de sus vidas a apoyar a nuestro gobierno? ¿Se les da la espalda? No. Lo adecuado y humanitario es cuidarles. Y eso es lo que el gobierno de EEUU hace. ¿Alojamiento? Desde luego. ¿Darles una oportunidad para integrarse en la población aquí? También. Es un trato humanitario”.
Para estos cubanos hay dos fechas grabadas en sus memorias a fuego. La primera es el año de 1959, el de la llegada de Fidel. La otra es 1994, el año del gran éxodo de balseros. Gloria Martínez, de 78 años, vive aquí en la base desde el 21 de marzo de 1961. Llegó en coche, siguiendo al que era su novio y sería su marido. Alegó persecución política. A su padre, que estaba en prisión, le decepcionó profundamente su huida. Ella, atormentada, no pidió la nacionalidad norteamericana hasta 1994. Y justo en aquel año, cuando regresaba de una visita al hospital militar en Washington, los vio. A miles. Llegando como podían.
Eran miles y miles de balseros. Llegaban con lo que podían apañar: tablas de madera, pequeñas lanchas, colchonetas. “Los americanos les recogían, les salvaban. Era un éxodo, llegaban con perros, gallinas, pericos...”, recuerda Gloria. “Algunos venían enfermos. Nosotros les cuidábamos, les dábamos comida, ropa. Lo que fuera. Era nuestra obligación. Eran los nuestros, que huían de aquello que hay allí, al otro lado. Estuvieron aquí unos dos años. Luego el presidente Clinton les permitió ir allí a América”.
Si mañana cayera el régimen, estos exiliados serían los primeros en llegar a una nueva Cuba. Han soñado con ese momento durante medio siglo: aquel en el que puedan llegar a la frontera con su país, ahora guardada por los marines, sin temer represalias. Como sucede en el centro del exilio en Miami, parece que para ellos el mundo no haya cambiado excesivamente desde los duros años de la Guerra Fría. El comunismo sigue en pie. Los Castro siguen en su puesto. Si cabe, aquí la sensación es más intensa. Es lo que tiene vivir en una base militar norteamericana.
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