En pocos días el general Manuel Antonio Noriega, el dictador depuesto en 1989 por un brutal ataque norteamericano, y preso después en Miami y París, pasará a cumplir otra pena en su país, Panamá
JORGE M. REVERTE 20/11/2011
Es verano de 1983, en Panamá, y la pregunta la hace un hombre menudo de hombros estrechos y rasgos raciales confusos, que pueden corresponderse con alguna ascendencia indígena de los guaimíes mezclada con sangre china de vaya usted a saber dónde, pero eso son especulaciones. Lo que más llama la atención es su cara, trufada por decenas de huellas de viruela. Los ojos son pequeños y hasta ese momento han permanecido cerrados.
Aunque va vestido con una guayabera blanca bien almidonada, se trata de un general, el jefe de la Guardia Nacional de Panamá y amo absoluto del país. Se llama Manuel Antonio Noriega.
La pregunta está hecha a volumen apenas audible y con un toque algo melifluo. Se la dirige a uno de los seis comensales que comparten con él mesa en el restaurante chino más lujoso de la ciudad. Además del general, cuatro periodistas españoles y dos asesores del Gobierno. Uno de ellos, un buscavidas europeo y el otro el jefe de la inteligencia panameña, el comandante Blandón. Al hacerla, interrumpe el informe que el periodista está desgranando sobre la prensa gubernamental y las medidas que habría que aplicar para la reestructuración de dos periódicos ocupados por cabos, sargentos y brigadas tan iletrados como vocacionales de la poesía. Gentes que proceden de un Ejército que les premia su lealtad con columnas de opinión en las que, por ejemplo se puede leer: "Hoy he mirado una rosa/era maravillosa/y también vaporosa/qué hermosa". Y ya. En primera página.
El periodista ha utilizado un desafortunado verbo para expresar la necesidad de limpiar las redacciones de inútiles y onerosos redactores. Ha dicho "habría que liquidar..." y no puede terminar la frase, porque el general, que escuchaba el informe con la cabeza reclinada sobre el pecho y los ojos cerrados, ha salido de su aparente sueño con la velocidad de una cobra.
La reunión es una más de las muchas engañifas que el general y su aparato han tramado para enredar a la opinión pública internacional sobre las intenciones del régimen militar para convertir el sistema político panameño en una democracia. Un plan que, al parecer, era genuino en su origen, cuando lo puso en marcha otro militar cuyo nombre tiene resonancias míticas: el general Omar Torrijos, el hombre que echó un pulso a Estados Unidos y consiguió en septiembre de 1977 firmar con el presidente Jimmy Carter un tratado de devolución del Canal a la soberanía nacional en un periodo de 20 años.
Con Omar Torrijos conoció el periodista que ha conjugado el verbo inoportuno al entonces coronel Manuel Antonio Noriega en 1980. Torrijos era un hombre astuto, osado, mujeriego, juerguista y divertido. Sus andanzas libertinas no se paraban en nada. En el hotel Meliá de Madrid aún resuenan los gritos de la que fue su mujer mientras le perseguía por los pasillos, acompañado en la huida por dos prostitutas tan desnudas como él. Gastaba sin tasa el dinero del Estado y bebía en su casa de Farallón, en la costa del Pacífico, solo vino francés, que compartía con generosidad con sus compañeros de francachela o con los políticos invitados para conspirar en la diplomacia internacional. También era un despiadado centurión formado en la Escuela de las Américas, donde los militares norteamericanos enseñaban a sus colegas latinos a torturar, asesinar y hacer desaparecer cuerpos de opositores. También era, como disfrutaban algunos de sus huéspedes europeos, muy ligero a la hora de calcular la edad de las chicas que le buscaban sus ojeadores.
El periodista estuvo allí, viendo asomar entre la selva las espléndidas torres de los mercantes que cruzaban el Canal. Y voló con Torrijos en la misma avioneta que se estrelló con él a bordo un año después. Voló en medio de una tormenta a la que el general no mostraba ningún respeto, a pesar de que el piloto no podía disimular su pánico. A orillas del Canal, Torrijos le presentó a Noriega, que era entonces jefe del G-2, el Servicio de Inteligencia de la Guardia Nacional.
Noriega era lo contrario de su jefe. Adusto, retraído, ajeno a los deleites del alcohol y la comida. Y el mejor conocedor de los entresijos centroamericanos. En la ciudad de Panamá recalaron, durante muchos años, los representantes oficiales y oficiosos de los Gobiernos de El Salvador, de Nicaragua, de Honduras, de Costa Rica, de Guatemala. Ellos, y los representantes oficiales y oficiosos de las guerrillas de cada uno de los países. Y el jefe del G-2 era siempre el anfitrión de los visitantes. Noriega era el jefe de aquella minúscula e hiperactiva cocina donde se cocía cualquier acuerdo que afectara a la seguridad del territorio comprendido entre la frontera sur de México y la norte de Colombia.
Para eso le nombró Torrijos. Y apareció lo que era lógico que apareciera: la CIA, que en esa parte de América era entonces cualquier cosa menos una broma de paranoicos. No se sabe desde cuándo, pero el jefe del G-2 panameño ya trabajaba para la CIA en 1981, como se demostraría años más tarde en el juicio que se siguió contra él en Miami. Y apareció otro protagonista tan cruel como los militares asesinos: el narcotráfico. No se puede financiar todo el lujo de las guerras sucias solo con el dinero de los norteamericanos. En la costa del Darién, en los pacíficos pueblos donde llevan su cómoda existencia los indios kuna, ya atracaban pequeños mercantes tripulados por marineros colombianos de mala mirada nacida de ojos con fondo amarillo, que dejaban fardos bien atados para que los recogieran avionetas de esas que paran en cualquier lado. Eso lo vio el periodista que ha usado el verbo equivocado.
A Noriega, el militar de gesto austero que nunca lucía ante el público a sus amantes, le gustaba ya el dinero, aunque no lo exhibiera en forma de coches lujosos. Y había comenzado a acumularlo. Quizá no era eso, sino el poder. Y le gustaba ya jugar a la alta política, en un país en el que también jugaban, a cara poco descubierta, los servicios secretos de muchos otros países. Y, desde luego, el Mosad, apoyado en la importante colonia judía de Ciudad de Panamá y Puerto Colón, en la costa atlántica.
El Canal, pero también la guerra eterna de El Salvador, o la de Nicaragua... demasiados asuntos importantes para un hombre de tan poco tamaño. En julio de 1981, la avioneta de Torrijos reventó en medio de una tormenta similar a la que había vivido el periodista cuando acompañaba al general tan solo un año antes. Ya se habló entonces de que Noriega podía haber tenido alguna relación con el desastre. Pero nadie ha probado nada. Lo que sí es cierto es que aquello permitió su irresistible ascenso en el escalafón. Pasó a ser el hombre fuerte de Panamá. La Guardia Nacional era casi del todo suya. La información, absolutamente suya.
Un tipo de biografía y nombre que parecían inventados por algún novelista romántico del XIX, Hugo Spadafora, osó enfrentarse a él. Spadafora, médico, cosmopolita, formado en Italia en los años duros del maoísmo y en África en los años de la guerrilla triunfante. Un héroe de la lucha sandinista contra el dictador Somoza. Alguien que se había opuesto a Torrijos y al que Torrijos casi prohijó después, perdonándole la vida y enviándole a curar indios en medio de la selva. Spadafora que había luchado en Guinea-Bissau contra el colonialismo, que había luchado, en connivencia con los hombres de la revolución militar antiimperialista de su país, contra los manejos norteamericanos en Centroamérica. Spadafora, que era un héroe panameño, le acusó en 1982 de corrupción, de estar relacionado con el narcotráfico. Y se fue a la contra, a pelear contra los que corrompían la revolución de los nicas [nicaragüenses]. Codo con codo con el otro gran héroe guerrillero panameño, Edén Pastora, plantó cara, con las armas, a Daniel Ortega y su cohorte falsamente democrática. Él, que había compartido con Torrijos los impulsos revolucionarios, se sintió fuerte para denunciar a Noriega.
No le duró mucho la capacidad de enfrentarse al hombre de la cara picada. Él intentaba hacer la revolución en toda Centroamérica, como un nuevo Che Guevara. Cuando luchaba en Nicaragua, también estaba luchando en El Salvador o en Panamá.
Un día, en septiembre de 1983, Spadafora cruzó la frontera entre Costa Rica y Panamá por un paso seguro. Le estaban esperando los efectivos de la élite de la Guardia Nacional de Noriega. Le dedicaron tiempo. Cuando apareció su cuerpo, la autopsia determinó que había sufrido torturas sin cuento. Le habían arrancado los ojos antes de matarle, por ejemplo. Y se tomaron el trabajo de decapitarle antes de dejarlo tirado en un lugar donde pudiera ser encontrado. No se trataba solo de matar al muy incómodo guerrillero. Se trataba de que sirviera de ejemplo, de que todo el mundo supiera que Noriega no se andaba con chiquitas.
El asesinato de Spadafora marcó de forma inequívoca la deriva de Noriega al crimen de su Estado personalizado. En Panamá se había seguido matando, aunque con cuentagotas, a opositores incómodos. En una región sometida a la violencia de guerrillas y ejércitos, cualquier crimen político podía simularse como un ajuste de cuentas entre compañeros, como hicieron los guerrilleros salvadoreños, a los que el padre Ignacio Ellacuría [teólogo asesinado por militares salvadoreños] perdonó, con la comandante disidente Ana María. Otros aparecían como víctimas de excesos policiales que se sancionaban con penas simbólicas. Y los demás desaparecían para no dejar la huella que conducía a la autoridad.
Pero lo de Spadafora fue otra cosa. Nunca se admitió el crimen, por supuesto. Pero tampoco hizo ningún esfuerzo el aparato de Noriega para ocultar del todo el origen de la atrocidad. Spadafora fue un aviso a navegantes. En Panamá se podía denunciar en la prensa que la corrupción crecía en un país en el que la libertad del dinero era la garantía de la supervivencia, y la garantía de que algunas migajas de los desmesurados negocios de los narcos y los evasores de capitales llegaran a los desfavorecidos que, a cambio, tenían que sostener con sus votos y sus aclamaciones al tirano.
Noriega, el hombre que ya se debía preguntar cada mañana a quién había que liquidar, se sentía cada vez más fuerte como árbitro de esos negocios. Y decidió independizarse. Dejó de ser el esclavo de la CIA, el hombre fuerte del patio trasero de Estados Unidos. Y fue advertido, pero se negó a reconocer que su pequeña pero bien entrenada fuerza de soldados dispuestos a volar el Canal (como fanfarroneaban los musculosos sargentos de la Guardia Nacional en los bares de copas), pudiera enfrentarse a la nación más poderosa.
Noriega liquidó, desde entonces, a cualquiera que ofreciera resistencia a sus planes. Dio golpes de Estado, echó presidentes de la nación al exilio, asesinó a sus colegas que intentaron derrocarle, como el mayor Moisés Giroldi, que fue fusilado sin juicio junto con sus compañeros de intentona tras querer acabar con el régimen corrupto del general.
Uno a uno, los diplomáticos y políticos que lograban escapar de Panamá, le denunciaban como el capo de la droga en Centroamérica. Le denunciaban si podían evitar las palizas callejeras de los matones del régimen.
Y George Bush padre, cuyo mandato expiraba unas semanas más tarde, decidió acabar con la carrera del díscolo Noriega. La operación Causa Justa se puso en marcha el 20 de diciembre de 1989. Decenas de miles de soldados norteamericanos y un enorme contingente de aviones de guerra se arrojaron sobre Panamá y su Ejército diseñado para guerras pequeñas y alborotos internos. En pocas horas, el barrio más castizo de Ciudad de Panamá, el Chorrillo, donde estaba el palacio presidencial de Las Garzas, y donde vivían en la miseria, en casas de madera, los miles de ciudadanos que sostenían el poder del tirano con sus algaradas, fue abrasado por el fuego de las bombas incendiarias. Los soldados invasores disparaban contra todo. Mataban a hombres como el fotoperiodista de EL PAÍS Juantxu Rodríguez. Mataban por cientos a hombres y mujeres desarmados que no sabían cómo escapar ni cómo defenderse de aquella oleada de fuego.
Noriega se refugió en una sede eclesiástica, de la que le desalojaron con altavoces que emitían ritmos de heavy metal a un volumen imposible de soportar por cualquier ser humano.
En Miami le condenaron a 30 años de prisión, entre otras cosas por narcotráfico. Su imagen, en una celda aislada, está lejos de la arrogante valentía que destilaba cuando quitaba Gobiernos y mataba opositores. En París, veinte años después, por blanqueo de capitales. En Panamá, in absentia, por el asesinato de Giroldi y de Spadafora. Le queda por cumplir apenas una decena de años de cárcel. Para que pueda hacerlo en su última estación penal, en Panamá, un juez francés le ha tenido que dar la libertad condicional.
¿A quién había que liquidar? A Manuel Antonio Noriega. Se tardó mucho, hasta que dejó de ser útil al imperio, y se derramó mucha sangre para hacerlo.
Vuelta a la casilla de salida
Panamá espera que Francia le entregue a su exdictador, Manuel Antonio Noriega, porque tiene pendientes varios juicios en el país en el que se rindió en 1989, después de refugiarse en la Nunciatura Apostólica tras la cruenta intervención militar norteamericana. Trasladado a Estados Unidos, fue sentenciado a una larga pena de prisión por delitos relacionados con el cartel de Medellín.
La peripecia de Noriega continuó con su entrega a Francia en 2008, reclamado por blanqueo de dinero del narcotráfico. Sus abogados pelean ahora en París para que sea extraditado a Panamá, donde "va a ir a la cárcel", según ha anunciado esta semana Ricardo Martinelli, el actual mandatario del país. También ha dicho que existe la posibilidad de que un hombre de su edad (77 años) pueda cambiar la prisión por el cumplimiento en casa, si así lo decide un juez. -
Ningún comentario:
Publicar un comentario