Michael Haneke consagra en La cinta blanca la tendencia revisionista del cine alemán Good bye Lenin!, El hundimiento,La vida de los otros, La ola. El cineasta rastrea los orígenes del nazismo en su película premiada con la Palma de Oro en Cannes, en la que el horror va calando como lluvia fina con un ritmo apacible que planea sobre la pesadilla totalitaria
MIGUEL PARRA- El País- 23/01/2010
Con el estreno de La cinta blanca, de Michael Haneke (2009), Palma de Oro en el último Festival de Cannes, el cine alemán confirma su capacidad de analizar la historia del siglo XX de su país. El hundimiento (2004), La vida de los otros (2006), Good bye Lenin! (2003) o La ola (2008) como alerta sobre la repetición de la historia constituyen algunos de los ejemplos más representativos desde diversos géneros y modelos narrativos. Son películas próximas en el tiempo, pero no forman un movimiento a lo Free Cinema británico o Nouvelle Vague francesa porque carecen de una propuesta estética común. Por otra parte, las carreras de sus directores han quedado o bien estancadas en Hollywood, como la de Oliver Hirschbiegel, o no han tenido una continuación de interés. Tan sólo el austriaco Michael Haneke se ha consagrado como un autor con voz personal, la misma que usa para bucear en los orígenes del nazismo y en la brutalidad de la sociedad cuando actúa como manada insensible ante las minorías.
En la biografía de Heinrich Himmler escrita por Peter Longerich se habla de los diarios de infancia del futuro y terrible ministro del Interior del Tercer Reich. En ellos describe su vida como si se tratase del dietario de un ejecutivo: "Cumpleaños de Gebhard. Comienzo de la guerra entre Austria y Serbia. Excursión al lago de Waging". Su frialdad ante la tragedia que arranca, la Primera Guerra Mundial, recuerda el comportamiento de los niños que habitan el pueblo donde transcurre La cinta blanca. Coincidencia algo más que anecdótica: el gestor de la solución final es coetáneo de estos angelicales infantes de corazón retorcido. La película abre una ventana a la psicología de los que sostuvieron década y media más tarde una de las mayores barbaries contra la humanidad.
Michael Haneke recurre a un ritmo tranquilo y apacible para mostrar cómo desde fuera parece que nada ocurre porque la pesadilla se desarrolla intramuros: niños bajo la dictadura del fanatismo religioso (el mismo que el nazismo repudiaría pero del que copiaría su metodología), o víctimas de sus propios padres, de los complejos y prejuicios con que fueron educados. En Historia de un alemán, una de las crónicas literarias más lúcidas sobre el auge del nazismo, Sebastian Haffner afirma: "No es posible acercarse a estos procesos sin seguirlos hasta el lugar donde se desarrollan: en la vida privada, en los sentimientos y las ideas propias de cada alemán". Ahí es donde se adentra el guión de La cinta blanca para olisquear la pócima de la locura recién puesta en el fuego, la misma que la película El hundimiento, de Oliver Hirschbiegel, muestra en sus últimos momentos al describir la decadencia de Hitler, usando un estilo completamente distinto al de Haneke, con un ritmo rápido y algún que otro efecto especial.
Ambos títulos son un buen programa doble. En La cinta blanca vemos cómo el horror va calando como lluvia fina entre los habitantes de un imperio abocado a la humillación histórica frente a las otras grandes potencias europeas; El hundimiento presenta la barbarie incapaz de reconocer su fracaso, ubicada más allá de la realidad, ejerciendo un terror cimentado en el histrionismo de un líder enfermo y que rechaza una mínima empatía con los habitantes civiles del Berlín sitiado, a los que condena a morir con él, lo que subraya cierta paradoja del nazismo según Joachim Fest, autor de uno de los libros en los que se basa la película: "Hitler pensaba que un pueblo que no puede sobrevivir a la guerra no era digno de existir, con lo que al final dictó el exterminio tanto de los judíos como de los alemanes", algo perpetrado tal y como dice el director de la película "por humanos, no seres con colmillos y rabo", dirigentes escondidos en un búnker, comandando ejércitos fantasma para defender una ciudad sepultada en refugios, tal y como describe la escritora anónima de Una mujer en Berlín: "Nos encontramos en estos momentos de regreso a siglos pasados. Somos habitantes de las cavernas" (este libro, entre los mejores sobre el sufrimiento de la población civil en la guerra, ha tenido recientemente su traducción al cine, una tópica y pobre adaptación que apenas ha encontrado distribución fuera de Alemania).
El cine alemán actual y su vertiente revisionista contrasta con la vocación de espejo deformado que tuvo durante su época más gloriosa, el expresionismo, en el que a través de películas de terror y ciencia-ficción se intuía el ascenso de los monstruos. El gabinete del Doctor Caligari (1920), de Robert Wiene, fue el punto de partida. Aunque alejada de los planteamientos estéticos del expresionismo, Metrópolis (1927), de Fritz Lang, se valía de elementos inquietantes como la aparición de la estrella de David asociada al personaje del inventor malvado, o el culto a la juventud como tabla de salvación frente a la generación que fracasó en la primera gran guerra. La película, desde su deslumbrante forma e indudable mérito, no deja de provocar dudas sobre su ideología de fondo. Hay que recordar cómo el director huyó de Alemania al llegar el nazismo, aunque no tenía nada que temer, mientras su mujer y guionista, Thea Von Harbou, permaneció fiel a las doctrinas del dictador, quien convocaba a las clases obreras y a los grandes empresarios arios para eliminar a los peligrosos hombres sobre cuya puerta lucía la estrella de David, tal y como ocurre en esta película que termina en una sentencia que al propio Fritz Lang nunca convenció: "El mediador entre las manos y la cabeza ha de ser el corazón".
La guerra fría también ha encontrado su translación al cine en los últimos años. Desde el horror, La vida de los otros, de Florian Henckel von Donnersmarck; desde la comedia, Good bye, Lenin!, de Wolfgang Becker. Como en el caso de La cinta blanca y El hundimiento, ambas forman un buen programa doble sobre este periodo de la historia alemana, la primera porque no escatima medios para describir la vida en un estado policial, rodada en color para dejar en el cerebro del espectador una pesada sensación gris. La segunda utiliza el ritmo ágil de la comedia para mostrar la acelerada reconversión de un grupo de gente al capitalismo más salvaje. Ambas se convirtieron en grandes éxitos comerciales, ambas hablan de amores (sentimentales o fraternales) en peligro por culpa de la fidelidad o no a un sistema moribundo, ambas consiguieron grandes galardones, la primera el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, la segunda un buen número de premios europeos del cine. Las cuatro reflexionan sobre los peligros del totalitarismo, como lo hace en un plano más abstracto La ola, de Dennis Gansel.
Sebastian Haffner, en su libro Historia de un alemán, manifestaba a propósito de la consolidación del nazismo: "Los alemanes (...) han sido 'camaradizados' (El alemán) vive en un mundo de ensoñación y embriaguez. Se siente tan feliz en él y tan terriblemente anulado al mismo tiempo. Tan contento consigo mismo y a la vez víctima de una fealdad sin límites. Tan orgulloso y tan sumamente vil e infrahumano. Uno cree caminar entre las cumbres y se arrastra por el fango. Mientras dure el encantamiento, apenas hay antídoto contra él". Y, tal cual, La ola nos muestra el experimento que lleva a cabo un profesor (al que nadie podría acusar de fascista) con sus alumnos. Durante una semana pone en marcha un proceso de "camaradería" autárquica entre los jóvenes adolescentes donde no cabe la disidencia. Procesos de este estilo conducen a delirios como el de Hitler en El hundimiento o a la paranoia de La vida de los otros; también genera la inquietante y acusadora mirada de los niños del pueblo donde transcurre La cinta blanca, de Michael Haneke, una obra maestra que el tiempo tal vez convierta en un clásico.
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