RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN 13/08/2011
La sabiduría de Pierre Bergounioux se ve en dos libros que reflexionan sobre la vida de Descartes, que cambió la filosofía, y el derribo de un bombardero en la Segunda Guerra
Satisfecha la lectura de Una habitación en Holanda, admira la audacia de Pierre Bergounioux (Brive-la-Gaillarde, 1949). Narrar en apenas ochenta páginas uno de los momentos seminales de la razón occidental, nada menos que el nacimiento del sujeto moderno, y hacerlo al tiempo que se perfila un travelling vertiginoso desde los orígenes de la Europa política (ergo: Roma) hasta la constitución de los Países Bajos como asilo del pensamiento libre, no es asunto baladí.
Bergounioux asume semejante riesgo mediante un texto en el que, incorporando lo que la historia del pensamiento supone de conquista intelectual, de antorcha de la razón y emancipación de los viejos ídolos, convierte a Descartes en maravilloso personaje novelesco, que sin renunciar a los rasgos un tanto antipáticos con que Hals lo retrató para la posteridad (con su cabello de mosquetero, con su mirada negligente, con esas cejas que parecen expresar un educado hartazgo), lo revela como un viajero contumaz que hizo de la conquista de "una habitación propia" (disculpas por el anacronismo) el avatar inexcusable de su vida intelectual.
Libro deliciosamente "francés", en el sentido más noble de lo que el adjetivo sugiere, Una habitación en Holanda esconde un homenaje muy hondo a cierta tradición europea de hombres libres, que conquistaron para el continente su bien más preciado: la heroica aceptación de su destino. Desde esa óptica, escenas tan memorables como el posible aunque improbable encuentro en la ciudad de Leyden entre el niño Spinoza y el futuro muñidor del Discurso del método, valen por cientos de páginas de pesada y asfixiante "novela histórica". El orgullo de la ficción, su soberanía indiscutible, brilla en estas páginas eruditas con una profundidad no exenta de delicadeza.
Podría pensarse que, tras la lectura de esta quest cartesiana, B-17G resultará un fruto menor. Nada menos cierto. Porque Bergounioux brilla tanto en la solemnidad de la Historia como en la intimidad de la anécdota.
En el párrafo final de Todos los pilotos muertos, Faulkner escribe: "Una imagen, unas pocas palabras escritas que cualquier cerilla, una llama menuda e inocua que cualquier niño puede producir, es capaz de borrar en un instante. Un palito de una pulgada de madera mojada en azufre es más largo que la memoria o el dolor; una llama no mayor que una moneda de seis peniques es más feroz que el valor o la desesperación".
Es cierto. El impulso de la vida, su vis movendi, ese hálito abrasador que recorre el paisaje y a quienes lo pueblan, sólo puede ser atrapado en imágenes y expuesto luego, abducido, traducido, interpretado, mediante el expediente de la palabra que nombra, ordena y restituye. La hermenéutica es el destino último de todo anhelo de conocimiento. Mostrar es a menudo deficiente; hay, además, que decir.
Así lo asume Bergounioux en B-17G, bellísimo escrutinio acerca de un suceso bélico, el derribo de una Fortaleza Volante durante la Segunda Guerra Mundial filmado desde el punto de vista de su destructor, un Focke-Wulf alemán. Admirada la película, ese chispazo entrevisto de condenación y muerte, Bergounioux se obliga a desencadenar el relato que lo habita: quién reposa en el vientre de la víctima, quién a los mandos del matador, qué poderes posee el lenguaje para desentrañar la breve y borrosa secuencia que obsesiona al escritor desde muy joven.
El misterio se obra cuando Bergounioux desenreda la madeja. La historia de la guerra en Europa en diálogo con la historia íntima del escritor; la antigua fábula sobre el mundo y sus afanes recogida en el esplendor de un puñado de escritores (Cervantes, Proust, Kafka) que aplican su lupa sobre sucesos que el huracán de la vida, padecido y gozado en primera persona, "no supo en su momento ni comprender ni pensar". Aceptémoslo: se escribe siempre después de la alegría y del Holocausto.
La imagen, pues, como excusa para el proceso de exhumación literaria, esa obra de demolición, quizá no muy distinta al derribo de un gran bombardero, a la que el escritor se aplica sin mejor esperanza que la de arrancar una minúscula partícula de sentido a cuanto carece de él. Para ello, toda coartada de la imaginación resulta lícita. Por ejemplo, dotar de nombre, identidad e historia a uno de los viajeros del B-17G, ese gigantesco museo fúnebre en el que la muerte viste las galas del metal y del frío, los atributos de cierta pesadilla tecnológica.
Por eso Bergounioux nos habla de un tal Smith, apellido americano por antonomasia, pues todos los pilotos están muertos hace tiempo, pues todas las vidas son la vida del posible Smith en algún momento, el tripulante que antes de morir en la frontera de los veinte años sobrevuela un mundo que ni comprende ni es capaz de pensar, un mundo para el cual sólo el rescate de la literatura, la eficaz nodriza que nunca duerme, es factible.
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