JOSÉ MARÍA RIDAO 03/09/2011
Nueva York, 8:45 A.M. es un compendio excelente de reportajes sobre los atentados a Estados Unidos hace diez años
La localización y asesinato de Bin Laden, en mayo de este año, han transformado el balance de "la guerra contra el terror", que el 11 de septiembre cumplirá una década; lo han transformado porque el signo bajo el que ahora se establece es el del alivio, no el de la victoria. Muerto el líder de Al Qaeda, desapareció uno de los más poderosos argumentos utilizados por quienes decidieron, ejecutaron y apoyaron una estrategia, la de "la guerra contra el terror", que colocó al mundo al borde de la catástrofe, y cuyas consecuencias sobre las relaciones internacionales y los sistemas democráticos se dejarán sentir aún durante mucho tiempo. Nada volverá a ser como antes de los atentados y de la respuesta que el Gobierno de George Bush decidió adoptar, pero, al menos, el análisis de la nueva realidad no puede realizarse ya con las categorías que estableció "la guerra contra el terror". Diez años después de su matanza más espectacular, Al Qaeda ha dejado de considerarse como la inevitable criatura del "mundo musulmán" y ha aparecido como lo que es, una secta minoritaria que nunca encarnó los anhelos de los ciudadanos árabes sometidos a implacables dictaduras, sino que trató de manipularlos a su favor.
La virtud tal vez más destacada de Nueva York, 8:45 A.M. es que permite advertir la perspectiva que, en plena conmoción, adoptaron algunos de los mejores periodistas norteamericanos, no ante un crimen que mereció la repulsa general, sino ante la asfixiante ideología que el Gobierno de Bush y sus más estrechos aliados pretendieron consolidar a partir de él. Los reportajes incluidos en este volumen, todos galardonados con el Premio Pulitzer, a excepción de los recogidos en el apéndice sobre la muerte de Bin Laden, no tienen como protagonistas el choque de civilizaciones, Occidente y el islam, el nihilismo terrorista y los odios ancestrales, las nuevas tecnologías. Su perspectiva es, por el contrario, la de unos profesionales que entienden que su tarea consiste en conocer los datos y difundirlos, no en servir de altavoz a versiones interesadas y ajenas. Una y otra vez, los reportajes incluidos en Nueva York, 8:45 A.M. vuelven sobre los fallos de seguridad, las alarmas desatendidas, la comparación entre los riesgos y las medidas para combatirlos.
Para adoptar esta perspectiva que exige indagar en los hechos y no limitarse a vocear distintas versiones, los autores de los reportajes afirman de manera implícita una insobornable determinación: no escribir bajo ninguna circunstancia como esclavos de sus fuentes. No lo hizo, desde luego, Amy Goldstein al publicar en The Washington Post del 4 de noviembre de 2001 -esto es, dos meses después de los atentados- el reportaje titulado 'Una deliberada estrategia de ruptura'. Goldstein denuncia "la campaña de detenciones a una escala desconocida desde la Segunda Guerra Mundial" que el Gobierno de Bush llevó a cabo contra los inmigrantes y ciudadanos americanos de origen árabe. La periodista no esperó la llegada de ninguna filtración por parte de un miembro del Gobierno, un juez o un diplomático que, en contrapartida, reclamase de ella un trato de favor en las páginas de The Washington Post, estableciendo una sólida red de mutuos favores profesionales. Enterada de que se había detenido preventivamente a más de un millar de personas, consiguió localizar a 235, habló con las que fue posible, se dirigió a sus familias, amigos y abogados, y estableció sus conclusiones.
La otra cara de la moneda, y única excepción del excelente periodismo recogido en el volumen, es Judith Miller, autora del reportaje 'Combatientes sagrados: matar por la gloria de Dios en una tierra lejana'. Miller describe con aplomo las estaciones que siguen los voluntarios yihadistas en Afganistán. A diferencia del tono que emplea Goldstein, el suyo recuerda el de una revelación; es, en efecto, el de una revelación: la de sus fuentes en altos puestos del Gobierno, con las que, según se supo más tarde, a raíz del caso Valerie Plane, había tejido una red de mutuos favores profesionales. Tras salir de The New York Times, acusada de haber filtrado en connivencia con el Gobierno que Plane, esposa de un embajador norteamericano contrario a la guerra de Irak, pertenecía al servicio secreto, Miller reconoció desafiantemente que, en ocasiones, había servido de altavoz para informaciones sin contrastar porque así convenía a quienes se las revelaban. Su destino posterior tal vez pueda calificarse de exitoso, pero nada tiene que ver con el periodismo, sino con una versión aberrante aunque generalizada en el resto del mundo: estrella de la Fox y miembro de destacados think-tanks neoconservadores, Miller se convirtió en militante de la causa que defendían sus fuentes tras el 11 de septiembre.
Nueva York, 8:45 A.M. no aporta datos que hoy, diez años después de los atentados, sean desconocidos. Su valor, su extraordinario valor reside en mostrar la importancia del único periodismo que, entonces y ahora, debería merecer ese nombre.
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