Arrancó de la Acrópolis la bandera con la cruz gamada
MARÍA ANTONIA SÁNCHEZ-VALLEJO 19/05/2011
Apóstolos Santas era un joven estudiante de 19 años cuando el 30 de mayo de 1941, en compañía de su amigo Manolis Glezos, de 18, trepó por las faldas de la Acrópolis y arrancó la bandera nazi que ondeaba a la entrada de la ciudadela que tutela Atenas. Los alemanes habían entrado en Grecia a comienzos de abril, y tres semanas después habían reemplazado la enseña nacional en el recinto por esa imagen del oprobio, la prueba más amarga de la enésima invasión extranjera de Grecia.
La acción de Lakis (diminutivo de Apóstolos), que murió el pasado 30 de abril a los 89 años, y Manolis es una hazaña que, pese al tiempo transcurrido, no ha perdido un ápice de valor ni de épica. Porque su gesta plantó cara a los ocupantes y, lo que es más importante, prendió la llama de la resistencia en Grecia.
Como contó el propio Santas en varias entrevistas, los espectaculares atardeceres de primavera, con la Acrópolis de fondo, quedaban lastrados por la "pesada sombra" que proyectaba la bandera nazi. Sobre Atenas, sobre Grecia entera, sobre Europa. Sin armas, como topos que se abren paso certero por galerías subterráneas, Santas y Glezos ascendieron hasta lo alto de la Acrópolis tras descubrir en unos mapas antiguos un pasadizo natural bajo el subsuelo de la Acrópolis, por el que se introdujeron armados con una antorcha y una navajita.
Llegaron a la cima junto al Erecteion conteniendo el aliento, pero inflamados por la emoción y el miedo. La luz de la luna rebotaba en las columnas de mármol y solo unos pocos gatos insomnes se esparcían por la explanada que media entre el Partenón y el resto de los templos. No obstante, Santas y Glezos, aún agazapados, tiraron unas piedras al aire para comprobar que no había soldados en las inmediaciones. Nadie contestó al ruido, así que los dos amigos se acercaron al mástil, donde constataron el penúltimo revés de su aventura: la enseña estaba atada firmemente al palo.
Por turnos, treparon a lo alto para desatar la esvástica; a pulso, sin visibilidad alguna, soltaron los cuatro puntos a los que los nazis la habían amarrado. Luego ocultaron la enseña en la gruta y volvieron a sus casas.
Al día siguiente, los nazis destituyeron a la cúpula policial de la ciudad e impusieron el toque de queda, a la vez que anunciaban una condena a muerte para los culpables. Pero Lakis y Manolis no cayeron entonces, sino un año después, tras ser delatados como miembros de la resistencia (y no como autores de la gesta). En 1943, ya liberados, se sumaron al Elas, el movimiento de maquis que combatió a los alemanes. Como Glezos, que aún vive, Santas no ocultó desde entonces sus simpatías por la izquierda, chivo expiatorio de todos los reveses de la historia griega durante el siglo XX. Y como militante irredento, siguió coleccionando condenas. A finales de 1946, dos años después de la liberación del país, estalló la guerra civil; Santas fue detenido y confinado en la isla de Makrónisos, desde la que huyó a Canadá. De regreso a Grecia, revivió la experiencia de la cárcel tras el golpe militar de 1967.
Al contrario que Glezos, figura tutelar de parte de la izquierda griega -muy activo en la denuncia del rescate de la UE y el FMI, a su juicio otra suerte de ocupación-, Santas nunca explotó la hazaña. Solo el año pasado rompió relativamente su silencio para publicar sus memorias, Mi noche en la Acrópolis.
La ciudadela ateniense, que a lo largo de su historia había visto prácticamente de todo -el Partenón consecutivamente convertido en basílica paleocristiana, polvorín en época otomana o aprisco para cabras-, nunca pudo sin embargo imaginar que dos chavales desarmados, con la obstinación de un topo y la determinación de un visionario, lavarían la última afrenta de su venerable y secular existencia.
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