Denise
Affonço escribió hace cinco años 'El infierno de los Jemeres Rojos', donde
recoge el dolor de una mujer que vio morir a su familia en los campos de la
muerte de Pol Pot
GUILLAUME
FOURMONT MADRID 24/10/2010
Pol Pot, el líder de los
Jemeres Rojos de Camboya, fue el ilusionista más grande del siglo XX.
Consiguió, sin que nadie se diera cuenta, hacer desaparecer un país durante
cuatro años. En 1979, cuando cayó su régimen dictatorial, faltaba la tercera
parte de la población camboyana, dos millones de personas, todas asesinadas de
un tiro en la cabeza o muertas en campos de trabajo. Eso era el Camboya de los
Jemeres Rojos: una gigantesca cárcel al aire libre. Y después la nada, el
silencio de un pueblo traumatizado por el horror. Denise Affonço (Phnom Penh,
1944) rompió el silencio hace cinco años con El infierno de los Jemeres
Rojos, un libro que se publica ahora en España (Libros del Asteroide).
Sobrevivió a tres años y medio de trabajos forzosos, al asesinato de su marido,
al hambre y las enfermedades, a la muerte de su hija, Jeannie, de 9 años, que
falleció de inanición en sus brazos, una mañana de 1976. Nada más ser liberada,
Denise se fue a Francia con su hijo, otro superviviente, y nunca regresó a
Camboya.
¿Por qué guardó silencio
durante más de 25 años?
Llegué a Francia sin nada,
sin dinero. La prioridad era rehacer mi vida con mi hijo, entonces de 15 años;
encontrar un trabajo. Y no hay que olvidar que hasta 1990, ¡los Jemeres Rojos
tenían representación oficial en la ONU! Me encerré en mí misma, no quería
saber nada del pasado. Tenía pesadillas cada noche... Cuando me rescataron, yo
era un zombi.
¿Qué pasó aquel 17 de
abril de 1975, cuando los Jemeres Rojos tomaron Phnom Penh?
Fue una gran fiesta.
Llevábamos cinco años de guerra civil y los Jemeres Rojos llegaron como los
salvadores. Hasta rezábamos a Buda para que ganasen. Pero nos llevaron hasta el
infierno. Nos pidieron abandonar nuestras casas. Era el principio de una
mentira que nos llevó hasta lo más profundo del infierno. Yo, ingenua, había
cogido unos libros para los niños. Nos lo quitaron todo, mi documentación, mis
fotos de familia. Mi marido, un comunista convencido, me decía que todo iba a
ir bien. ¿Por qué confié en él?
Él no podía saber lo que
les esperaba.
Yo trabajaba en una
embajada, donde llegaban informaciones de los maquis antes de 1975. Pero en
casa, Seng, mi marido, escuchaba Radio Pekín. Fue víctima de sus convicciones y
lo mandaron a reeducación. Nunca volví a verlo.
¿De ahí el nombre de su
libro en francés: El dique de las viudas'?
Hacía seis meses que se
habían llevado a Seng cuando me cambiaron de campo. Me decían que él me
encontraría. Teníamos que hacer un dique de tierra y cuando terminamos, un
líder dijo: "Vamos a llamarlo el dique de las viudas". Fue
cuando entendí, en ese mismo momento, que Seng había muerto. ¡Eran unos
cínicos! Podían hacer de nosotros lo que querían y cuando querían.
¿Sabía entonces quién era
Pol Pot?
No. No sabíamos nada.
Cuando llegaron los Jemeres Rojos, todo el país quedó encerrado en la selva;
era como una prisión al aire libre. "¿Por qué no te rebelaste?", me
suelen preguntar. Pero, ¿cómo? Nos deshumanizaron, no teníamos ni nombres. A
los pocos meses, yo ya era una anciana de 60 años de unos pocos kilos y con
menopausia. ¡Tenía 30 años! Sólo pensaba en sobrevivir, el hambre era una
obsesión. Nos daban una ración de agua y de arroz al día. Nos trataban como
animales. Mucha gente se dejó morir.
Una vez quisieron
condenarla por el robo de una berenjena.
Yo había entendido su
juego y nunca hablaba. Aprendí de memoria su doctrina, lo que querían oír, sin
quejarme nunca. Quejarse era desaparecer, morir. Cuando me cogieron tras robar
una berenjena, dije que me gustaba estar en el campo, que tenía fe en el nuevo
régimen. Cada noche, hacíamos en público nuestra autocrítica. Teníamos miedo a
que nos llevaran y nos ejecutaran. No teníamos nada, ni siquiera medicinas. Los
Jemeres Rojos sabían que no íbamos a sobrevivir.
Usted sí sobrevivió.
¡La ira! Esta ira contra
ellos me permitió sobrevivir. Los Jemeres Rojos eran una banda de fanáticos que
habían estudiando en Francia, eran intelectuales. ¡No eran locos ni enfermos! Y
quería gritar al mundo lo que había pasado, para que no volviera a pasar nunca.
Nos dejaron morir de hambre porque lo quisieron, lo planearon.
Dedica este libro a su
hija, Jeannie, que falleció allí.
La enterré yo misma. Era
tan menuda... la veía morir cada día un poco más y no podía hacer nada. Aquella
noche, a las tres de madrugada, ella se levantó y me pidió arroz. No tenía
nada. Murió a las ocho de la mañana. "Una boca inútil menos", nos
decían cuando moría alguien. Y nos prohibían llorar...
La conversación telefónica
se corta. Affonço pregunta si se la puede volver a llamar unos minutos más
tarde.
¿Se encuentra bien?
Sí, sí. Es que se me acabó
la batería y tenía que cambiar de teléfono. Y también estoy conmovida. ¡Pero
soy fuerte! La gente no tiene memoria y hay que contar lo que pasó. Hasta en
Camboya, los jóvenes no saben nada de su propia historia.
¿Qué responde a los
intelectuales europeos de la época que respaldaban a los Jemeres Rojos?
Eran unos imbéciles
guiados por la ideología. En 1975, un periodista de Le Monde escribió
que todo el mundo vivía feliz en Camboya. ¡Es abyecto! Incluso en 1990, un
intelectual belga me dijo no había pasado nada. Ninguna persona inteligente
podía dejarse engañar por ese régimen.
Pol Pot falleció en 1998,
impune. ¿Qué opina de la labor del Tribunal Internacional para Camboya que
juzga ahora a los ex líderes jemeres rojos?
Que se burlan de las
víctimas. No somos nadie. Mirad a Duch, el jefe del centro de tortura S-21: le
tratan bien, le dan de comer lo que quiere y le condenan a tan sólo 30 años.
Merece que le dejemos morir de hambre, abandonado en la selva.
¿Cómo se encuentra su hijo
en la actualidad?
Está
bien. Pero nunca habló de aquello. Jamás lo hará.
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