Un libro recoge inéditas escuchas secretas a los
prisioneros alemanes
Revelan una sorprendente brutalidad gratuita
JACINTO ANTÓN
Barcelona 6 ABR 2012 - 00:19 CET
“Me lo cargaba todo: autobuses en las calles, trenes de civiles. Teníamos
órdenes de machacar las ciudades. Yo disparaba contra todos y cada uno de los
ciclistas”. Así se despachaba el suboficial Fischer, piloto derribado de un
caza Messerschmitt 109 en mayo de 1942 en una conversación con un colega en un
centro de internamiento de prisioneros británico sin saber que estaba siendo
oído por sus captores. “Hicimos algo muy bonito con el Heinkel 112”, explicaba
otro aviador a un camarada en las mismas circunstancias y en tono jocoso. “Le
instalamos un cañón delante. Luego volábamos sobre las calles a baja altura y
cuando nos cruzábamos con coches encendíamos las luces y ellos se pensaban que
tenían delante otro coche. Y entonces hacíamos fuego con el cañón”. “Reventamos
un transporte de niños”, comenta creyéndose en la intimidad el marinero Solm,
tripulante de un submarino. “Un transporte infantil… para nosotros fue todo un
placer”. “En Italia, a cada lugar al que llegábamos, el teniente escogía al
azar 20 hombres”, narra el cabo Sommer del regimiento blindado de granaderos
número 29. “Todos para el mercado, se acercaba uno con tres ametralladoras
–rrr…¡rum!- y todos tiesos. Así es como se hacía”. Sommer y su interlocutor,
Bender, del comando de intervención número 20 de la Marina (una unidad especial
de nadadores de combate con fama de duros), ríen a gusto…
Son algunos de los muchos testimonios terribles recogidos por los aliados
en el marco de un programa de escuchas secretas sin precedentes que arrojó un
material escalofriante sobre la forma de luchar y sobre todo de matar del
Ejército alemán en la II Guerra Mundial. Ese conjunto de documentación inédito
en buena parte ha sido diseccionado y estudiado ahora por dos investigadores
alemanes, Sönke Neitzel, catedrático de historia moderna, y Harald Welter,
psicólogo, ambos miembros del instituto de ciencias culturales de Essen, que
han recogido su trabajo en el libro Soldaten (2011), recién publicado en
España bajo el título Soldados del
Tercer Reich, testimonios de lucha, muerte y crimen (Crítica,
2012).
Durante la II Guerra Mundial, Gran Bretaña y EE UU retuvieron a cerca de un
millón de prisioneros alemanes (en las filas de la Wehrmacht combatieron 17
millones de soldados). De ellos varios millares fueron llevados a campos
especiales preparados al efecto y sometidos a pormenorizadas escuchas. Cabe
imaginar que a algunos de los oyentes les habrá costado mantener la frialdad
profesional cuando oían por ejemplo explicar cómo el sargento primero berlinés
Müller, tirador de precisión, se cargaba sistemáticamente en Francia a las
mujeres que se acercaban con ramos de flores a los soldados liberadores
aliados.
El Centro de Interrogación Detallada de los Servicios Combinados (CSDIC)
británico levantó 16.960 actas de lo escuchado a escondidas a los soldados
alemanes que suman cerca de 50.000 páginas, mientras que los estadounidenses
también extrajeron mucho material de 3.298 prisioneros cuidadosamente
seleccionados de la Wehrmacht y las Waffen-SS y recluidos en Fort Hunt,
Virginia. La diversidad de los espiados es completa, con todos los currículos
militares imaginables, desde soldados ordinarios, de tropa corriente, hasta
generales. Los miembros de las unidades de combate y particularmente de los
submarinos y de la Luftwaffe están especialmente representados.
Los prisioneros hablaban con total libertad entre ellos sin tener ni idea
de que estaban siendo escuchados. Para animarlos, se introducía entre los
cautivos a agentes, exiliados y prisioneros dispuestos a colaborar. Pero los
mejores resultados se consiguieron colocando juntos a prisioneros de rangos similares
y de la misma arma. Se pirraban los tíos por contarse unos a otros sus
experiencias, sus vivencias de combate y los detalles técnicos de sus útiles de
guerra, ya fueran aeroplanos, tanques, submarinos o morteros.
Con las escuchas, los aliados pudieron formarse una idea muy exacta del
estado, la moral y la táctica de todos los ámbitos del Ejército alemán así como
de detalles técnicos de su armamento. Lo que no imaginaban los servicios
secretos es que más de medio siglo después, los historiadores y psicólogos iban
a encontrar un filón dorado –o más bien gris pánzer- en esa documentación.
Neitzel se topó con los antiguos expedientes en el Archivo Nacional británico.
“Había actas y más actas”, dice en el prólogo de su libro. “Quedé absorbido por
la lectura de las conversaciones y me sentí transportado de inmediato al mundo
interior de la guerra”. Lo que más le sorprendió, dice, “fue la franqueza con
la que hablaban de luchar, matar y morir”.
Autores como Joanna Bourke (An intimate history of killing, 1999) o
Samuel Hynes (The soldier’s tale, 1997) ya nos habían mostrado qué fácil
y hasta placentero puede ser matar para el soldado. Y Wolfram Wette había
revelado la culpabilidad homicida y criminal del Ejército regular alemán
destripando el mito de una Wehrmacht limpia en contraposición a unas SS que se
habrían encargado de las tareas sucias y de perpetrar los asesinatos en la II
Guerra mundial (La Wehrmacht, Crítica, 2006). Pero Neitzel y Welter van
más allá en su forma de exponer y analizar el impulso violento de los soldados
del III Reich.
Probablemente lo más perturbador de las escuchas es constatar que para
matar no hacía falta estar especialmente adoctrinado ideológicamente ni
brutalizado por la experiencia bélica. En los testimonios se oye a los
militares explayarse sobre acciones terriblemente violentas de una gratuidad
absoluta, llevadas a cabo en situaciones en las que no estaban sometidos a
ningún estrés y cuando no llevaban suficiente tiempo luchando como para haberse
librado de la capa de civilización que supuestamente impide cometer actos así.
Son ya extremadamente violentos de entrada, sin necesidad de ninguna
introducción en la barbarie. Tipos que ni siquiera son especialmente nazis. Es
como para perder la fe en el ser humano. “El acto de matar a otros y la
violencia extrema pertenecen a la vida cotidiana del narrador y de sus
interlocutores”, señala Welter. “No son nada extraordinario y hablan sobre ello
durante horas al igual que hablan de aviones, bombas, ciudades, paisajes y
mujeres”.
“Para mí, lanzar bombas se ha
convertido en una necesidad”, dice un teniente de la Luftwaffe en una de las
escuchas. “Emociona de lo lindo, es un sentimiento fantástico. Es tan bonito
como cargarse a alguien a tiros”. En otra conversación, un aviador comparte el
placer de cazar soldados solitarios desde su aparato “y también gente común”,
que “corría como loca en zigzag”. El piloto llevaba solo cuatro días de campaña
de Polonia y ya sentía gusto al matar por el simple hecho de hacerlo, con
indiferencia de a quién alcanzaba. “Violencia autotélica”, la denominan Neitzel
y Welter, matar por matar. Experimentar la sensación de ejercer ese último
poder total, y sin castigo. “Esa clase de violencia no requiere de causa ni
motivo”.
“Macho, ¡no sabes lo que me llegué a reír”, dice otro aviador que hacía
saltar casas por los aires. Y otro: “Abatimos cuatro aviones de pasajeros”.
“¿Íban armados?”. “Nones”. El teniente Hans Hartigs, del escuadrón de cazas 26,
sobre un vuelo en el sur de Inglaterra: “Nos cargamos a mujeres y niños de
cochecitos”. “Los dejamos a todos tiesos, secos. Hombres, mujeres, niños, los
sacamos de la cama a todos”, cuenta el cabo paracaidista Büsing de sus acciones
en Francia tras la invasión de los aliados. A veces se esgrimen motivos de una
irrelevancia atroz: “A un francés le pegué un tiro por detrás. Iba en
bicicleta”. “¿Te quería capturar?”. “Ni por asomo. Era que yo quería la
bicicleta”.
Soldados del Tercer Reich aprovecha
el material de las escuchas para realizar una disección extraordinaria del
Ejército alemán –desde el sistema de condecoraciones al trato a los
prisioneros, la violencia sexual o las Waffen-SS, sin olvidar la participación
de las unidades militares regulares en el genocidio judío o la diferencia de
moral entre las diferentes armas-. La fe en Hitler –al que los soldados
caracterizan con rasgos similares a los de una estrella del pop actual (!), la
falta en general de conciencia entre las tropas de que se estuviera llevando a
cabo una guerra racial como machacaba la propaganda, la importancia en cambio
del grupo y la camaradería, el respeto que se daba a conceptos como el valor,
la dureza y la disciplina y ¡al trabajo bien hecho!, o el juicio que se hace en
las conversaciones de mandos como Rommel (“valiente, intrépido” pero “sin
escrúpulos”), son algunas de las materias que examinan los autores.
Neitzel y Welter, que aportan ejemplos de militares de
otras contiendas y sostienen que es un universal de la guerra que el soldado no
necesita motivos para matar (“los motivos son indiferentes”, “mata porque es su
función”), citan en el capítulo final el elocuente testimonio de un soldado
alemán Willy Peter Reese, que cayó en la II Guerra Mundial. “El hecho de que
fuéramos soldados bastaba para justificar los crímenes y las depravaciones y
bastaba como base de una existencia en el infierno”.
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