Por: EL PAÍS | 10 de abril de 2012
por GABRIELA MASSUH
La economía desbocada
[Una aproximación al pensamiento de Elmar Altvater]
La crisis económica internacional parece no tener fin. Desde la quiebra de
Lehman Brothers en 2008, los gobiernos del hemisferio norte no han cesado de
articular estrategias para salvar a bancos, empresas y estados al borde de la
quiebra. El estallido de la burbuja financiera generó un escenario de bizarra
inestabilidad donde anunciar el default de países como Grecia, Irlanda, España
o pronosticar la inminente claudicación del euro como moneda europea son parte
de un escabroso libreto cuyo autor, al parecer, se ha vuelto loco o simplemente
llegó al límite de su creatividad.
El origen de la crisis de la eurozona tiene tantas interpretaciones
como escuelas económicas la analicen. Según el ángulo desde el que se la mida,
sus causas son “los profundos desequilibrios monetarios que los fundadores de
la UE no quisieron ver” (Jacques Delors), o “el mal manejo y la dilapidación de
las finanzas públicas en países con administraciones cuasi corruptas” (Wolfgang
Schäuble, ministro de finanzas de Alemania), o “los ataques de los
especuladores contra el euro, la moneda más fuerte del mundo” (Papandreu ante
la UE), o “el torrente de dinero barato que fluyó en los primeros años del euro
en las arcas de los países del sur de la Unión generando burbujas inmobiliarias
y una falsa ilusión de bienestar” (varios), o también “los costes alemanes del
trabajo que han caído desde hace una década respecto los otros países de la
eurozona, ejerciendo presiones sobre el crecimiento de éstos” (OIT).
El peor de los pecados: la soberbia
De las tantas interpretaciones, la del politólogo alemán Elmar Altvater (de
quien la editorial
argentina Mardulce acaba de publicar Los límites del capitalismo)
se parece a la que recientemente dio Felipe González
en una columna del diario Clarín de Buenos Aires (28.1.2012).
El expresidente del gobierno español se remontaba al modelo triunfante del
neoconservadurismo desregulador que se inicia hacia 1980 y domina la escena de
la globalización hasta el estallido de 2008. Remataba con una referencia a la
actualidad: “La habilidad neoconservadora, la de los actores financieros, la de
las agencias de calificación consiste en hacernos olvidar las correcciones de
fondo que necesita el modelo de economía financiera sin regulación y llena de
humo que nos llevó a esta catástrofe. Los gobiernos están condicionados
obsesivamente por las “primas de riesgo”, las valoraciones de las agencias –sin
legitimidad alguna, ni de origen ni de ejercicio.”
Casi podría decirse que en toda la producción de Altvater se encuentran las
cifras, estadísticas y teorías que prueban la certeza de la opinión de
González. El enjambre de interrelaciones planetarias producto de la globalización
permite suponer que el alcance de la actual crisis de Europa no se limite
solamente a la bancarrota del estado griego, ni siquiera a poner en jaque a la
Unión Europea o a hacer tambalear el euro. Para Elmar Altvater, los
sucesivos intentos de salvataje de Grecia, que se prolongan agónicamente a lo
largo de los últimos meses, no hacen más que echar leña al fuego de un
portentoso incendio que tiene larga data. Lo que está puesto en juego, dice
Altvater, no es el dinero ni las finanzas, sino la convivencia democrática
misma. De todos los economistas alemanes, Altvater es tal vez el más radical;
no por su postura política, sino por la amplitud de los contextos de su
análisis. A primera vista es marxista y ecológico, dos características que
juntas constituyen una paradoja. Sin embargo, quien se interne en su
pensamiento, realizará que ese marxismo no es un credo, sino uno de los
instrumentos más eficientes para entender las contradicciones internas de la
economía. Altvater, a quien los desplantes de la canciller Merkel
disciplinando a los países del sur de la Unión con el dedo alzado le parecen un
despropósito, tiene una cualidad difícil de encontrar en Alemania. Se trata de
una visión totalizadora que, por un lado, analiza un fenómeno desde su origen histórico
hasta sus repercusiones actuales y, por el otro, amplía sus repercusiones en
una geografía extendida hacia todos los puntos del planeta, más allá de las
fronteras de Europa. Se diría que es un economista a la Borges: no hay
hecho, por nimio que sea, que no implique el universo entero. Pero su
abordaje de la economía no es literario, sino eso que los alemanes calificarían
como “científico”, es decir, legítimo en tanto que no elude la complejidad de
sus actores múltiples. En sus innumerables libros desmenuzó, por ejemplo, el
efecto del mercado mundial sobre los países del antiguo tercer mundo o la
relación entre los mercados y la depredación ambiental. “Nunca separé a la
economía de la política y del análisis social.” Sus investigaciones se
dedican a hacer visible y entendible cómo, en un contexto mundial, el poder
hegemónico se sirve de la economía para ejercer dominio.
Elmar Altvater nació en Kamen, una ciudad anodina en la zona industrial de
las minas de carbón, hoy cercada de desocupados y autopistas. Su padre era
minero; el mismo Altvater tuvo que pagarse sus estudios de economía en Munich
trabajando como guardia del ferrocarril y obrero de la construcción. Aquel
estudiante de origen proletario era un bicho raro dentro del panorama de un
estudiantado más bien burgués. Por cuenta propia comenzó a leer El Capital
de Marx e hizo su doctorado sobre problemas de contaminación en la vieja Unión
Soviética. La elección de un tema tan exótico para los años que corrían (1968)
son un anticipo de aquello que lo ocuparía de allí en más: el conflicto entre
las formas de producción, la política y el entorno ambiental. En 1970 fue
designado profesor titular de economía política en la Universidad
Libre de Berlín, cargo que mantuvo hasta su retiro y no le impidió
ser miembro fundador del partido verde, ser miembro de ATTAC o asesor del
canciller Schröter. Durante los años 90 fue uno de los primeros en prevenir
sobre los riesgos de la globalización; siempre se mantuvo alerta respecto
del nacimiento de nuevos sujetos sociales, de aquellos movimientos que
articularan lazos sociales más justos y solidarios. Hoy por hoy es uno de los
escasos críticos del desarrollo interpretado como incremento del producto
bruto; no cree que la acumulación se “derrame” sobre las capas sociales más
necesitadas, sino que, por el contrario, hace más profunda la brecha entre
ricos y pobres. Su crítica al capitalismo es radical y no es solamente
económica, sino cultural. A pesar de que sus análisis culminen siempre con
propuestas viables de cambio, sus colegas del main stream suelen
descalificarlo con rótulos estigmatizantes; sucede que Altvater es un pensador
incómodo, pone el dedo en esa llaga que los medios, la política y las
corporaciones difícilmente estén dispuestos a digerir; no sólo porque los pone
en cuestión, sino porque sabe señalar esos mecanismos del presente que jaquean
la posibilidad de un futuro democrático y solidario para todos.
El desmadre de la economía
Altvater es feroz cuando se trata de analizar los intentos actuales de la
Unión para superar la crisis del euro. “La estrategia política pretende
estabilizar a los mercados destruyendo salarios, puestos de trabajo, seguridad
social y derechos adquiridos. Lo que hay que hacer es lo opuesto: frenar el
desafuero de los mercados financieros, civilizar a sus actores, controlarlos y
regularlos”, le dijo en octubre de 2011 al movimiento Occupy de Berlín
cuando este lo invitó a dar una charla.
Altvater parte de un concepto que usó Karl Polanyi para analizar la única
crisis que, en sus dimensiones, puede compararse con la actual: la gran
depresión de los años 30 que sucedió al crash de la bolsa de Nueva York de
1929. Para Polanyi, el capitalismo hacía que la economía, antes un factor al
servicio de la comunidad, se desentendiera del contexto social y pasara a
regirse por leyes propias operando de manera independiente, organizando a su
alrededor todos los procesos sociales. Se trataba de una disembedded
economy, en castellano, una economía “fuera de cauce”, desbocada, sacada de
cuajo. Este es el concepto que aplica Altvater cuando demuestra que los
procesos sociales, culturales, ecológicos, etc., son medidos en la actualidad
exclusivamente por su eficiencia económica.
Dentro de un ciclo de memoria a corto plazo, esta crisis se remontaría a
los años 70, concretamente, al momento en el que empieza la desregulación del
mercado financiero luego de que los Estados Unidos dejaran sin efecto la
cláusula de Bretton Woods que imponía el cambio fijo. El cambio fijo no
permitía la especulación financiera; una vez suprimido, las diferentes plazas
financieras empiezan a competir entre sí por ofrecer y generar rendimientos e
intereses cada vez más altos. En el año 1973, año de la suspensión de la
paridad cambiaria, circulaba en el mundo tanto dinero como mercancías. En 1989,
ya circulaba 90 veces más dinero que mercancías. Aquella diferencia dio origen
a la gigantesca burbuja que hoy amenaza con deglutirse al mundo; una burbuja en
la que toda respiración es en definitiva artificial porque el dinero, al carecer
de respaldo objetivo, se convierte en sí mismo una mercancía.
El universo de las finanzas crece mucho más rápido que la economía real. El
dinero “rápido” impone su lógica interna y comienza a generar “productos” para
simular el valor que antes le confería el respaldo de la mercancía. Este exceso
de dinero circulante es responsable, según el economista alemán, de las
conocidas cadenas de eclosiones económicas de las últimas décadas: la crisis de
la deuda de los países de América Latina en la década de 1980, la crisis de
Rusia y los tigres asiáticos en los 90, la de la "New economy"
alrededor del 2000, la "subprime-crisis" hipotecaria en los Estados
Unidos en 2007 (que se llevó puesta a la banca Lehman Brother al año siguiente)
y finalmente, la crisis de la deuda de los estados de la UE que, según
Altvater, no es la última.
El capitalismo en su versión actual es sustancialmente un capitalismo
financiero. Si bien los excedentes económicos provienen de la "economía
real", es decir, de la producción y del trabajo de obreros y asalariados,
estos excedentes (medidos en el PBI o en las tasas de crecimiento) se han visto
reducidos drásticamente en los últimos años. Al no haber excedentes reales,
el capitalismo financiero procura que el dinero en sí mismo genere excedentes:
los inversores buscan nuevas plazas, las que ofrecen mayores dividendos.
Todo sirve y la inventiva es inagotable; cualquier cosa puede convertirse en
objeto de especulación financiera, por ejemplo, los derechos de contaminación
de la atmósfera terrestre que se ofrecen en todo el planeta como “bonos de
emisión”, o bien, los credit default swaps, esa urdimbre bochornosa por
la que una institución que otorga un crédito contrae una especie de seguro de
insolvencia más alto que el crédito otorgado, de tal manera, que la bancarrota
de su deudor termina por ser más lucrativa que si le pagara la deuda. La
quiebra de Lehman Brothers llevó a gran parte de la banca de inversiones al
borde del colapso; el problema fue que los estados se dedicaron a salvar la
banca con “dinero real”, inyectándoles préstamos a tasas ridículamente bajas,
que los bancos, a su vez, volvían a prestar a los estados endeudados a tasas de
interés ridículamente altas. Así se genera la situación en la que se está hoy:
una economía estrangulada, obligada a ahorrar, a producir cada vez más para
paliar el vacío, generando millones de desocupados, pobres y hambreados que
asisten boquiabiertos al juego de producir valor a cualquier precio.
“El capital siempre va por más”
sostiene Altvater. En alemán, los fondos buitres se llaman “fondos langosta”
porque saltan de un lado a otro. Una vez que las consecuencias devastadoras
del crash de Lehman Brothers fueran contenidas por el endeudamiento del estado
norteamericano, la langosta brincó sobre el Atlántico y se posó sobre Europa.
Allí está ahora. En este último movimiento, Altvater interpreta una intención
implícita de desestabilizar al euro. Esto parece teoría conspirativa, pero no
lo es y se explica de la siguiente manera: los EEUU alcanzaron el límite legal
de su endeudamiento en mayo de 2011 (14,3 billones de dólares en ese momento),
de manera que bien habrían merecido ser degradados en el ranking que emiten las
agencias calificadoras de riesgo. Poco antes, durante el año 2010, China
había empezado a comprar euros como moneda de reserva ya que el dólar se
encontraba un 40% por debajo de su valor comparado con una canasta de monedas
de referencia. Cada vez que cualquiera de las tres calificadoras de riesgo
(Standard & Poor´s, Moody´s y Fitch que concentran el 95% mundial de las
calificaciones) baja el ranking de cualquier país europeo a causa de su deuda,
el euro se debilita y fortalece indirectamente al dólar. Para Altvater, las
calificadoras no sólo han sido un permanente escollo en la solución de la
crisis de la deuda, sino que también son responsables de haberla impulsado.
Antes de que estallara, no sólo proveyeron a la especulación de “armas de
destrucción masiva” de alto calibre, sino que ahora se esmeran en ignorar el efecto
nocivo de esas armas negándose a aceptar medidas para regular el mercado
financiero.
El Tsunami no se mantiene en el universo de las finanzas; termina
amenazando a la economía real, destruye estructuras sociales e impone
situaciones cada vez más precarias dentro de las diferentes naciones. Según
índices del FMI, las partidas del PBI para salarios ha descendido en Europa un
10% desde 1990. Como decía Marx: todo capital invertido en la especulación
es “ficticio” y nadie sabe a ciencia cierta con cuánto dinero se
cuenta. Finalmente: ¿quién paga la deuda? La capacidad de los estados se
ha debilitado por varias causas, sobre todo una que se suele olvidar: la
complicidad entre bancos, corporaciones, consultoras y main stream político que
se ha encargado desde hace años de bajar siempre más los impuestos con la
excusa de la competitividad. Los estados europeos se lanzaron a atraer inversiones,
bajando los impuestos a la riqueza y al emplazamiento de capitales. Como moscas
cautivadas por el aroma de la miel, empresas e inversores volaron a
establecerse en Irlanda cuando bajó al 12% la tasa impositiva, cifra muy
inferior a la media europea. En poco tiempo, Irlanda se convirtió en el “tigre
celta”. Cuando el estado se vio en la obligación de socorrer a los bancos
afectados por la crisis hipotecaria de 2007, el tigre se vino abajo. ¿Quiénes
tuvieron que pagar? El pueblo de Irlanda a través de un drástico recorte de los
gastos en salud pública, pensiones, educación y cultura, medidas que le exigió
la Unión Europea para salir del marasmo.
Los estados europeos no sólo se resisten a controlar a los bancos, sino
que, con el fin de salvarlos, continúan profundizando el proceso de
privatización de los bienes estatales. El resultado está a la vista y, en mayor
o menor medida, los ciudadanos europeos lo sienten en carne propia: los
recortes pasan por la educación, la salud, el gasto social y los sistemas de
retiro. Hoy por hoy los gobiernos de la UE se encuentran embretados por las
leyes del mercado financiero, funcionan como títeres de una coyuntura cada vez
más acelerada en la que ninguno está dispuesto a ceder y menos a compartir. En
este punto, Altvater es muy duro con la política alemana. La Unidad Europea es
un sistema de vasos comunicantes, sostiene. Los excedentes de la balanza de
pagos de un país se corresponden con el déficit en la balanza de pagos de otro.
Por lo tanto, la deuda de los griegos podría reducirse si, de manera
recíproca, también se reduce la riqueza, por ejemplo, de Alemania. ¿Cómo se
hace? Volviendo a imponer en Alemania el impuesto a la riqueza. Pero los
alemanes no están dispuestos. ¿Por qué? Porque no quieren espantar a los inversionistas.
Durante el apogeo de la crisis, la tasa de interés que los bancos le
imponen a Grecia es quince veces mayor que la que le imponen a Alemania.
Prestarle dinero a Grecia fue en su momento una mina de oro para los bancos y
un remedio fatal para Grecia. Por eso es un despropósito sostener, tal como se
hace actualmente en Alemania, que la hecatombe de Grecia se debe solamente a al
mal manejo de las cuentas públicas. Más bien, se trata de lo opuesto: en plena
crisis los bancos florecen porque el Banco Central Europeo les presta dinero a
tasas ridículas, dinero que vuelven a prestarle a Grecia, a Italia o a España a
tasas usureras.
Peak oil: el fin del capitalismo como lo conocemos
Hasta aquí el somero análisis del panorama financiero que condujo a la
crisis actual del euro. Si bien el panorama señala las causas técnicas del
proceso de degradación, éstas se insertan, para Altvater, en un contexto mucho
más profundo y abarcativo que proviene de las leyes inherentes al capitalismo
como productor de riqueza. El main stream económico insiste en que no
hay manera de salir del marasmo sin una palabra mágica: crecimiento. A la
Grecia fundida se le recomienda hoy producir más y estimular el consumo para
volver a otorgarle respaldo al dinero. Entronizado por el poder económico como
factor único para medir el desarrollo y el bienestar, el crecimiento se
transforma para Altvater en ese fetiche que el sociólogo alemán Niklas Luhman
consideraba una entelequia usada por los políticos para prometer islas de
bonanza nunca podrían alcanzarse. La obsesión por el crecimiento es tan
contundente como su falta de viabilidad. Las razones: el motor del
capitalismo, el que lo hizo crecer, desarrollarse, expandirse y entronizarse
como único credo en medio de religiones bastardas, está en proceso de
agotamiento. Más allá de encarnar la parábola del progreso, del conocimiento
científico y del bienestar de los pueblos, más allá de los daños irreversibles
que produjo inundando la tierra y los mares de basura a perpetuidad, ese motor,
el petróleo, no tiene sustituto. Nada existe que pueda compararse a la
facilidad de su traslado, a su posibilidad de concentrarse y centralizarse, no
hay otra energía que sea congruente con los índices de crecimiento del
capitalismo tal como lo conocimos hasta ahora. Por más que a ultranza los
centros de poder pretendan mirar para otro lado, el sistema de apropiación de
los excedentes generados por el aumento permanente de la productividad, para
Altvater es cosa del pasado. Las energías fósiles fueron y todavía son el sine
qua non del capitalismo: en primera instancia -ésta fue básicamente su
ventaja- la energía fósil permite que la producción y la fuerza de trabajo se
independicen del territorio y del espacio. Los recursos fósiles son también
independientes del tiempo, se los puede utilizar las 24 horas del día, los 365
días del año; es factible anular las estaciones del año, hacer que el día se
convierta en noche y la noche en día. El capitalismo se podía despegar del
tiempo y del espacio para anclarse en el limbo ahistórico de la producción
perpetua. De hecho, el fin de la historia.
El gran dilema del crecimiento es la contradicción entre
las leyes de la acumulación de capital y las leyes de un uso de la naturaleza
sostenible en el tiempo; estos dos planos no pueden coincidir jamás.
La carrera actual por los recursos naturales reaviva procesos inherentes al
capitalismo primitivo. No sólo implica la expulsión de miles de millones de
personas de su hábitat natural, sino que emplea cualquier método, violencia
inclusive, para doblegar voluntades. Sin ir más lejos, desde hace una década
aumentan a lo largo de Sudamérica la expropiación y expulsión masiva de
indígenas, campesinos y afrodescendientes a causa de la mega minería, la
agroindustria, el patentamiento ilegítimo de plantas para los laboratorios, las
industrias maderera y pesquera. Son las consecuencias (y el precio oculto) del
“boom” productivo de América Latina orgullosa de ostentar índices de
crecimiento que, en promedio, se mantienen alrededor de un índice del 5% anual
desde hace por lo menos cinco años.
En el opúsculo de Kant “Sobre la paz perpetua” (1795), hay una apelación
que Altvater cita con frecuencia: “Los hombres no pueden dispersarse hasta
el infinito por un planeta cuya superficie es limitada; por lo tanto, deben
tolerarse mutuamente ya que originariamente nadie tiene mejor derecho que otro a
estar en determinado lugar del planeta”. Implícitamente, Altvater
transforma este imperativo kantiano de la limitación en una especie de
admonición entre líneas, similar a lo que los griegos (los de la antigüedad)
consideraban el peor de los pecados: la soberbia. Casi todo lo que escribe
apela a detener la vorágine ya no del consumo, sino de un sistema que
está consumiendo la posibilidad de vida futura sobre el planeta. No el fin de
la historia, sino la inserción en la historia para recuperar la dimensión
de futuro arrebatada por el brave new world del capitalismo. En este
sentido, todo reconocimiento de los límites pasa necesariamente por el respeto
de las leyes de la naturaleza, que es lenta y es finita y puede colapsar bajo
el peso creciente del consumo de tierras, materia y energía.
¿Cómo salir?
Para Altvater, el camino de salida nunca vuelve al
pasado. Si la utilización de energías fósiles es cada vez más escasa, difícil y
onerosa, quedan las energías alternativas que, de hecho, reducirían la
producción porque no son tan eficientes. Además, no se dejan trasladar e
imponen otro trato a la naturaleza, salvo el horror de las llamadas
bioenergías. Pero todo esto es cuestión del futuro (si es que lo hay). Para la
coyuntura actual, Altvater propone concretamente reducir drásticamente el
volumen de las deudas soberanas y mejorar su servicio, adecuándolo a un
plan realista. Es obvio que el lobby de la banca, con la anuencia de las
calificadoras y los gobiernos de Inglaterra y Estados Unidos, se oponen. En
segundo lugar, es absolutamente necesario invalidar la referencia de las
agencias de calificación; en tercero, restablecer el impuesto a la
riqueza e implantar una tasa por las transacciones financieras. Ese mínimo
paquete de medidas, bloqueado por el dogma neoliberal de los gobiernos
europeos, más ocupados en cuidar la estabilidad del mercado que la de sus
ciudadanos, aliviaría de inmediato la coyuntura. Mientras tanto, alerta
Altvater, hay otra crisis visible en el horizonte: la langosta ha comenzado a
satisfacer su voracidad con
la especulación de materias primas, alimentos y portadores de energía.
La miseria ha regresado a las geografías ya recorridas hasta el hartazgo:
África, América Latina y parte de Asia. La carrera continúa.
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