Los asesinatos de mujeres en Gaza gozan del favor de la
justicia en una sociedad conservadora
ANA CARBAJOSA
Jan Yunis (Gaza) 7 ABR 2012 - 18:47 CET
La policía de Gaza encontró a K. K. en una barraca de playa con su supuesto
amante cerca de Jan Yunis, al sur de la franja hace dos semanas. Los
detuvieron, los interrogaron y después los soltaron. La pareja sabía que el
castigo no acababa ahí. Sabían que en Gaza, una mujer casada no puede dejarse
ver con un hombre que no sea su marido o su familiar. Sabían también que
tratándose de Jan Yunis, una de las zonas más conservadoras de la franja, el
castigo no tardaría en llegar. Lo que desconocían es el grado de brutalidad que
iba a alcanzar. “Muy grave incluso para los estándares de Gaza”, según una
activista de derechos humanos de la franja.
Esa misma noche, ya en casa, K. K., universitaria de 22 años, casada con su
primo y madre de una niña de año y medio tuvo que enfrentarse al interrogatorio
de su familia. K. K. confesó su supuesto crimen, consciente de que había
violado las estrictas normas de moral que rigen en Gaza. Horas después de la
confesión, su tío la obligó a beber de una botella de herbicida, hasta que la
muchacha cayó inconsciente. En ese estado, el tío la llevó hasta el hospital
Nasser de Jan Yunis, donde a las 21.00 la ingresaron en cuidados intensivos.
Intento de suicidio, explicó el tío a los médicos que trabajaban aquella noche.
La dejó moribunda, convencido de que aquel era el final de su sobrina, según el
testimonio de personas cercanas al caso.
Pero K. K. empezó a mostrar signos de recuperación. De madrugada, su tío se
presentó de nuevo en la sala de cuidados intensivos. El médico corrió a
transmitirle la buena noticia. La chica estaba mejorando. Al tío no le gustó el
diagnóstico. Sacó una pistola y amenazó al médico y a la enfermera. Después,
metió la pistola en la boca de su sobrina y disparó. K. K. murió en el acto.
La policía tuvo conocimiento de la muerte. La familia, en un intento de
minimizar daños, le entregó a un hermano enfermo mental, acusándole del crimen,
pero los médicos identificaron al tío. El asesino confesó y ahora espera en
prisión una sentencia que castigue el asesinato, indica Ayman Batniji, portavoz
de la policía de Gaza.
Batniji explica en su despacho que cuando un vecino les da el chivatazo de
que alguna mujer está en un restaurante con alguien que no es su marido, las
patrullas policiales acuden raudas. Si no ha habido relación sexual de por
medio los sueltan pronto. Si la ha habido, irán a juicio. En el caso de los mal
llamados “asesinatos por honor”, Batniji explica que la ley es generosa con el
agresor porque se entiende que trata de “limpiar la honra” de la familia.
Una ley de 1936
El tío de K. K., también sabe como cualquiera en la franja, que por
tratarse de un crimen de honor su paso por la cárcel, será breve. La
pena máxima en estos casos puede llegar a tres años, pero lo más corriente es
que no supere unos meses, señala Zeinab el Ghunaimi, del centro de asistencia e
investigación legal para mujeres de Gaza. “Aquí se aplica una ley que se
remonta a los tiempos del mandato británico y que considera que los asesinatos
por honor no son intencionales. Mientras que los demás pueden acarrear la
cadena perpetua; cuando se trata de un crimen de honor lo más normal es
que la pena sea de entre uno y tres meses”. La idea que subyace en el artículo
18 de la ley de 1936, que debía haberse derogado el año pasado y de otros que
regulan esta cuestión, es que un hombre que presencia la infidelidad de su
mujer puede perder el control y volverse violento, aunque el atenuante por
honor se aplica tanto si el hombre presenció la infidelidad como si no. Muchos
casos se resuelven en negociaciones a puerta cerrada entre los miembros de las
grandes familias y clanes de la franja.
Las cifras oficiosas difieren a la hora de contabilizar este tipo de crímenes.
Unas fuentes hablan de cerca de una veintena al año —una cifra similar a la de
la vecina Jordania y algo menor que en Líbano—. Otras sostienen que el número
de casos es menor. La opacidad es la mayor característica. Muchos casos, como
el de K. K., se camuflan como intento de suicidio, para evitar la deshonra
social. Cuando la mujer sobrevive tampoco se cuenta en estas estadísticas, ya
que temen represalias de sus familias si hablan.
“Es un tema muy sensible”, dicen en Jan Yunis, donde nadie quiere identificarse
por miedo a verse asociado con el caso. Es vergonzoso para la familia, añaden.
No se refieren al asesinato, no. La vergüenza tiene que ver con que K. K. se
viera con un hombre distinto a su marido y con que manchara el honor de la
familia. Al fin y al cabo K. K. tiene hermanas y una hija que pueden verse
afectadas por la deshonra.
El conservadurismo de Jan Yunis es palpable en toda Gaza,
donde es muy difícil ver a una mujer sin el hiyab en la cabeza o en la
calle después de la puesta de sol. Es impensable que una mujer viva sola y
muchas acuden acompañadas de sus familiares hasta a las entrevistas de trabajo.
En la playa deben bañarse vestidas y si quieren fumar no lo hacen en público. La llegada del
movimiento islamista Hamás al poder en 2007 supuso otra vuelta de
tuerca en la implantación de una agenda islamista, que recorta la libertad de
movimientos a las mujeres.
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