Un grupo de especialistas rebate los textos de
perspectiva franquista del diccionario de la Academia de la Historia
Paracuellos del Jarama, 16 de decembro de 1939 |
Ángel Viñas es uno de los más importantes historiadores españoles entre los
que se han dedicado a investigar la Guerra Civil, la República y el franquismo.
De sus esfuerzos y su inmensa capacidad de trabajo han salido a la luz
conclusiones decisivas para esos tres periodos de nuestra historia reciente.
Incluso, fue uno de los impulsores de un aspecto metodológico, propuesto por
Santos Juliá, que a mí me parece muy feliz, como es el de marcar que la
República y la Guerra Civil son hechos diferenciados enormemente relacionados
pero que no tienen una continuidad obligatoria desde el punto de vista del
análisis.
Esa cuestión marca a fuego uno de los motivos que más disputas han
provocado entre historiadores españoles en los últimos años. Para los historiadores
militantes del franquismo, la guerra no fue sino el resultado lógico de la
trayectoria republicana. Para casi todos los demás, la guerra fue el resultado
de un golpe fallido que no era históricamente obligatorio, sino consecuencia de
la voluntad de una parte del ejército de romper el régimen republicano para
refundar un Estado nacional-católico en España. Esa es la línea roja que separa
al cerrilismo franquista de las muy diversas aproximaciones que se han
producido en torno al asunto.
Contra esta historiografía franquista —a estas alturasmuy periclitada, por
no decir insignificante— se declara en guerra Ángel Viñas cuando enuncia las
bases ideológicas de este volumen en que se reúnen trabajos de 34
especialistas. Y el motivo más inmediato es la publicación
del tristemente famoso Diccionario biográfico español de la Real
Academia de la Historia, que incluye junto a intervenciones
rigurosas algunas voces panfletarias amparadas por Gonzalo Anes y Carmen
Iglesias. En principio, solo con ver el plantel de firmantes de este
diccionario, que se autodefine de combate, el empeño parece excesivo, algo así
como matar moscas a cañonazos. Desmontar las visiones franquistas que recoge el
diccionario de la RAH no necesita de esfuerzos mayores. Por eso, hay otro
escalón más, que está dedicado a desarbolar, una vez más, las desvergonzadas
versiones de gentes como Pío Moa o César Vidal sobre los tres periodos
analizados. Algo que ya hizo, con enorme ponderación, en su momento, Enrique
Moradiellos y que hicieron también algunos más cuando los best sellers
reaccionarios ocuparon las estanterías de los comercios.
Pero hay un tercer escalón que me parece que es el sustancial, por mucho
que no figure entre las intenciones que Viñas fija en el prólogo y el mismo
Viñas, acompañado por Alberto Reig Tapia, desgrana en los dos últimos capítulos
del volumen. En realidad, al leer estos dos fragmentos, la intención del libro
parece mayor, parece marcada por el impulso de definir las líneas rojas que no
pueden ser traspasadas por nadie a riesgo de caer etiquetado en el club de los
reaccionarios neofranquistas. Y aquí vienen los problemas internos de
coherencia, y los externos cuando, como si de censores se tratara, avisan a
todos los demás de hasta dónde se puede llegar. Reig Tapia se atreve incluso a
definir a los que no sean obedientes con lo que a él le parece un ingenioso
neologismo: son historietógrafos.
El problema de la coherencia interna lo provoca el que la gran mayoría de
los autores invitados a participar en el combate no están por la labor, sino
que hacen un honroso resumen de sus trabajos anteriores, casi sin excepción a
la altura de lo que se pide en un buen manual. José-Carlos Mainer, Joan Maria
Thomàs, Enrique Moradiellos, Ferran Gallego, Paul Preston, Ángel Viñas y muchos
otros entre esa extensa nómina de autores hacen un retrato muy pertinente del state
of the art de las investigaciones que siguen sucediéndose sin pausa sobre
los tres periodos. Buenos resúmenes a modo de manual y, por supuesto, dado lo
limitado del espacio y la urgencia del acontecimiento, no investigaciones
novedosas. Pero sí útiles y precisas casi en todos los casos. Ese trabajo no va
más allá de los límites que cada uno se marca. Casi ninguno de ellos intenta
señalar dónde acaba la decencia y dónde empieza la miseria. Cuentan, y bien, lo
que saben, lo que han investigado durante muchos años. Pero su participación
está metida dentro del envoltorio, dentro del bocadillo que forman la
introducción y los capítulos finales. Yo dudo mucho de que la mayoría de los
autores del libro se sientan identificados con la arrogancia insultante que
destilan esos capítulos. Y me consta, desde luego, que muchos no coinciden en
absoluto con las líneas rojas que se trazan para estar dentro de la corrección
política que definen.
Hay tres asuntos que, desde mi punto de vista, muestran la obsesión de los
combatientes y que forman parte de las cuestiones que sí son muy discutibles y,
por tanto, ya que vivimos en una sociedad democrática, están siendo discutidas
por historiadores que no son franquistas y se tienen bien ganado el sueldo de
rigurosos.
El primero de ellos es el de la necesidad (no se sabe por qué) de definir a
Franco como el más sanguinario de los dictadores. Pues sí, es algo que
cualquiera escucha y no se conmueve. Sus cifras de asesinatos son para figurar
bien destacadas en el ranking universal de la crueldad. Pero intentar
convencernos de que fue más cruel que Hitler y solo menos que Stalin es
difícil, y más lo es si nos atenemos al argumento de que su represión fue mayor
que la que ejerció el nazi contra sus connacionales antes de la guerra. Franco
mató más comunistas, socialistas y demócratas que Hitler, es cierto. Pero desligar
a Hitler y su maniaca pulsión asesina por periodos es abusivo: Hitler exterminó
a diez millones de eslavos y a casi otros tantos judíos. Por mucha inquina que
se le tenga a nuestro canalla, hay que reconocer que no llegó a tanto. Y Franco
mató en la represión durante la guerra y los seis años posteriores a mucha más
gente que Mussolini y Hitler antes de la guerra por razones políticas. Las
cifras comparativas son desmesuradas en contra de Franco. Lo que pasa es que
también son arbitrarias en el uso, porque un “historietógrafo” cualquiera
podría decir que la República que presidió Azaña fue peor que el régimen de
Hitler porque también en la retaguardia republicana se mató a más opositores
que en la Alemania hitleriana. Peras y manzanas. Hay que saber tratar
magnitudes homogéneas. Sobre esto el acuerdo podría ser muy fácil y no exige
mucho despliegue científico de cifras que se manejan a capricho: Franco fue un
descomunal asesino. ¿Necesitamos las comparaciones con Hitler para convencer a
nadie o nos basta con sus propias cifras?
Otro de los tópicos recurrentes en esta historia de combate es el de
asentar la tesis de que la represión republicana fue, casi siempre, obra de
descontrolados. Paracuellos, que es el hecho paradigmático de esa represión,
es, para los ideólogos de la obra, una excepción. Sin embargo, historiadores no
franquistas han avanzado mucho en una incómoda evidencia: en la retaguardia
republicana hubo una serie continuada de acciones que respondían a la
planificación. No estaban planificadas por el Gobierno, y mucho menos, por
Azaña, pero en ellas participaron grupos políticos y sindicales que defendían a
la República y tenían, incluso, responsabilidades de gobierno. El ministro
caballerista Ángel Galarza, el ministro anarquista Juan García Oliver, los
comunistas Margarita Nelken o Santiago Carrillo no fueron ajenos a lo que
sucedía en las calles de Barcelona o Madrid entre julio y diciembre de 1936. En
este segundo asunto, la ira de nuestros combatientes cae sin ningún rigor y con
especial inquina sobre un historiador inglés de origen español (republicano),
Julius Ruiz, autor de un discutible en algunos puntos, pero magnífico y
documentadísimo estudio sobre la represión en el Madrid revolucionario de 1936,
aunque aparecido con el desafortunado título de Terror rojo. Ruiz se
lleva la palma de los epítetos por sus incómodas tesis. Como si fuera un Moa.
El tercero de los tópicos que define otra línea roja es el de que Franco
quería una guerra larga para así poder matar mejor, más a gusto. Fue una idea
de Dionisio Ridruejo, expandida por Juan Benet y adoptada por Paul Preston e
Hilari Raguer. La idea no casa bien con el hecho de que Franco siguió matando a
buen ritmo una vez acabada la guerra. Pero, sobre todo, está basada en el deseo
de hacer su figura más repulsiva. La documentación que reposa en los archivos
militares demuestra que no fue así, demuestra con rotundidad que el llamado
caudillo tuvo que hacer una guerra larga porque enfrente tenía un ejército que
le plantó cara. Además, no era un genio de la guerra, pero tenía con él buenos
técnicos a los que gobernaba con su visión política. Ni qué decir tiene que
está perfectamente documentado que Franco intentó tomar Madrid durante toda la
guerra. No pudo o no supo. Pero querer, quería.
Hay, por tanto, una triple lectura en el libro. Lo mejor
es que casi todos los textos componen un buen manual. Lo que debe ser puesto en
duda es que haya que aceptar ni una sola prohibición de las que arbitrariamente
se marcan para pertenecer al selecto club de los combatientes, ni aceptar el
reduccionismo que lleva a considerar de un plumazo como neofranquista a
cualquier disidente de las normas básicas aquí marcadas. Sobre estas líneas
rojas que se trazan con tanto vigor, cabe recordar los versos de Quevedo: “No
he de callar por más que con el dedo, ya tocando la boca, ya la frente,
silencio avises o amenaces miedo”.
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