El arte de volar, de Kim y Antonio Altarriba ha sido distinguido como el mejor cómic publicado en 2009 al recibir el Premio Nacional de Cómic convocado por el Ministerio de Cultura. Un galardón que no sorprende, en tanto se suma a la larga lista de reconocimiento unánime que la obra ha obtenido (Premio del Salón del Cómic de Barcelona, Premi Nacional de Còmic de Catalunya, Premio Cálamo, Premio de la Crítica...), pero que sigue quedándose corto para evaluar la calidad e importancia que esta obra tiene (y tendrá) para el cómic español.
Antonio Altarriba, teórico de la historieta y guionista vocacional en la insurgente historieta de los años 80, rompe con una cómoda trayectoria que lo vinculaba al relato erótico elegante y sensual para zambullirse en un doloroso ejercicio de introspección personal. Su padre se suicidó a los 90 años, se arrojó al vacío desde la habitación de la residencia en un acto de rebeldía final. Un corte de mangas con el mundo incomprensible para su hijo, inexplicable, que poco a poco se transformaba en angustia personal hasta que encontró unas notas, una especie de diario personal, que mostraba una figura muy distinta a la que él conoció como padre. La duda, el misterio de lo acontecido y de esas notas sólo tenía una posible solución: reconstruir desde cero la figura de su padre, armar una realidad diferente a la que su residía en su memoria, acercarse a la figura de un desconocido, de un tal Antonio Altarriba que vivió una larga vida, noventa años en los que quizás fue feliz o quizás desgraciado, que tuvo un hijo, Antonio, y se quitó la vida tirándose desde una ventana.
El arte de volar es esa recomposición de una fotografía rota en miles de pedazos, una labor de relojero paciente que debe encajar todos los mecanismos con precisión pero sin tener plano que le ayude, descubriendo a cada paso la verdad aún a sabiendas a que pueda ser dolorosa. Antonio, hijo, toma la voz de Antonio, padre, para recorrer su peripecia vital, desde el niño que se divertía y reía con la ilusión de poder volar hasta el joven que pronto conoció la dura realidad de una guerra, del hambre de la posguerra y el horror de la dictadura. Descubriendo la vida de su padre, Altarriba da voz también a los olvidados, a los que vivieron el exilio pero volvieron como derrotados, fagocitados por un sistema que los convirtió en meros peones. Antonio Altarriba, padre, fue uno más de esa legión de nombres que no fueron parte de la historia: la historia pasó por encima de ellos. Transformado en una pieza más de un engranaje contra el que luchó, moviéndose en una pantomima de libre albedrío, sólo queda una libertad: decidir cuándo se sale de la máquina, saltar al vacío y elegir, al menos, cómo encontrarse con la muerte. Una caída de noventa años recorrida en apenas unos segundos que su hijo reconstruirá a golpe de sufrimiento y tortura personal.
Un ejercicio intenso y desolador de introspección familiar y sentimental que tenía que saltar todavía a la viñeta. El noveno arte ha sido el lenguaje elegido por obras de reflexión personal tan importantes como Maus, El almanaque de mi padre o Jimmy Corrigan, coincidentes con el cómic de Altarriba en derivar de una forma u otra del análisis de la figura del padre, pero realizadas desde la protección del espacio íntimo que proporciona la autoría total de la obra. Como guionistas y dibujantes, Spigelman, Taniguchi o Ware practicaban un ejercicio de catarsis personal aislada, traducían sus emociones directamente al papel en comunicación directa con el lector. Pero Altarriba, guionista, tenía la difícil elección de dejar en manos de otros el descarnamiento de sus sentimientos. La decisión fue sorprendente: Joaquim Aubert, Kim, el conocido dibujante de Martinez el facha en El Jueves, un personaje ya icónico que había fagocitado casi por completo a su autor. Pero los que recuerdan aquella época de los 80, saben de la inmensa versatilidad de este dibujante, minucioso y de expresividad fluida, que demuestra en El arte de volar hasta qué punto todo calificativo se queda escaso. Ante una obra de sinceridad aplastante, de momentos de emotividad pura y de reflexión pausada, Kim realiza un trabajo brutal de condensación, convirtiéndose en invisible vehículo de la narración de Altarriba. Olvida toda exhibición gráfica para plasmar en viñetas la vida desde la sobriedad compositiva, dejando que mane con naturalidad y dirigiendo al lector con precisión. Combina con habilidad los largos textos donde Antonio, el hijo, reflexiona sobre su padre, en un doble nivel de lectura paralela entre la voz del narrador y la secuencia dibujada, dejando que realidad y reflexión se unan en un tejido común que está hilado por la labor gráfica de Kim, sin dejar que lo literario entierre a lo gráfico. Una inmolación aparente del dibujante que es, en realidad, la demostración palpable de su impresionante trabajo, de una valía incalculable.
Es imposible rehuir la reflexión introspectiva tras la lectura de El arte de volar. Es imposible no sentir que la vida de Antonio Altarriba, padre, es también la de parte de cualquiera de los que han vivido los últimos noventa años de historia de este país. Por sentimientos y emociones, pero también porque relata la historia nunca contada de aquellos que sólo querían vivir un día más, que se vieron defraudados por unos credos e ideologías al final ajenos.
Un viaje en una montaña rusa de alegrías y tristezas, de felicidades y sinsabores, de amores y desamores, que es la vida, en el fondo una falsa ilusión destinada a encontrarse con la dura realidad del cemento. Y el lector, desprevenido, reconvertido a su vez en sosías de padre e hijo, sentirá ese golpe con la misma dureza y severidad: volar sin alas es sólo una ilusión que disfraza a la muerte.
Es difícil sustraerse a la tentación de hablar de una obra maestra. Son pocas las llamadas a realmente merecer ese título, pero si la profundidad, emotividad, sinceridad y la capacidad de llevar a la reflexión son su medida, sin duda, El arte de volar es una obra maestra.
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