venres, 19 de novembro de 2010

Los hijos del limo Antón LamazaresFrancisco Leiro. Escultura

FRANCISCO CALVO SERRALLER 
BABELIA - 13-11-2010
Mudanza, de Leiro

Coinciden ahora en Madrid sendas muestras de dos artistas gallegos, ambos de Pontevedra y casi coetáneos: Antón Lamazares (Lalín, 1954) y Francisco Leiro (Cambados, 1957). Llevan los dos una amplia y acreditada trayectoria a sus espaldas, pues ya alcanzaron una notable proyección pública al filo del arranque de la década de 1980 y están en plena madurez. En aquel momento inicial, de gran ilusión y euforia generalizadas en el mundo artístico español, daban la impresión de estar muy amistosamente compenetrados, algo que también se traslucía en parte en su respectiva obra, aunque Lamazares fuera pintor y Leiro, escultor. Luego, aunque su evolución ha sido necesariamente personal, han coincidido también en su vocación cosmopolita, si bien mostrando siempre un lazo profundo con su tierra natal, de la que no se despegan ni residiendo en Nueva York, caso de Leiro, ni en Berlín, el de Lamazares.
Al paisaje de su infancia y adolescencia se remite Lamazares, retomando el tema la casa, que ya aparecía como una obsesión central en su anterior exposición individual, pero que ahora lo hace a través de una gama muy hermosa e impactante de verdes. Usa como soporte el cartón, pero no sin haber hallado, en esta ocasión, uno de grueso y esponjoso espesor, lo que le permite un acerado trazo en el dibujo, no exento de dramática fragilidad, que él acentúa horadándolo con un fino punzón. Por otra parte, lo pigmenta con una fina capa de óleo, que luego barniza, logrando con ello una brillante transparencia del color, un efecto paradójico de vulnerabilidad esmaltada, donde lo orgánico y lo cristalino, material y simbólicamente contrapuestos, se concilian. Por último, se aprecia que su temática figurativa se ha simplificado al extremo, en este caso, repitiendo un mismo esquema de la silueta de una casa que se estampa, cual fortaleza, en el paisaje como un sello patético de la identidad humana en demanda de refugio. Con una genealogía artística, en la que se adivinan huellas de, entre otros, Klee, Dubuffet, Fontana o Tàpies, Lamazares ha trascendido no sólo estas influencias, sino incluso la de sus comienzos artísticos, marcados por una ironía y una compasión demasiado explícitas. En este sentido, su obra se ha hecho, simultáneamente, más ligera y más profunda; menos sentimental y más emocionante. Quizás, porque Lamazares ha dado el gran salto del humor a la melancolía.

De otra manera, más fría, algo semejante le ha ocurrido a Leiro, que exhibe ahora obra de 2009 y 2010, formando un conjunto que considero como una de sus muestras más rotundas, complejas y variadas. Usando básicamente madera, que sabe tallar sin contemplaciones, pero, a la vez, con refinada delicadeza, Leiro ha abandonado todo atisbo de anecdótico sarcasmo y se ha centrado en una emocionante prospección de lo que formalmente da de sí la escultura figurativa en la época en que las estatuas y los monumentos han sido echados por tierra. En este sentido, evoluciona en el aire como un equilibrista danza sobre el flexible cordel metálico, desafiándose en toda clase de formatos y tipología. Pone en tensión la sabiduría ancestral del oficio con atrevidas innovaciones, provocando con ello una conjugación entre lo atávico y lo moderno. El resultado es, a veces, auténticamente deslumbrante, como, por ejemplo, en esa recreación de los cristos yacentes de la polícroma escultura barroca española -Lugh (2010)-, en la transformación de una estampa fotográfica en una compacta y rotunda masa tridimensional plena de movilidad -Bailaora (2009)-, o en configuración de un conjunto, con hierro, mármol y bronce, donde una sensual diosa blanca hierática se eleva sobre sus arrodillados adoradores -Maio longo (2010)-.

No sé por qué, pero al ver estas exposiciones coincidentes de Lamazares y Leiro, y al repasar sus respectivas andaduras, me acordé del título del célebre ensayo de Octavio Paz Los hijos del limo, donde el poeta mexicano hablaba de esa "autodestrucción creadora", con la que los artistas contemporáneos conjuraban el tiempo a través del tiempo, mediante ese sacrificio de luminosa estela.

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