luns, 8 de novembro de 2010

El sexo salvaje del Dictador

CARLES GELI 
EL PAIS SEMANAL - 07-11-2010
Si hubiese podido, hoy te habría penetrado con el caballo". El zoofílico piropo corresponde a la llamada de la una del mediodía del 26 de febrero de 1938, la primera de la docena que casi con puntualidad suiza realiza a cada hora y cada día sin falta desde hace casi dos años el dictador Benito Mussolini a su joven amante Clara Petacci, así Hitler haya iniciado el Anschluss, así las legiones italianas hayan entrado victoriosas en Tortosa en plena Guerra Civil Española. Y pobre de él si no lo hace. Enésima amante del Duce -"he llegado a tener 14 y a acostarme con cuatro cada noche", le confesará con pocos visos de exagerar-, parece que le tiene bien pillado. Se ha esforzado: a sus 13 años "ya te había ofrecido mi vida entera", le escribe mucho después Claretta, que pidió entonces a sus padres que la llevaran a un discurso del inflamado orador. Fotografías, recortes de prensa cual fan... Ahora, casi una década después, el azar se lo ha puesto fácil para marcar al líder de sus sueños: la hija del médico del papa Pío XI no tiene más que asomarse a la ventana para divisar la parte de atrás de los jardines del palacio Venezia de Roma, donde reside su caballero ideal.
Hipercelosa con fundamento, Petacci es, a sus 22 años, además, grafómana. Y por ello puede seguirse al detalle el pensamiento más íntimo y, claro, las manías sexuales del dictador entre 1932 y 1938, el periodo que comprenden los minuciosos diarios de la joven, Mussolini secreto (Crítica), publicados ahora en España.

La "ricitos" -así la bautizaron sus competidoras- no lo tenía fácil para quedar como "la única del harén", como le elogió el siempre embustero Mussolini. Había quedado seducida por un hombre muy fuerte ya desde niño, que "crecía como una planta salvaje, haciendo llorar mucho a mi madre", según confesión de cama tras uno de los agitados y extenuantes coitos habituales.

Mussolini ama a lo bestia, pertrechado con viriles creencias que le expone por teléfono o en directo: "El sexo es la primera expresión del organismo". "Hacer el amor vivifica las ideas, ayuda al cerebro; me gustaría saltar desde aquí sobre tu cama como un tigre". Y se identifica con el coito del toro: "Magnífico, grandioso; en pocos segundos ha terminado; en el momento culminante es terrible, inmediatamente después está calmado y se retira melancólico; la vaca se mantiene inmóvil, tranquila". Es fácil seguir sus proezas: Petacci subraya la fecha del dietario o pone un sí en las entradas cuando culminan sus relaciones.

El primer contacto completo es fruto de la euforia: el 6 de mayo de 1936, Mussolini conquista Etiopía y proclama el imperio; a las pocas semanas, se estrena con su joven amante, que, a base de insistencia, cartas aduladoras y visitas de 15 minutos, ha conseguido hacerse un hueco en la agenda y en la cabeza del dictador. El guión de los encuentros pasa, tras el sinfín de llamadas diarias, por una cita en la trastienda del inmenso palacio Venezia a media tarde. Arrullada a los pies de un Duce cansado y que lee la prensa, escucha la radio o que ultima un discurso ("arrodíllate, adora a tu gigante que te ama"), acaban acostándose juntos, haciendo el amor "arrebatado": "Hacemos el amor y grita como un animal herido"; "lo hacemos con violencia". Inmediatamente, el león dormita; ella le vela. Al poco, se despierta y come algo ("Hacemos el amor con entusiasmo y brío... Luego se levanta y come la fruta como un salvaje"). La mayoría de las veces hay sesión doble. "No quiero hacer el amor una vez a la semana como los buenos palurdos; te he acostumbrado y me he acostumbrado a un amor frecuente y espero que no quieras cambiarlo", le avisa al poco de consolidar las relaciones, en octubre de 1937.

La virulencia no es un accidente o un juego de un día. Mussolini le cuenta a su joven compañera que a su esposa la desvirgó sobre una butaca "con mi violencia habitual", brutalidad que la joven Petacci ya conoce: mordiscos de los que dejan señal en el hombro, o casi una nariz rota en el vaivén sexual. "Pierdo el control: si no fuese así, los nuestros serían coitos maritales, aburridos".

Ella parece encajarlo bien: "Lo hacemos con tanta fuerza, que hasta me duele de la alegría", anota tras un largo encuentro en mayo de 1938. Es más, lo jalona y lo excita. Lo hace desde el primer día, con una prosa o un susurro musicados con la mejor fanfarria fascista: "Lanzadme la escalera de rayos de oro para que pueda subir hasta el sol: no puedo vivir sin su calor", le escribe en 1933 cuando busca las primeras audiencias. Y más: "Sois agresivo como un león, violento y majestuoso" (1936). "El emperador eres tú y nadie más; los Saboya son postales". "Te he visto resplandeciente como una estatua de bronce; cuando hablabas temblaban las murallas romanas a la voz del César...". "Estás guapísimo, bronceado, viril, sobre el caballo blanco" (1938).

Sabe Petacci a lo que juega. Mussolini tiene un punto de fachada, se intuye fragilidad tras el corpachón. Por un lado, psicológico: se siente solo e incomprendido, así por su esposa como muchas veces por buena parte de su nación. "Mi mujer nunca ha sido consciente de mi grandeza", lloriquea. "Nadie se ocupa de mí. ¿Te fijaste en que ayer llevaba los calcetines desparejados, uno distinto del otro?", le comenta. "Fuera de la política, me han de guiar en todo y para todo: 'Ahora come; ahora tápate; ahora bebe esto, ahora ve a hacer pipí, porque a veces lo retengo hasta tres horas".

También ha intuido la joven la preocupación por la decadencia física del Duce. Tiene 52 años y casi le dobla la edad. "Mira qué mentón más firme; entiendo que una mujer pueda dormir con una fotografía debajo de la almohada, como haces tú", le suelta ante unas fotos suyas hechas por un periodista norteamericano. "¿Ves a tu gladiador, a tu atleta? Dime que no soy viejo; no quiero envejecer, la vejez es repugnante", comenta por teléfono tras un desfile militar. En una de las confesiones más impactantes, le admite que le preocupa empezar cada mañana de su vida acudiendo al váter: "Me humilla". Hay algo que le atrae, sin embargo, de esa pieza: "Me gustaría que hicieras pipí aquí conmigo".

Esas obsesiones y las primeras habladurías sobre la relación con una mujer mucho más joven que él (53 años ante 24) y casada con un oficial subordinado disparan en Mussolini sus temibles accesos de ira. Tampoco es ajeno a ello la presión que Claretta hace sobre el tema de las otras amantes, que él mantiene simultáneamente y que, en un gran esfuerzo, ha reducido a dos más. Las excusas del dictador son de opereta: "Te juro que no es verdad sobre los Evangelios". "Mi naturaleza es así, soy una bestia, resisto y después caigo". "Solo estuve 24 minutos: fue una cosa rápida". Ella no se queda corta: "Eres impulsivo, bestial, rutinario. Un perro, un gato, un mandril".

Pero hay veces que el Duce no puede más y entonces llegan las patadas a mesas, sillas y periódicos, los gritos huracanados... "Tengo un mundo al que vigilar y un pueblo al que gobernar y ya te dedico demasiado tiempo; a veces me pregunto si soy tonto", le espeta el 15 de marzo de 1938. Más tarde volverán las carantoñas o la promesa de una escapada furtiva. "No quiero que nuestro amor sea una cosa pública, que se hable en los cafés o en la modista. Me preocupa mi prestigio. No puedo pasar por un viejo chocho".

Esa última no era una bronca más: es de las pocas veces que Mussolini está nervioso por la política internacional. Algunos diarios, especialmente los franceses (pueblo acabado, según él, "por la sífilis, la absenta y la prensa libre" y porque "sus mujeres son todas prostitutas: les gustan los negros porque tienen el pene largo y delgado, y son ellas las que poseen al hombre"), dudan de su salud (que contrarresta exhibiéndose a caballo a menudo).

Petacci toca poco la política; le deja decir y con caricias le calma cuando le enfurece que, de nuevo, la prensa francesa le diga que imita a Hitler ("un presuntuoso") en el tema judío. "¡Yo soy racista desde 1921!". Tanto lo es que le explica a la Petacci que "solo tres veces se me ha dormido el pajarito, retirado e indignado", y una fue por "el olorcillo de una judía; ya sabes como soy con estas cosas".

Franco también le pone nervioso con su estrategia en la Guerra Civil: "Me admira mucho y siempre me ha obedecido, pero es idiota: 18 meses para una Guerra Civil me parecen demasiado. ¡Yo hice la guerra de África en siete!".

Donde no parece fingir es en su obsesión con la muerte, que cree que será inminente. Le aterra el frío que puede pasar una vez en la caja, y por eso le da instrucciones para que le dejen una esterilla. ¿Y ella? ¡Se quedará sola! "Yo no te sobreviviré: he nacido para ti, acabaré contigo", le susurra tras otro fogoso encuentro en marzo de 1938. Así será en abril de 1945, los dos juntitos, colgados boca abajo en la Piazza Loreto de Milán.

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