sábado, 8 de outubro de 2011

Hessel, de la resistencia a la indignación


El precursor del 15-M cuenta en sus memorias que en Buchenwald usurpó la identidad de otro preso para salvarse
TEREIXA CONSTENLA - Madrid - 02/10/2011
Castigo a prsioneiros de Buchenwald
Si Stéphane Hessel (Berlín, 1917) pudo escribir ¡Indignaos! fue gracias a la muerte de Michel Boitel. Siendo justos, fue gracias a más cosas, pero lo fundamental en esta historia es la muerte de Michel Boitel y otros episodios que demuestran que Hessel ya era un tipo con buena estrella antes de cumplir 93 años, cuando logró vender tres millones de copias de un panfleto que anima a plantar cara ante la crudeza del sistema. "He sido sumamente afortunado. He pasado por cosas que han salido mal y he logrado salir indemne", reconoce él mismo.
El día que Hessel cumplió 27, Boitel murió en el campo de Buchenwald. Boitel era francés y estaba enfermo de tifus. Hessel, nacido alemán y nacionalizado francés, figuraba en la lista de presos a ejecutar por trabajar para la Resistencia contra la ocupación nazi de Francia. Con el aliento aliado en el cogote, entre septiembre y octubre de 1944 los alemanes aceleraban las liquidaciones. Hessel contaba las horas, atrapado en esa contradicción tan salvaje que debe sentir alguien cuya vida depende de la muerte de otro. "Mis sentimientos son los de un hombre salvado en el último instante. ¡Qué alivio!", escribió el 21 de octubre de ese año.
Ya como Michel Boitel, fue enviado a una fábrica de trenes de aterrizaje del Junker 52 en el campo de Rottleberode, del que se fugaría por unas horas. Ni siquiera entonces le mataron, lo que no deja de ser otro golpe de suerte. Y también sobrevivió a la siguiente escala en Dora, el campo de exterminio ultrasecreto donde se fabricaban los V-1 y V-2 empleados en el bombardeo de Londres, aunque fuese a cambio de sumergirse en "el horror puro, absoluto": desnudaba cadáveres a cambio de dos rodajas de salchichón. "Nos pasamos el día tirando de ropas cubiertas de sangre y excrementos, palpando carnes frías", describe en Mi baile con el siglo, las memorias que lanza Destino en España el próximo miércoles.
Finalmente saltó del tren en marcha en el que los alemanes evacuaban a los presos hacia el norte y se convirtió, con el tiempo, en uno de esos testigos excepcionales de algo imposible de digerir pasadas seis décadas. "No es fácil describir ese progresivo envilecimiento, insidioso, casi irreversible, del hombre concentrado que se convierte en lobo para sobrevivir, en quimérico para seguir siendo cuerdo", reflexiona.
La autobiografía de Hessel se publicó en Francia en 1997 antes de la hecatombe financiera internacional, que estalló en septiembre de 2008 con la caída de Lehman Brothers y que inspiró su crítico opúsculo. En España se editan ahora por vez primera estas memorias, que revelan que el librito ¡Indignaos! es lo menos interesante de Hessel, un hombre que ha estado tantas veces al borde de la muerte que ha elegido creer en el futuro sin medias tintas. Alguien que ha ido mejorándose cada vez que el siglo XX le marcaba a fuego. "Ya no sé si entiendo a aquel joven de los años 1940 a 1945, francés por elección, patriota por contexto, imprudente por su juventud, particularmente afortunado, superviviente en más de una ocasión, políglota, narcisista y egoísta", confiesa en un pasaje.
Nada tiene que ver desde luego aquel joven con el que, tras la II Guerra Mundial, entra en el cuerpo diplomático francés y participa en la redacción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), contrapunto esperanzador al espanto previo. Una guerra trunca también personalidades. La de Hessel había cambiado por completo. Hasta 1940 había sido un privilegiado con formación elitista, criado en ambientes nada formales. Sus padres, Helen (protestante) y Franz (judío), eran dos alemanes cosmopolitas que se conocieron en París, donde se instalaron cuando Stéphane tenía siete años. Ellos y el escritor Henri-Pierre Roché -tercero en discordia: amigo del padre y amante de la madre- son el alimento de Jules et Jim, que luego llevaría al cine Truffaut. Si algo irrita a Hessel es que alguien le diga: "Ah, usted es la niña de Jules et Jim".
El triángulo amoroso es una geometría convencional. La respuesta de Franz, que animó a su esposa y a su amigo a describir su pasión en un diario íntimo, fue un caso único.
En los años bulliciosos de entreguerras, el adolescente Hessel aprendió a jugar al ajedrez con Duchamp, habitual de la casa familiar, junto a Man Ray, Le Corbusier, Brancusi, Breton o Picasso. Su madre, una mujer de vanguardia capaz "de escribir un ensayo, domar un caballo o conducir un automóvil", colaboraba con periódicos. Cuando la fiesta languidece y Hitler sube al poder, el padre de Hessel oculta su nombre para seguir escribiendo en Berlín hasta que, en 1938, su exesposa acude a rescatarlo y vuelve a casarse con él para protegerle.
Para entonces, Stéphane ya había ingresado en la Escuela Normal Superior, tras nacionalizarse francés, aunque simbólicamente dio su gran paso patriótico cuando se enroló para sacudirse la incomodidad que le causó el armisticio firmado por Pétain en Francia Libre, la organización impulsada por De Gaulle desde Londres. "Lo que queda incrustrado en el recuerdo, 55 años más tarde, son los episodios en los que tuve un buen papel, y con razón, puesto que el hecho de no haber combatido, de no haber llevado a cabo nada para frenar el avance alemán, de haber participado en la desbandada general queda silenciado: solo salvé mi cuaderno de notas, que luego perdí".
Ahí arranca su activismo, pero la gran clave que explica a este hombre al que el siglo XX le dio excusas para ser detestable y, sin embargo, eligió sonreír está en otro pasaje de su libro, donde aflora el sentido de la responsabilidad que atenaza a quienes salieron vivos del experimento de Hitler: "No se trata tanto del orgullo de haber sobrevivido, sino de la vergüenza de haber permitido que el horror comience de nuevo, aquí o allá, en ese mundo que creíamos que no volvería a ver una cosa semejante".
El escritor Elie Wiesel, también superviviente, resumía con simpleza y complejidad apabullante la contradicción de aquellas víctimas: "Es imposible contar, pero está prohibido callarse".

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