Un arquitecto recupera la historia olvidada de las 44 tejeras del Baixo Ulla
SILVIA R. PONTEVEDRA - Santiago - 21/10/2011
Telleira na zona do Rosal |
Ya poca gente se acuerda en Pontecesures, Valga, Catoira y Boiro de que el lugar en el que muere el Ulla llegó a concentrar una cantidad de fábricas de teja desmesurada. Lo saben Francisco Castaño, de A Canle, y José Padín, de Vilar, los últimos maestros tejeros de Valga, que dejaron el oficio hace ya 30 años. Y ellos aseguran que, bajo la maleza, cerca del río todavía se encuentran las ruinas de muchas factorías, con los hornos, las pías en las que se quebraba el barro, y la eira en la que se tendían a secar las tejas entre mayo y septiembre, que eran los meses de producción, porque era imprescindible el sol. Se han publicado libros que recogen la tradición tejera de O Rosal y O Salnés, pero nada había escrito sobre las fábricas del Baixo Ulla. Quizás porque era cierto eso que comentaba Pascual Madoz en su diccionario geográfico, que eran "de mala calidad".
La arcilla del final del Ulla no era tan fina como la de Vilalonga y Dena, pero se fue mejorando con caolín importado de Sanxenxo, el subproducto de las viejas salinas reales. Con el tiempo, el barro local, mezclado con otro que traían de A Toxa, quedó para hacer ladrillos. A pesar de la fama (que plasmó por escrito el político navarro un siglo después), debía de haber demanda de aquellas tejas de desembocadura porque en torno a 1750 había abiertas en la zona 44 fábricas. Entre Pontecesures, Valga y Catoira, contaban 21 telleiras. En la orilla de enfrente, ya en la ría, Boiro sumaba a la cuenta otras 23, todas situadas a muy poca distancia: una en Quintáns, 14 en Abanqueiro y ocho más en Pedrarrubia.
La tradición venía de lejos, porque en el castro de Vilagarcía y en el puerto de Cesures se localizaron dos hornos para tejas de la época romana (en toda Galicia no llegan a media docena los que se conservan). El primero de ellos está señalizado y protegido, pero al segundo lo sepultó un relleno portuario el siglo pasado. Sus sucesoras, las tejeras del siglo XVIII, también se han ido perdiendo. De las 44 que llegó a haber, no llegan a 10 las que están localizadas, aunque según los viejos tejeros perduran más vestigios enredados en las silvas.
Y "no tienen ningún tipo de protección patrimonial", recuerda Alejandro Fernández, arquitecto vigués que decidió tirar del hilo de las telleiras del Baixo Ulla después de encontrar una referencia a este oficio en un folleto sobre patrimonio industrial. Fernández Palicio presentó el proyecto en el Ayuntamiento de Valga y consiguió una beca Ferro Couselo para investigar la historia perdida. Buscó a los supervivientes de aquella industria local; situó sobre el mapa comarcal varios hornos; recogió microtopónimos que daban muchas pistas (A Telleira, O Telleiro, As Barreiras); dibujó las rutas marítimas del comercio del barro y las tejas; y se fijó en las otras tierras con tradición, como la de los cabaqueiros de O Rosal, incluso la de los tejeros del norte de Portugal, Salamanca y Aragón. Lo cosechado le dio para un estudio de más de 200 páginas que todavía está sin publicar.
A partir de los años veinte del siglo pasado, las viejas telleiras fundadas en el XVIII vieron cómo a su lado fueron medrando fábricas modernas de tejas que no venían a usurparles el negocio. Durante varias décadas convivieron las pequeñas con las grandes en el mismo territorio porque su clientela no era la misma. Alejandro Fernández explica que las tejeras industriales del tramo final del Ulla se dedicaban, exclusivamente, a la exportación. Mientras las casas de la comarca seguían reclamando las piezas que fabricaban los artesanos, las grandes factorías tenían su razón de ser en el desarrollo que estaban experimentando Vigo y A Coruña, y mandaban sus grandes partidas de teja y ladrillo a las ciudades por tren o por barco.
La industria del barro, enumera el arquitecto, fue evolucionando en los municipios del Baixo Ulla con la apertura de la fábrica de Novo y Sierra y la calera de Pontecesures; Cedonosa y Productos del Ulla en Catoira; e incluso la planta de Cerámica Celta, un símbolo cultural gallego "que cerró en los años sesenta, aunque todavía se pueden comprar sus piezas" en una tienda de Pontecesures.
Muchos hornos artesanos todavía le sobrevivieron. Se fueron apagando después, "a medida que la generación de veteranos moría y sus hijos, seducidos por el nuevo trabajo en las fábricas, mejor pagado y con vacaciones, abandonaban el oficio". La última telleira artesanal se cerró a principios de los 70.
Y las grandes fábricas continuaron hasta hace poco más de un lustro. "Eran importantes centros de empleo para la comarca, y cerraron todas de golpe, sin explicación aparente. Fue un cierre extraño porque aún nos encontrábamos en pleno boom inmobiliario", lamenta Alejandro Fernández. "y supuso el fin a dos milenios de tradición cerámica en la comarca".
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