Mohamed Jalil Koafi es ingeniero aeronáutico. Sobrevivió a la masacre en la prisión libia donde el régimen mató en 1996 a más de 1200 presos
Protesta contra a masacre en Londres o ano 2009 |
Mohamed Jalil Koafi cree que el origen de la revuelta que estalló el pasado 17 de febrero en Bengasi hay que buscarlo en la parte más oscura de la historia reciente de Libia: la desaparición de 1270 presos el 28 de junio de 1996 en la cárcel tripolitana de Abu Salim. De la noche a la mañana toda aquella gente se evaporó. Los familiares siguieron llevándoles comida durante mucho tiempo, pero el Gobierno no decía nada sobre ellos. Al cabo de unos cinco años empezó a rumorearse que los 1270 habían muerto fusilados durante dos horas de ametrallamiento. Pero no había pruebas, ni juicio, ni investigación pública, ni testigos oficiales. Hasta que la pasada semana el Gobierno interino de Libia aseguró haber descubierto una explanada donde, supuestamente, se encuentran los huesos de las víctimas. Fueron los familiares de aquella gente quienes empezaron a manifestarse en silencio hace más de dos años, con las fotos de sus deudos, pidiendo una aclaración y un juicio justo. Y fueron ellos el germen de las protestas que estallaron el 17 de febrero en Bengasi. Mohamed Jalil Koafi estaba allí el día de la matanza. Había entrado a los 24 años en 1989 y salió en 2000 con 35. Ni con su familia quería hablar sobre Abu Salim. Cuando uno le escucha entiende por qué.
“De joven estudié durante seis años ingeniería aeronáutica en Perth, una ciudad escocesa a unos 80 kilómetros de Edimburgo. Fui becado junto a otros diez compañeros por la compañía nacional Libian Arab Airlines. Con nosotros venía un agente de inteligencia. Todos éramos conscientes de eso, mandaban a uno con cada promoción de estudiantes que salía. Pero nosotros no hacíamos nada ilegal. Había un movimiento de oposición a Gadafi en Reino Unido. Era solo un movimiento político, publicaban una revista y nos mandaban a los estudiantes algunos ejemplares.
Al cabo de seis años, cuando terminamos la carrera y regresamos a Libia, los espías habían redactado informes en los que decían que nos habían visto sentados con los opositores. Y eso era cierto. Porque algunos de ellos eran nuestros amigos en Libia, mucho antes de viajar a Escocia. Y otros eran incluso familiares. Pero nosotros nunca tuvimos ninguna actividad política. Un día me llamó la policía secreta. Me dijeron que tenía que personarme en la oficina central en Trípoli, a unas tres horas en coche desde Misrata. Una vez allí, me pusieron en un coche con dos personas y me mandaron directamente a la cárcel de Abu Salim, en Trípoli. No me decían de qué me acusaban. Antes de entrar en el recinto me taparon la cabeza con una capucha, para que no viera las instalaciones militares donde se encontraba la cárcel.
Me metieron en una habitación donde había una cama y unas esposas en la pared. Me esposaron sin poderme mover de la cama. Había mucha sangre en las paredes. Olía mal, había sobras de comida. Yo oía a la gente gritar y llorar desde otras habitaciones. Una noche sentí necesidad de ir al baño. Empecé a gritar llamando al guardia. Uno de ellos vino y me dijo:
-Aquí no puedes moverte cada vez que quieras: solo podrás hacerlo dos veces, una por la mañana y otra por la noche. Pero como eres nuevo, esta vez te llevaré.
Me cubrió la cabeza y me quitó las esposas. Yo caminaba a tientas, a veces me chocaba con las paredes y él se reía y a veces me guiaba con la mano. En cuanto pude entrar en el baño al bajarme los pantalones me dijo:
-¡Venga, fuera! ¡No tengo tiempo para ti!
Y yo le dije:
-¡Pero si acabo de llegar!
-Ese no es mi problema, sal ya.
A los cuatro días me trajeron algunos papeles en blanco, me dieron un lápiz y me dijeron:
-Escribe la historia de tu vida. Desde el momento en que naciste hasta ahora.
Pero me rompían los papeles a cada rato.
-Lo que queremos que escribas es lo que has hecho en contra del Gobierno. ¿Tienes pistolas? ¿Hay algún grupo ayudándote dentro de Libia?
A los diez días me llevaron a una oficina donde encontré a dos personas sentadas que iban a investigar mi caso. Uno preguntaba y otro escribía: sobre mi estudios, mi familia, mi tribu,… Hasta que me dijeron:
-Háblanos de tu relación con la oposición en el Reino Unido.
Yo les dije que no tenía ninguna relación con ellos. Entonces empezaron las torturas. Me golpeaban con una especie de látigo hecho con varios cables de la luz entrelazados. Después de tres o cuatro días, les dije:
-Escribid lo que queráis y lo firmaré.
A la semana me llevaron al interior de Abu Salim. Siempre con la cabeza cubierta. Abrieron la celda, me quitaron la capucha y vi a unos 16 hombres. Estaban todos muy pálidos, con mucha barba, el cabello muy largo, la ropa muy sucia… No habían visto el sol en siete meses. Apenas se podía respirar. Había una pequeña ventana y mucha humedad, porque cada uno quería lavar su ropa y la colgábamos dentro de la celda. A los tres meses me sacaron a un patio cubierto con barrotes y por fin pude ver el sol. Otros se llevaron diez meses sin verlo.
La comida siempre eran macarrones o arroz. En la celda teníamos una garrafa. La usábamos para echar agua y lavarnos, pero también para echar los alimentos que nos daban. Porque no teníamos ni platos, ni tenedores ni cucharas. Así que el mismo recipiente con que nos aseábamos nos servía de plato. La primera vez que pude hablar con mi familia fue después de tres años. Ellos no sabían dónde estaba yo. A los cuatro años de estar en prisión, me dejaron ver a mis padres.
Recuerdo que seis o siete meses antes de la matanza, tal vez un año antes, unos seis presos intentaron escapar. Tres lo lograron. Y a los otros tres los cogieron fuera, los trajeron y los torturaron. Cambiaron al director de la prisión y el nuevo quiso empezar castigándonos a todos para que escarmentáramos. Nos quitaron toda la ropa y las mantas. Empezaron a pasarnos lista por la mañana, tarde y noche… La comida, que ya era escasa, lo fue aún más. Y las celdas se llenaron de más gente. No permitieron visitas durante seis meses. Dejaron de sacarnos al patio a tomar el sol.
En la prisión había seis bloques. Yo vivía en el segundo. En el número cuatro, algunos compañeros llevaban solo un año. Pero habían sido detenidos con armas y municiones. Y pensaron que si había gente como yo, que llevaba ocho años encerrado sin ni siquiera haber cometido ningún delito, ellos se pasarían toda la vida allí. Así que cuando un guarda vino a distribuir la comida, lo golpearon, le quitaron las llaves y empezaron a liberar al resto de presos. Pero a nuestro bloque no pudieron llegar porque los guardas empezaron a dispararles. Así que nos quedamos encerrados. Eso era el 27 de junio. Oíamos un montón de tiros desde el techo. Oímos que había alguna gente herida, otros muertos. Y entonces, vino gente del Gobierno a hablar con ellos con los altavoces. Nosotros estábamos encerrados, pero supimos que les dijeron:
-Traednos a los heridos y los llevaremos al hospital. El resto, permaneced en vuestras celdas y resolveremos vuestros problemas mañana.
La revuelta había empezado a las cinco de la tarde. A las cuatro de la madrugada, un militar muy grande rompió el candado de nuestra celda, porque las llaves las tenían nuestros compañeros, y empezó a ordenarnos que saliéramos.
-Traed solo los zapatos y una manta.
Nos sacaron fuera, a una explanada donde había miles de soldados bien armados rodeando la prisión. Nos ordenaron que volviéramos la cabeza hacia un muro. Pensábamos que nos iban a fusilar a todos. Después de media hora nos llevaron a otro edificio del recinto. Era una cárcel para militares que hubiesen cometido delitos. Y allí nos encerraron. Me levanté al día siguiente a las diez de la mañana. Era el 28 de junio de 1996. Entonces, a las once de la mañana oímos una gran explosión, como una bomba o granada. Y después, un montón de tiros de diferentes armas y municiones. Estuvieron sonando durante dos horas, sin cesar. A la una de la tarde, a esa hora exacta, pararon.
Sacaron a algunos compañeros de mi bloque para limpiar la otra prisión. Los cuerpos habían sido retirados. Pero ellos vieron las marcas de las balas. Muchísimas marcas. Al cabo de tantos años, algunos de los prisioneros habían trabado amistad con los funcionarios. Y ellos le dijeron:
-Nosotros no los matamos. Vinieron fuerzas especiales de fuera. Y algunos de nosotros hemos tenido que sacar los cadáveres de aquí, pero no los hemos matado nosotros.
Yo conocía a la mayoría de los que murieron. Había unos cuatro ciegos. Había ancianos, uno de ellos de más de ochenta años. Había un chaval que el primer día que entré en la prisión tenía 16 años, sin barba. Lo habían metido ahí junto a su padre. Había cinco hermanos. Y seis hermanos de Misrata. Había también cuatro hermanos, varias familias de tres hermanos y muchas de dos hermanos. Todos ellos murieron. También murió mi amigo íntimo Abdul Nabi el Asga. Estudiamos juntos en Escocia y nos metieron en la misma celda. Teníamos la misma edad, pero él se comportaba como si fuera mi hermano mayor. Cuando me veía triste siempre venía a consolarme. Todo el mundo en la prisión lo quería.
Pero la historia más tremenda que vi ahí dentro es la de un hombre al que trajeron porque… Concéntrese bien en lo que voy a contarle, preste mucha atención:
Ese hombre se llamaba Salim Baiou y tenía otro hermano que se llamaba Alí Baiou. Eran de Bengasi. La policía buscaba a una persona que se llamaba igual que su hermano, Alí Baiou. Dos agentes llegaron por la noche a la casa de Salim y le dijeron:
-Estamos buscando a Alí Baoiu.
-Mi hermano está trabajando en el desierto con una compañía petrolera.
-Pues te vienes tú y no te vamos a soltar hasta que no aparezca tu hermano.
Lo llevaron a Trípoli. Al día siguiente, el hermano apareció en Bengasi. Y lo mandaron a Trípoli. Los trasladaron juntos a la cárcel de Ein Zaara. Y en Bengasi, después de una semana, cogieron a la persona que buscaban. La policía de Bengasi llamó a la de Trípoli y le dijo:
-Soltad a Ali que ya tenemos al que andábamos persiguiendo.
¡Y soltaron al hermano, pero se olvidaron de Salim! Estuvo once años encerrado, igual que yo.
Antes de soltarme me hicieron firmar un documento en el que se decía que si volvía a actuar contra el Gobierno, sería ejecutado. El papel decía: “No menciones nada que hayas visto o vivido en la prisión. Si lo haces, serás encarcelado de nuevo”. Salí con mucho miedo. Me casé después, tuve cuatro hijos y ahora regulo el tráfico aéreo en Misrata. Estoy inmensamente feliz porque ha triunfado esta revolución, que lucha por las mismas cosas por las que lucharon mis compañeros de Abu Salim”.
Ningún comentario:
Publicar un comentario