El Reina Sofía se rinde al fascinante universo del autor de 'Locus Solus', influencia capital en los movimientos artísticos y literarios de las vanguardias europeas
ENRIQUE VILA-MATAS 24/10/2011
Homenaxe a Jules Verne, de Paul Delvaux, 1971 |
¿Oyeron hablar de Firmin Quintrat? De muy joven viajó alrededor del mundo y asimiló decenas de miles de rostros y escribió a su hermano para decirle que se había convertido en artista, aunque tenía que precisar que su obra no iba a estar compuesta por acuarelas, estatuas o poemas, sino por su mirada; dicho esto, le pidió que aquellos ojos que habían visto a tantas personas los expusiera en sendos frascos transparentes.
Este Firmin Quintrat, convencido de que la humanidad estaba impresa en sus retinas, podría ser perfectamente uno de los muchos personajes excéntricos que pueblan la obra de Raymond Roussel, pero en realidad pertenece al mundo de Jean-Yves Jouannais, autor de Artistas sin obras (1997), gran libro poblado de figuras extrañas, algunas de inspiración netamente rousseliana.
Del extraordinario calado de la literatura de Raymond Roussel (París, 1877 - Palermo, 1933) en el arte del siglo pasado se ocupa precisamente la exposición Locus Solus, que se inaugurará este miércoles en el Museo Reina Sofía y que presenta más de 300 obras que dan cuenta de la gran influencia que Roussel, ese "ilustre desconocido" (como le llama Hermes Salceda), ejerció sobre numerosos artistas de las vanguardias como Duchamp, Dalí, Max Ernst, Rodney Graham, Picabia, Roberto Matta, Man Ray, Ree Morton, Joseph Cornell, Richard Hamilton, Julio Cortázar, Michel Leiris, los escritores patafísicos, René Daniëls, OuLiPo, Jean Rouch, Cristina Iglesias o Francisco Tropa, entre tantos otros.
En compañía de Manuel Borja-Villel y François Piron (junto a Joao Fernandes comisarios de Locus Solus, Impresiones de Raymond Roussel) voy recorriendo las salas de la primera planta del Reina Sofía, donde se está desplegando el mapa del denso fluir de influencias del "ilustre desconocido", responsable de una gran explosión creativa en el arte contemporáneo.
La primera sorpresa la he tenido en el portal mismo de la gran muestra, donde, casi con incredulidad, me he reencontrado con una de las piezas que componían la exposición de máquinas solteras que vi en el Grand Palais en París en 1984 y que tanto me ayudó a acercarme a la cultura shandy de los artistas portátiles de las vanguardias de los años 20. De aquella mítica exposición que comisarió Harald Szeemann, Le diamant de Jacques Carelman es la única de las máquinas solteras relacionadas con los artilugios que inventó Roussel en su novela Locus Solus que ha sobrevivido. Los lectores de aquel extraño y genial libro seguro que no han olvidado al Diamante: "La monstruosa joya, que medía dos metros de alto y tres de ancho y se curvaba en forma de elipse, lanzaba, a pleno sol, unos destellos casi insoportables que lo adornaban de relámpagos que brotaban en todas las direcciones".
Más allá del portal, tras unos sorprendentes dibujos de Victor Hugo (¡rousseliano avant la lettre!), creo ver en un estuche la estrella que el domingo 29 de julio de 1923 le dio el astrónomo Camille Flammarion a Raymond Roussel en su observatorio de Juvisy. Ignoro si he visto bien, pero de algún modo podría tratarse de algo que no puede desligarse de la Estrella en la frente (la estrella que él sospechaba que llevaban grabada todos los genios) que fue título de uno de sus libros y centro de toda su poética y que años después Duchamp dibujó sobre su nuca e inmortalizaría en una fotografía. Podría ser también -nada raro si uno anda abstraído en las cosas de Roussel- que solo hubiera yo visto algo que he imaginado. El hecho es que poco después entro en las salas de Duchamp y Dalí, dos de los artistas más influidos por Roussel, tan diferentes uno del otro, pues sin duda eran la noche y el día, la locuacidad y el silencio, el rey Sol y la sombra. Entro y Borja-Villel me comenta que posiblemente Roussel fue el único gran punto en común que pudieron encontrar Dalí y Duchamp para poder sentirse unidos en algo.
En la sala de Duchamp, junto a su voluble Molinillo de café (1911) y a la espera de la llegada en noviembre de La Mariée mise à nu, está el diorama Étant donnés, que se ha de ver a través de un agujero hecho en una puerta de madera de Cadaqués, lo que obliga a que un único espectador -testigo oculista, reducido a una visión monocular- mire a través de una de las dos lentes de aumento, cristales de lupa encajados en una placa de vidrio. Este dispositivo evoca en realidad el poema La Vue, escrito por Roussel en 1904, inagotable descripción en verso de un paisaje en miniatura, inscrito en una bola de cristal en el fondo de un portaplumas: "Se enciende a veces un reflejo momentáneo / en la vista encastrada en el fondo de un cortaplumas / contra el cual está pegado mi ojo...". De la bola de cristal, por cierto, y de la descripción minuciosa de objetos nimios, surgió entero el Nouveau Roman (ya es sabido: Robbe-Grillet y compañía).
De Salvador Dalí están, entre muchos deliberados delirios como El enigma sin fin, las películas con los que homenajeó a Roussel, Impresiones de la Alta Mongolia y Babaouo. Recuerdo que, al entrevistarle en 1977 en su casa de Port Lligat, le pregunté a Dalí por sus relaciones con Roussel y me dijo que su fervor por este autor le había llevado incluso a hacerle una película, premiada con la Máscara de Oro de la televisión de Londres (Dalí se reía a mandíbula batiente de los premios). "Pero el método de Roussel"-añadió simulando que se ponía trascendente- "es completamente distinto al mío, porque el método paranoico crítico, que hace al menos 50 años que lo he inventado, aún no sé en qué consiste, pero sí sé que me da unos resultados magníficos. En cambio, el método de Roussel era mucho más a base de lo que podríamos considerar como una especie de cibernética literaria".
Esa cibernética rousseliana -antecedente de nuestra era digital- sigue sin saberse bien en qué consistió, pero ha tenido una influencia de largo espectro en el arte contemporáneo. Nadie se atreve a hablar de Roussel sin ponerse pesado y citar su famoso procedimiento de escritura (consistente en un método basado en retruécanos y combinaciones fonéticas y juegos de palabras), revelado en un texto póstumo, Cómo escribí algunos libros míos, que en España publicó muy oportunamente Tusquets en 1973 con una traducción histórica de Pere Gimferrer.
Ahora bien, como señala César Aira en un reciente y agudo artículo en la revista Carta que edita el Reina Sofía, hay tres libros de Raymond Roussel en los que este no utilizó el procedimiento (La Doublure, La Vue y Nuevas impresiones de África) y son quizá más originales y extraños y hasta más geniales incluso que aquellos en los que trabajó con su método cibernético. Esto ha terminado por crear la pregunta de cuál puede ser entonces La Clave Unificada de Roussel. Dice Aira con sencillez y genialidad unidas: "Creo haber encontrado esa clave: lo que tiene en común todo lo que Raymond Roussel escribió, del principio al fin de su vida, es, simplemente, la ocupación del tiempo. Escribió para llenar de manera sólida y constante un tiempo vital que de otro modo habría quedado vacío. Para ello debió inventar modos de escribir, marcos, formatos, que ocuparan la mayor cantidad posible de tiempo".
Leyendo esto último, uno piensa en todos esos críticos que no aciertan a clasificar la obra de los autores más complejos, aquellos que a veces parecen no tener un discurso definido. Es como si los señores críticos no supieran ver que la Ocupación del Tiempo también puede ser una causa acuciante para escribir. ¿O no es factible un arte de la inutilidad, el arte de llenar un tiempo vital que de otro modo habría quedado vacío?
Hablando de vacíos, queda ya sólo por recordar que Roussel aspiró a ser glorificado como científico (admiraba a Jules Verne) y en 1922 sus investigaciones dieron lugar a una patente registrada en la oficina nacional de propiedad industrial relacionada con el "uso del vacío para evitar la pérdida de calor en los ámbitos de la vivienda y la locomoción".
Roussel experimentó con ese uso del vacío en una casa que tenía en Neuilly, cerca de París, y cuando la puso en venta en 1931 pidió al agente judicial que hiciera constar que el vacío estaba por todas partes. Era conveniente tomar precauciones en caso de derribo, pues podía haber una gran explosión.
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