El veteranísimo Andrzej Wajda se dio a conocer a mediados de los años cincuenta con su trilogía sobre la Polonia de la guerrra y la inmediata posguerra. Ese gran trauma nacional.
ANTONIO WEINRICHTER- ABC- 10/10/2009
El veteranísimo Andrzej Wajda se dio a conocer a mediados de los años cincuenta con su trilogía sobre la Polonia de la guerrra y la inmediata posguerra. Ese gran trauma nacional nunca le ha abandonado del todo (su «Korczak» es uno de los grandes títulos del cine de los campos de concentración) pero «Katyn» representa un retorno al tema con un punto de giro especial. Su pavorosa trama -la depuración de veinte mil militares y ciudadanos polacos en 1940- tiene un sentido muy personal para él: su padre fue uno de esos millares de asesinados. Probablemente fue la primera historia que debió contar Wajda pero no podía; ni él ni nadie en Polonia podia hacerlo.
La peculiar situación que enmarca la película es la de una nación doblemente invadida, por los nazis y por los soviéticos entonces en una alianza contra natura, en septiembre de 1939. La masacre se atribuye a los perdedores de la gran guerra y razones de estado (de estado sojuzgado) han impedido durante décadas que se promulgara el secreto a voces de que los genocidas provenían del mismo imperio que «tuteló» estrechamente el destino de los polacos hasta la caida del bloque socialista.
Esa es la pesquisa que se narra en «Katyn», con una mirada dolorosamente retrospectiva: ningún ejercicio de recuperación de la memoria histórica puede servir para paliar el dolor y la angustia de quienes trataron en vano de aclarar la desaparición de sus seres queridos. Wajda ensaya una narración aproximadamente coral centrada sobre todo en las dolientes mujeres supervivientes y en un oficial que consigue salir vivo al precio de ser absorbido por el enemigo.
La película tiene un aspecto visual verde cobrizo, acorde con los años de plomo en los que se sitúa pero que recuerda irónicamente al de los innumerables films soviéticos de exaltación de sus hazañas bélicas: pero el tono de Wajda es, no hace falta decirlo, menos épico que elegíaco. Sería quizá muy fácil acusar a su trabajo de academicista pero la verdad es que el exorcismo -personal y nacional- que pone en escena acaba revistiéndose de una urgencia y un sentido de indignación que hacen que casi pase a segundo plano lo largamente demorado de tan terapéutico ejercicio.
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