ANA GABRIELA ROJAS
Todavía no amanece. Pero la sombra que estaba tirada en el polvoroso suelo empieza a desperezarse. Lentamente se levanta y anda por las frías y retorcidas callejuelas. Cojea. Su caminar transmite pesar. Como si con cada paso pidiera perdón por su existencia. De la oscuridad van surgiendo otros espectros similares que le acompañan en la misma dirección. Cada vez se unen más hasta formar un silencioso desfile del que sólo son testigos los perros callejeros. Esta peregrinación llega a una estrecha calle que desemboca en una pequeña puerta con símbolos hinduistas. Detrás de ella hay un patio interno ocupado ya por cientos de las siluetas sentadas en posición de flor de loto.
Comienza un dolido cantar que sobrecoge. Más que humano, el murmullo continuo y monótono parece venir de otro mundo. En este trance casi hipnótico empieza a clarear. Los primeros rayos rojizos y húmedos de luz van descubriendo a las mujeres que se esconden bajo las sombras. Algunas son viejecitas a las que el tiempo les ha menguado los huesos, les ha llenado los ojos con cataratas o les ha arrancado los dientes. También hay jóvenes, algunas, incluso, menores de edad. Todas comparten la misma desgracia: ser viudas en India. Y también que con sus maridos perdieron todo lugar en la sociedad. Han quedado desposeídas y marginadas.
Ningún comentario:
Publicar un comentario