xoves, 11 de marzo de 2010

Un siglo tras la bandera roja


La crisis del capitalismo globalizado es un momento ideal para revisar el comunismo y las razones de su fracaso. De esta reflexión parte David Priestland en el libro 'Bandera roja', del que publicamos un extracto

DAVID FRIESTLAND
DOMINGO - 07-03-2010

En un poema de 1938, An die Nachgeborenen (A los que todavía no han nacido), Bertolt Brecht explicaba a las generaciones futuras su opción por el comunismo. Aceptaba que "el odio, incluso contra la vileza, desfigura el rostro", pero aun así pedíanachsicht (indulgencia); aquellos tiempos en los que él vivía eran "sombríos" y "una conversación sobre árboles es casi un crimen, porque significa callar tantas fechorías"; frente a la injusticia no había otra alternativa que el rigor. "Nosotros, que queríamos preparar el terreno para la amabilidad, no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos en que una persona sea para otra una ayuda, pensad en nosotros con indulgencia".

El deseo marxista de unir la modernidad con la igualdad se iba a demostrar especialmente sugestivo para los estudiantes patrióticos y las élites instruidas que veían su país sumido en el "atraso": hombres y mujeres que seguían los pasos de los jacobinos, de Chernishevski y de Lu Xun en su afán no sólo de desafiar el viejo poder patriarcal, sino también de competir con las naciones más "avanzadas". Aun así, el auge del comunismo no era el resultado inevitable del retraso y la desigualdad. De no haber sido por el caos que prevalecía en Rusia en 1917 o por la invasión japonesa de China, los dos grandes países en los que prendió su llama convirtiéndolos en inspiración para otros, quizá nunca habrían enarbolado la bandera roja. Pero si el comunismo solía prender en amplias franjas del pueblo más allá de los activistas -aunque raramente en una mayoría abrumadora-, era su forma menos romántica y más antiliberal, el marxismo-leninismo, la que solía triunfar. Ese híbrido ponía el acento en una minoría disciplinada, clandestina y militante, el partido de vanguardia.

El "partido de nuevo tipo" leninista surgió de la experiencia conspirativa de la política y la guerra civil en Rusia. Desarrolló una combinación peculiar de cultura militar y cuasi religiosa y casi se convirtió en una secta, muy preocupada por transformar a sus miembros en adeptos de la auténtica causa socialista. Y una vez que consolidó su poder con Stalin su energía se volcó en otra tarea "heroica": la industrialización del país. El partido se veía a sí mismo como un motor de desarrollo que trataba de arrastrar al campesinado y otros grupos "atrasados" hacia la modernidad. Fue esa promesa de energía dinámica, pero disciplinada, la que atrajo a los intelectuales de tantos países subdesarrollados y colonizados, y su impulso organizativo el que atrajo a la izquierda antifascista situando a los comunistas en el centro de la resistencia real en los países ocupados por los nuevos imperios alemán o japonés.

De hecho, los comunistas solían mostrar más confianza en sí mismos cuando formaban parte de un movimiento revolucionario que se oponía a la burocracia y el imperialismo, en particular en situación de guerra, mientras que el ejercicio real del gobierno les resultaba más difícil. Cuando un partido comunista llegaba al poder, durante sus primeros años de gobierno solía pretender una transformación radical, destinada a impulsar a la sociedad hacia el comunismo, a menudo utilizando métodos marciales. Como admitía el Che al poeta Pablo Neruda: "La guerra... La guerra... Siempre estamos contra la guerra, pero cuando la hemos hecho no podemos vivir sin la guerra. En todo instante queremos volver a ella". El radicalismo también parecía más necesario debido a la guerra y a las amenazas exteriores. El marxismo más tecnocrático o pragmático parecía mucho menos relevante en esas condiciones. La guerra o la amenaza de guerra llevaba a menudo a los comunistas radicales al poder, como en el caso de Stalin en 1928 o de Mao en 1943.

(...) Evidentemente, muchos regímenes comunistas no recurrieron a la violencia de masas. Sin embargo, era en las fases más ambiciosas y radicales del comunismo cuando se producían más víctimas, en particular cuando el régimen trataba de estabilizarse. El grado de violencia difería, dependiendo de los dirigentes y las circunstancias. El más extremo fue el de la Kampuchea de los jemeres rojos y el más mitigado el de los "marxistas humanistas" de Cuba. La movilización para la guerra también podía dar lugar a matanzas en masa, como durante las grandes purgas de Stalin en la década de 1930. Muchas de las víctimas de los regímenes comunistas se suponía que eran "enemigos de clase", pero la mayoría de ellas se debieron al hambre ocasionada por una política agraria empecinadamente dogmática.(...)

Ningún comentario:

Publicar un comentario