Vladko cruza el puente del río Ibar, entra en la zona de población serbia de Mitrovica y se para. Baja con rapidez de su viejo todoterreno, retira rápido las placas de matrícula y las guarda en el coche. "A los serbios no les gusta nada ver la sigla KS, Kosovo", explica con una sonrisa amarga. Kosovo es un país joven, pero aquí, en Mitrovica, no hay olor ni ruido a fiesta. La fractura entre albaneses y serbios, marcada en el mapa por el curso del río Ibar, continúa sin soldarse. Pero entre los dos litigantes hay quien lo pasa todavía peor: son los gitanos.
Vladko es uno de ellos. Uno de los 7.000 romaníes que vivían en el barrio Roma Mahala de Mitrovica, el mayor barrio gitano de Kosovo. En 1999, cuando estalló la violencia interétnica, los albaneses quemaron u ocuparon sus casas, acusándoles de ser demasiado cercanos a los serbios. Y ellos escaparon, a Serbia, a Macedonia, a Montenegro, a Bosnia; y a millares, también a otros países de Europa Occidental. Para los que se quedaron, los campos de refugiados. Y el plomo. Vladko oficialmente no puede trabajar, porque el envenenamiento por este metal le ha dejado minusválido. Es casi la norma en su comunidad. Masuriza tiene cinco años, perdidos en el regazo de su madre. Este niño tiene un nivel de plomo en la sangre de 55 microgramos por decilitro (µg/dl), cuando el límite máximo consentido para los niños es de 10 y de 15 para los adultos. Superado ese límite, existe un riesgo grave de daños al cerebro o al sistema nervioso. El envenenamiento de plomo se denomina saturnismo, y es su caso. "Tiene siempre fiebre alta, este año ya ha sufrido ocho o nueve ataques de epilepsia, pero los médicos no nos ayudan, no vienen hasta aquí", se queja con desesperación su madre, Halit, de 25 años, que además cuenta con otro niño de tres. "Aquí" quiere decir el campo gitano de Osterode, 100 familias que suman unas 400 personas dispersas entre contenedores, ex almacenes militares y un viejo edificio que servía de base para el contingente francés. Todo rodeado por una alambrada. El problema de estos dos campos de refugiados romaníes, o por lo menos el más grave de sus problemas, se perfila sólido en el horizonte, a menos de un kilómetro de distancia. Se trata de una montaña formada por más de 500 toneladas de residuos de plomo producidos en las últimas décadas por la fábrica de Trepca, inaugurada en 1927 y durante un tiempo el buque insignia de la industrialización yugoslava en Kosovo. En los años setenta y ochenta eran más de 20.000 las personas que extraían minerales y los elaboraban; ahora, tras la clausura de gran parte de los establecimientos, no llegan a 1.000. Se extrae y basta. La Trepca ha dejado de regalo una impresionante tasa de desempleo, fenómeno presente en todo Kosovo, y los vestigios venenosos de su antigua riqueza: los restos de plomo. El viento transporta las partículas por toda la ciudad, tanto al lado serbio como al albanés. Pero, una vez más, a los gitanos les toca la peor parte. En 2000, el doctor Andrei Anreyev, de profesión consejero ruso de la ONU, llevó a cabo diversas pruebas entre los habitantes de la zona y recogió multitud de datos que envió a la Organización Mundial de la Salud y a la UNMIK, la administración provisional de Naciones Unidas en Kosovo, solicitando el cierre inmediato de los campos. El informe fue ocultado, pero sí se obtuvo un resultado: los funcionarios y militares de la UNMIK que hacían jogging en la zona fueron repatriados de inmediato. Sin embargo, nadie cambió el emplazamiento de los campos. En 2004, unas pruebas exhaustivas realizadas sobre 74 personas, en su mayoría mujeres y niños, dieron un nuevo resultado desconcertante: 44 personas tenían un nivel de plomo en la sangre más alto de lo que el instrumental técnico podía medir, es decir, más de 65 µg/dl. En Mahala Roma ya están listos seis edificios de viviendas bastante dignas (la UE ha donado cinco millones de euros; Estados Unidos, algo menos de millón y medio), pero pocas familias se han mudado; quien emigra al sur del río Ibar, en la zona albanesa, arrostra incertidumbres e inseguridad. "A nuestros niños, que pasan de la zona sur a la del norte para venir al colegio, se les ataca no sólo verbalmente, sino también físicamente", denuncia una de las madres. Habib Haidini, responsable del campo de Osterode, habla incluso de agresiones indiscriminadas por parte de la policía kosovar. A todo esto se suma la falta de trabajo para los gitanos y la inexistencia de programas para tratar el envenenamiento. Desde su oficina en el quinto piso de la sede del Gobierno de Prístina, Pleurat Sejdiu, figura destacada del Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), ex ministro de Sanidad y en la actualidad director del Departamento para la Integración en la UE, niega las acusaciones, por lo menos una parte de ellas: "No hay discriminación ni violencia. Ahora el país es seguro incluso para ellos; si se discrimina a los romaníes es porque no encuentran trabajo a causa de su escasa formación". No obstante, Sejdiu admite que el asunto de los campamentos de refugiados es "un agujero negro". "Pero es zona serbia, el Gobierno (kosovar) no puede hacer nada". "La situación ha mejorado lentamente en los últimos años", puntualiza Francesco Ardisson, del ACNUR, "hay menos violencia contra los romaníes, pero Kosovo sigue siendo como un barril de gasolina: basta una chispa para que vuelvan a estallar las tensiones". La CIA, en un reciente informe presentado al Senado de EE UU, ha señalado al país como "la principal fuente de tensión en Europa". Una decisión que no contribuirá a mejorar la convivencia en este barril de gasolina es la tomada por varios países europeos, en 2009, en especial Alemania, Austria, Suecia y Suiza, de incrementar la expulsión forzosa de personas refugiadas, a raíz de la guerra una década antes. Muchas de ellas son romaníes. En los últimos meses se ha expulsado incluso a menores solos y a enfermos psiquiátricos. Según el ACNUR, el año pasado se repatrió a unas tres mil personas, con un aumento del 15% con respecto al año anterior, y es sólo el inicio: en Alemania se estima que el número de kosovares que pueden ser expulsados en 2010 asciende a 12.000-15.000. Por otra parte, la readmisión de esas personas es una de las condiciones exigidas por la UE para negociar con Prístina la supresión de los visados. "No podemos negarnos", afirma Sejdiu en nombre del Gobierno kosovar, "pero todavía no estamos preparados. Muchas casas están destruidas, no hay trabajo. Pedimos a Alemania y a los demás países que actúen con sosiego, que examinen caso por caso". Uno de estos casos es el de Turegan Javovic, de 22 años, con un hijo de seis semanas. Turevan se fue a Alemania cuando tenía solo tres años; vivió 14 en Munster y en 2005 fue expulsado cuando todavía era menor de edad. No habla albanés, pero sí alemán. Ahora vive en el campamento de Osterode con su familia. "Nada más llegar, quería marcharme. Dos amigos míos lograron volver a Alemania, pero yo no lo conseguí. Si tuviera dinero, lo intentaría, pero ya tenemos que hacer un gran esfuerzo para sobrevivir aquí con los 100 euros al mes que nos dan por familia. De vez en cuando encuentro un trabajo por el que me pagan cinco euros al día, pero ahora es invierno y para nosotros no hay nada que hacer". Nada que hacer, excepto respirar plomo. Mientras tanto, la canciller Angela Merkel ha hecho saber, por vía oficiosa, que continuará con las expulsiones. Muchos de los gitanos que ahora viven en otras partes de Europa acabarán en los campos de Mitrovica, a dos pasos de la Trepca y de su veneno.
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