martes, 3 de agosto de 2010

Europa empieza a escribirse a sí misma


XAVIER VIDAL-FOLCH
BABELIA - 17-07-2010

Cuando un espacio, una sociedad o un artefacto político se convierten en objeto del interés de los historiadores es porque se han asentado. Es un indicio de que exhiben un perfil propio, susceptible de atraer a los lectores. En realidad, no hace tanto tiempo que Europa como tal -no este o aquel aspecto parcial de su trayectoria- se ha convertido es material historiable. Seguramente quien inauguró este saber fue la Escuela francesa de los Annales, y más concretamente uno de sus monstruos, Fernand Braudel, con su La Méditerranée et le monde méditerranéen à l'époque de Phillippe II (Armand Colin, París, 1949).

Esa trayectoria es más que elegante. Se inició sobre una aventura finalmente perdedora (The revolt of catalans, a study in the decline of Spain, 1598-1640, Cambridge, 1963), que fascinó a bastantes universitarios españoles de los setenta. Se centró en la figura de un perdedor, el conde-duque de Olivares, cuando se percató de que su interés primigenio, su rival Richelieu, ya estaba más que biografiado: de ahí salió, entre otras obras, el magno retrato del valido de Felipe IV (El conde-duque de Olivares,Crítica, 1990), una plutarquiana vida paralela (Richelieu y Olivares, Crítica, 1984) y la ahora reeditada en bolsillo y actualizada La Europa dividida, 1559-1598 (Crítica, 2010). Para culminar en la crónica comparada de los poderíos español y británico durante más de tres siglos, Imperios del mundo atlántico, España y Gran Bretaña en América, 1492- 1830 (Taurus, 2006).

Por ejemplo, en el caso español, Castilla, que era el Estado-núcleo, fue "incapaz de imponer una solución integradora permanente". El Estado unitario del Rey Sol fue la excepción, no la norma, pues "las monarquías compuestas mostraron una notable capacidad de resistencia y supervivencia", ya que "ofrecían múltiples oportunidades además de múltiples limitaciones". A partir de esta tesis central, el resto de ensayos ilustra algunos aspectos concretos: cómo los ingleses aprendieron de los errores de los españoles; cómo el norte de Europa fue absorbiendo y sustituyendo la hegemonía del área mediterránea; cómo los diferentes modos de colonizar generaron distintas poblaciones blancas o mestizas, y ofrecieron o no oportunidades a los pueblos indígenas; cómo, en fin, la verticalidad borbónica, opuesta a la horizontalidad de los Austrias, prefiguró la ruptura con la metrópoli de los españoles de Ultramar.

Junto a los historiadores de la Edad Moderna como Elliott, los del siglo XX, probablemente por exigencia de los planes de estudio, son los que más se han acercado a una historia total de Europa, no fragmentada por naciones o áreas. Barbarie y civilización, una historia de la Europa de nuestro tiempo (Ariel, 2010), de Bernard Wasserstein, es un buen ejemplo de texto útil, funcional, pulcro, algo más que un manual, pero un manual al cabo. Eso sí, no oculta a veces un cierto deje displicente, como en su trato a la revuelta de Mayo del 68, o una forzada equidistancia, como la empleada al sintetizar la guerra civil española. Pero describe ordenadamente los cuatro grandes imperios existentes al iniciarse en 1914 el siglo XX, relata imaginativamente la Gran Guerra como un tercer conflicto balcánico en el que estallan los equilibrios de poder, destripa con acierto la convulsa década de los treinta, y navega bien hasta las crisis petroleras y la democratización de la Europa mediterránea, primero, y de la oriental, después. Pespuntea las grandes líneas-fuerza de cada periodo con hábiles incursiones ilustrativas en las formas de vida, de consumo y de cultura, de las lavadoras a los espectáculos de masas: Alemania contaba "con 2.000 salas de cine en 1914", y en París, a principios de siglo, "había en torno a 30.000 cafés".

Pero el relato carece de la agilidad, la audacia sintetizadora y la belleza de escritura de un clásico que le precede en ambición y título: Civilización y barbarie en la Europa del Siglo XX (Planeta, 1997), del maestro Gabriel Jackson. Y también de la pasión, capacidad dramática de retrato y pulsión fusionista, por ejemplo, entre la Europa occidental y la del Este, que exhibió Tony Judt (Postwar, a history of Europe since 1945, Penguin Press, 2005. Taurus, 2006), un texto arrebatador que mereció el Premio del Libro Europeo. El lector no encontrará nada equiparable a la extraordinaria, vívida, descripción que traza Judt de los países europeos humeantes y derruidos, y de sus supervivientes desbordados y descompuestos en 1945, nada de la trepidante historia paralela entre el derrumbe del imperio soviético y la consolidación de la bienestante Europa occidental. Pero a cambio, Wasserstein narra con mejor detalle, enfoca con más amplio encuadre y pone más adecuadamente en valor todo el proceso que en los años cincuenta conduce a establecer el mejor invento político del continente en toda su historia, las comunidades, hoy Unión Europea. Mientras que Judt lo minimizaba a la anglosajona manera, considerando, por ejemplo, que el Tratado de Roma era poco más que "una declaración de buenas intenciones".

El tercer gran libro europeo del semestre, más que fascinante como el de Elliott, o funcional como el de Wasserstein, es un texto seductor y muy, muy ambicioso, al proponernos un viaje por más de trece siglos. Se titula Europa, las claves de su historia(RBA, 2010), y lo firma un medievalista que escribe ágil como un periodista, el profesor granadino-barcelonés José Enrique Ruiz-Domènec. Arrancando con Stefan Zweig, Ruiz-Domènec condensa el legado europeo en sus raíces cristianas, una cultura y un espacio comunes, el espíritu científico, la separación de lo secular y lo religioso, la evolución de las formas de gobierno y un brevísimo catálogo de mitos. "Europa fue el resultado de un encuentro de civilizaciones, la románica y la germánica", que fraguó en el siglo VII, resume. Confrontada exponencialmente con los turcos desde el XI, "creció en la tensión entre la guerra y el comercio", amagando su interés económico "por el control de las materias primas" en forma de cruzadas contra el islam. Fraguó el humanismo en el bullir de las ciudades y la ciudadanía, ese proyecto de "convertir la ciudad en el espacio idóneo del ser humano", en contraste con el autoritarismo de los monarcas absolutos. Para su lectura muy crítica de la Revolución Francesa, el autor se guía por el revisionista François Furet contra el clásico Albert Soboul. Transita con menos incomodidad por los cambios de 1830, 1848 y la Gran Guerra. Y su relato de la crisis de los treinta exhibe sucinto pero certero aparato económico: lo más importante de la Gran Depresión fue "su efecto en la mente de los hombres, la pérdida de confianza en el dinero, la industria y las redes comerciales: el pánico constituyó la realidad a base de confusión". Después de la Segunda Guerra Mundial, palpitan bien en sus páginas las vías divergentes a cada lado del telón de acero: "Mientras el Plan Marshall llenó las arcas" de los occidentales, "las reparaciones de guerra exigidas" por Moscú a sus satélites "arruinaron a esos países y dificultaron cualquier sentimiento a favor de los soviéticos". Al cabo, la UE se reveló como un producto de la "rebelión de las élites" surgido "en un estado de debilidad, no de fuerza", que "realizó el milagro de negar la soberanía nacional en beneficio de una causa superior, suprimiendo fronteras". Y la unificación de Europa permitió reescribir su historia a la par que se retrazaban sus mapas.


Lo que aquí no se publica

Aquí apenas se prodiga el ensayo-manifiesto, generalmente breve, contundente y de autor francés, aunque ahora los anglosajones también estén tomando la delantera en esas labores.

No se prodiga, sobre todo (salvo el de textura académica), el ensayo de actualidad sobre Europa, palabra ante la cual bastantes editores y otros tantos lectores deben huir, despavoridos.

Hay excepciones, aunque pocas y ya empiezan a ser añejas. Por ejemplo, la estupenda y desacomplejada obrita de Mark Leonard Por qué Europa liderará el siglo XXI (Taurus, 2005) en la que el joven británico desmontaba algunos tabús sobre la comparación de las economías de la UE y de Estados Unidos. Por ejemplo, el de que estos apalizan a los europeos en productividad por hora.

Leonard proponía para Europa la meta de "crear una unión de uniones que congregue a todas" las organizaciones regionales. Así el siglo XXI sería europeo no porque Europa "vaya a gobernar el mundo a la manera imperial, sino porque el estilo europeo de hacer las cosas habrá sido adoptado en el mundo", sostenía. Este texto optimista merece una revisión.

Como el del clintoniano Jeremy Rifkin (de ambición más amplia que el del británico) El sueño europeo (Paidós, 2004), como contraposición al american dream. Rifkin argumentaba, de forma concomitante, que Europa es el área mejor posicionada, a caballo entre el extremo individualismo norteamericano y el individualismo extremo de Asia, para liderar el camino hacia una nueva era.

Libros de tesis y / o de combate como estos, pocos en nuestras lenguas hispánicas, ni siquiera traducidos, salvo error, omisión o despiste del crítico. Y los hay estupendos (¡a ver si se animan!). Un texto al que se ama enseguida, por irreverente e impertinente, es el de Phillipe Riès, L'Europe malade de la démocratie (Grasset, 2008), en el que, contra la tradición instaurada por Margaret Thatcher, no se atribuyen todos los males del continente a la abrumadora burocracia de Bruselas, sino más bien a los Gobiernos, que encuentran en las instituciones comunitarias el adecuado chivo expiatorio para sus mezquindades nacionalistas.

Lo bueno (y extraño) de Riès es que siendo francés acepta el liberalismo económico (aunque completándolo). Lo que le ayuda a desmontar la falsa percepción de que el euro encareció la vida: una percepción "ligada a la frecuencia de las compras". Y le acredita especialmente para dirigir todos sus afilados dardos contra la "escandalosa" Política Agrícola Común, una delicia, acompañada de dardos mayores contra las Farm Bills o leyes agrícolas proteccionistas de Estados Unidos.

Otro reconfortante panfleto es el del judío universal Élie Barnavi, L'Europe frigide (André Versaille éditeur, 2008). A Barnavi no le importa ejercer de heterodoxo. Sea buscando dónde están los errores o los éxitos de la última ampliación. O rompiendo los esquemas de lo políticamente dominante sobre las raíces cristianas de Europa, que relativiza respecto a los valores de la Ilustración: "Ya no hay franceses, alemanes, españoles o incluso ingleses, aunque se diga lo contrario; no hay más que europeos", proclama con Rousseau.

Y luego están los escritos de la presidenta del Movimiento Europeo en Francia, Sylvie Goulard. Como Le coq et la perle, 50 ans d'Europe (Seuil, 2007), que trata de combinar el europeísmo militante con la obediencia francesa a la hora de trazar un fresco sobre el medio siglo de la Unión.

O el más reciente L'Europe pour les nuls (Éditions First, 2009), algo así como "Europa para inútiles", el último Premio del Libro Europeo, esa convocatoria también debida a Jacques Delors. Este es un libro distinto, de escritura desenfadada y afán pedagógico sobre el funcionamiento del club de los 27, para el público aludido en el título.

Hay muchos más, pero oh paradoja con la política, los que declinan son los de factura euroescéptica.

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