
Sus ojos son apenas un pellizco de piel arrugada. Un montón de pestañas negrísimas agolpándose en un muro de oscuridad bajo el sol que se oculta imperceptible al final de un manto de arena inabarcable. El turbante y la galabeya blanca le dan el aire de solemnidad que poseen los hombres del desierto, pero su vacilante caminar guiado por cuatro chiquillos que tiran de sus mangas le muestra vulnerable. Sultan Halebaa ofrece al aire una mano mutilada y se aferra a la que se le tiende clavando en ella los restos de falange amputados. Después se recoge la túnica, se agacha y remueve la tierra con los dedos que aún conserva: "Estaba preparando té. Moví la arena para encender el fuego y todo estalló".
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